V

Al punto se trató de resolver en consejo de familia lo que debía hacerse; pero deseando yo conferenciar con el buen cura para decirle lo que Inés no debía oir, rogué á esta que nos dejase solos, y hablamos así:

—¿Será usted capaz, señor D. Celestino, de consentir que Inés vaya á vivir con ese ganso de D. Mauro, y la lechuza de su hermana?

—Hijo—me contestó—, Requejo es muy rico, Requejo puede dar á Inesilla las comodidades que yo no tengo, Requejo puede hacerla su heredera cuando estire la zanca.

—¿Y usted lo cree? Parece mentira que tenga usted más de sesenta años. Pues yo digo y repito que ese endiablado D. Mauro me parece un farsante hipocritón. Yo, en lugar de usted, les mandaría á paseo.

—Yo soy pobre, hijo mío; ellos son ricos: Inés se irá con ellos. En caso de que la traten mal, la recogeremos otra vez.

—No la trataran mal, no—dije muy sofocado—. Lo que yo temo es otra cosa, y eso no lo he de consentir.

—A ver, muchacho.

—Usted sabe como yo lo que hay sobre el particular: usted sabe que Inés no es hija de doña Juana; usted sabe que Inés nació del vientre de una gran señora de la corte, cuyo nombre no conocemos; usted sabe todo esto, y ¿cómo sabiéndolo no comprende la intención de los Requejos?

—¿Que intención?

—Los Requejos despreciaron siempre á doña Juana; los Requejos no le dieron nunca ni tanto así; los Requejos ni siquiera la visitaron en su enfermedad; y ahora, señor D. Celestino de mi alma, los Requejos lloran recordando á la difunta; los Requejos echan la baba mirando á su sobrinita, y no puede ser otra cosa sino que los Requejos han descubierto quienes son los padres de Inés; los Requejos han comprendido que la muchacha es un tesoro, y, ¡ay!, no me queda duda de que el Requejo mayor, ese poste vestido, trae entre ceja y ceja el proyecto de casarse con Inés, obligándola á ello luégo que la pille en su casa.

—Sosiégate, muchacho, y óyeme. Puede muy bien suceder que la intención de los Requejos sea la que dices, y puede muy bien que sea la que ellos han manifestado. Como yo me inclino siempre á creer lo bueno, no dudo de la sinceridad de D. Mauro, hasta que los hechos me prueben lo contrario. ¿Qué sabes tú si de la mañana á la noche verás á Inés hecha una damisela, paseando en magnifica carroza, con dos caballos empenachados y un encartonado cochero? Sí; verásla rodeada de lacayos y pajes, llena de diamantes como avellanas, y viviendo en uno de esos caserones que hay en Madrid más grandes que conventos.

—¡Bah, bah! Eso es como cuando yo quería ser príncipe, generalísimo y secretario del Despacho. A los dieciséis años se pueden decir tales cosas; pero no á los sesenta.

—Viviendo conmigo, Inés ha de estar condenada á perpetua estrechez. ¿No vale más que se la lleven los parientes de su madre, que parecen personas muy caritativas? En todo caso, Gabriel, si la muchacha no estuviere contenta allí, tiempo tenemos de recogerla, porque á mí, como tío carnal, me corresponde la tutela.

—¿Y por qué la deja usted marchar?

—Porque los Requejos son ricos..., ¿lo comprenderás al fin?..., porque Inés en casa de esa gente puede estar como una princesa, y casarse al fin con un comerciante muy rico de la calle de Postas ó de Platerías.

—Alto allá, señor mío—exclamé muy amostazado—, ¿que es eso de casarse Inés? Inés, Dios mediante, no se casara más que conmigo. Sí, ¡vaya usted á hablarle de comerciantes y de usías!

—Es verdad; no me acordaba, hijito—dijo el cura con algo de mofa—. ¡Casarse á los diecisiete años! ¿El matrimonio es algún juego? Y además, hazme el favor de decirme qué ganas tú en la imprenta donde trabajas.

—Sobre tres reales diarios.

—Es decir, noventa y tres reales los meses de treinta y uno. Algo es; pero no basta, chiquillo. Ya ves tú: cuando Inés este en su sala con cortinas verdes de ramos amarillos, y se siente en aquellas mesas donde hay siete pavos en Navidad, y todas las noches cena de perdiz por barba..., ya ves tú, no sé cómo podrá arrimarse á ella un pretendiente con noventa y tres reales al mes, en los que traen treinta y uno.

—Eso ella es quien lo ha de decir—repuse con la mayor zozobra—; y si ella me quiere así, veremos si todos los Requejos del mundo lo pueden impedir. En resumidas cuentas, señor D. Celestino, ¿usted está decidido á que Inés se vaya esta tarde con D. Mauro?

—Decidido, hijo; es para mí un caso de conciencia.

—¿Y quién le dice á usted que con noventa y tres reales al mes no se puede mantener una familia? Pues á mí me da la gana de casarme, sí, señor.

—¡Casarse á los diecisiete años! Uno y otro debéis esperar á tener los treinta y cinco cumplidos. La vida se pasa pronto; no te apures. Para entonces podréis casaros. Sois á propósito el uno para el otro. Casar y compadrar cada uno con su igual. Veremos si de aquí allá te luce más el oficio.

—¿Y no puedo yo buscar un destinillo?

—Eso es como cuando se te puso en la cabeza que te iba á caer un principado ó un ducado.

—No; un destinillo de estos que se dan á cualquier pelón, en la contaduría de acá ó en la de allá.

—¿Pero crees tú que un destino es cosa fácil de conseguir?

—¿Por qué no?—respondí enfáticamente—. ¿Pues para que son los destinos sino para darlos á todos los españoles que necesitan de ellos?

—Hijo, las antesalas están llenas de pretendientes. Ya recordarás que á pesar de ser paisano y amigo del Príncipe de la Paz, estuve catorce años haciendo memoriales.

—Y al fin... pero hoy visita usted á Su Alteza. Y le trata; de modo que si le pidiera para mí una placita, no creo que se la negara.

—¡Ah!—exclamó D. Celestino con satisfacción—. El día que visité á Su Alteza fué para mí el más lisonjero de mi vida, porque oí de sus augustos labios las palabras más cariñosas. Si vieras con cuánto agasajo me trató; ¡y qué amabilidad, qué dulzura, qué llaneza, sin dejar por eso de ser príncipe en todos sus gestos y palabras! Cuando entré, yo estaba todo turbado y confuso, y la lengua se me quedó pegada al paladar. Mandóme Su Alteza que me sentara, y me preguntó si yo era de Villanueva de la Serena. ¿Ves qué bondad? Contestéle que había nacido en Los Santos de Maimona, villa que está en el camino real como vamos de Badajoz á Fuente de Cantos. Luégo me preguntó por la cosecha de este año, y le respondí que, según mis noticias, el centeno y cebada eran malos, pero que la bellota venía muy bien. Ya comprenderás por esto el interés que se toma por la agricultura. En seguida me dijo si estaba contento en mi parroquia, á lo cual contesté afirmativamente, añadiendo que me tenía edificado la piedad de mis feligreses. Al decir esto no pude contener las lágrimas. Bien claro se ve que al Príncipe le interesa mucho cuanto se refiere á la religión. Habléle después de que entretenía mis ocios con la poesía latina, y notifíquele haber compuesto un poema en hexámetros, dedicado á él. Enterado de esto, dijo que bueno, en lo cual se demuestra palmariamente su desmedida afición á las letras humanas, y por fin, á los diez minutos de conferencia, me rogó afectuosamente que me retirara, porque tenía que despachar asuntos urgentísimos. Esto prueba que es hombre trabajador, y que las mejores horas del día las consagra puntualmente á la administración. Te aseguro que salí de allí conmovido.

—¿Y no vuelve usted?

—¡Pues no he de volver! Supliqué á Su Alteza que me fijara día para llevarle el poema latino, y mañana tendré el honor de poner de nuevo los pies en el palacio de mi ilustre paisano.

—Pues yo iré con usted, señor D. Celestino—dije con mucha determinación—. Iremos juntos y usted le pedirá un destino para mí.

—¡Estás loco!—exclamó el sacerdote con asombro—. No me creo capaz de semejante irreverencia.

—Pues se lo pediré yo—dije, más resuelto cada vez á entrar en la administración.

—Modera esos arrebatos, joven sin experiencia. ¿Cómo quieres que te presente sin más ni más al Príncipe de la Paz? ¿Qué puedo decir de ti, cuáles son tus méritos? ¿Conoces acaso por el forro los versos latinos? ¿Has saludado siquiera el Divitias alius fulvo sibi congerat auro, el Passer delitiae meae puellae, ó el Cynthia prima suis me cepis ocellis? ¿Estás loco, piensas que los destinos están ahí para los mocosos á quienes se les antoja pedirlos?

—Usted le dice que soy un joven pariente suyo, y yo me encargo de lo demás.

—¿Pariente mío? Eso sería una mentira, y yo no miento.

Así disputamos un buen rato, y al fin, entre ruegos y razones, logré convencer al padre Celestino para que me llevara á presencia del serenísimo señor Godoy. Mi tenaz proyecto se explica por el estado de desesperación en que me puso la visita de los Requejos y su propósito de cargar con la pobre Inés. La viva antipatía que ambos hermanos me inspiraron desde que tuve la desdicha de poner los ojos sobre ellos, engendró en mi espíritu terribles presentimientos. Se me representaba la pobre huérfana en dolorosa esclavitud bajo aquel par de trasgos, condenada á perecer de tristeza si Dios no me deparaba medios para sacarla de allí. ¿Cómo podía yo conseguirlo, siendo como era, más pobre que las ratas? Pensando en esto, vino á mi mente una idea salvadora, la que desde aquellos tiempos principiaba á ser norte de la mitad, de la mayor parte de los españoles, es decir, de todos aquellos que no eran mayorazgos ni se sentían inclinados al claustro; la idea de adquirir una plaza en la administración. ¡Ay! Aunque había entonces menos destinos, no eran escasos los pretendientes.

España había gastado en la guerra con Inglaterra la espantosa suma de siete mil millones de reales. Quien esto derrochó en una calaverada, ¿no podía darme á mí cinco mil para que me casara? Por supuesto, el pretender casarse entonces á los diecisiete años era una calaverada peor que la de gastar siete mil millones en una guerra. Aquella idea echó raíces en mi cerebro con mucha presteza. A la media hora de mi conferencia con D. Celestino, ya se me figuraba estar desempeñando, ante la mesa forrada de bayeta verde, las funciones que el Estado tuviera á bien encomendarme para su prosperidad y salvación. Atrevido era el proyecto de pedir yo mismo al poderoso Ministro lo que me hacía falta pero la gravedad de las circunstancias y el loco deseo de adquirir una posición que me permitiera disputar la posesión de Inés á la temerosa pareja de los Requejos, disminuía los obstáculos ante mis ojos, dándome aliento para las empresas más difíciles.

La huérfana no disimuló, al hablar conmigo, la repugnancia que le inspiraban sus tíos: tal vez hubiera yo logrado impedir el secuestro; pero D. Celestino repitió que era para el caso de conciencia, y con esto Inés no se atrevió á formular sus quejas: ¡tan grande era entonces la subordinación á la autoridad de los mayores! La escrupulosidad del buen sacerdote no impidió, sin embargo, que yo hablara mil pestes de los dos hermanos, criticando sus fachas y vestidos, y comentando á mi manera aquello de los siete pavos y capones, con la añadidura de las perdices por barba en la hora de la cena. También me reí con implacable saña de los tratamientos que se daban hermano y hermana, pues, según el lector observaría, se llamaban simplemente este y esta. D. Celestino me dijo al oirme que tratase con más miramientos á dos personas respetables que habían sabido labrar pingüe fortuna con su trabajo y honradez, y, entre tanto, Inés preparaba de muy mala gana su equipaje.

No tardó la casa del cura en verse honrada de nuevo con las personas de los Requejos, que llegaron á eso de las cuatro, haciendo mil ponderaciones de las tierras adquiridas cerca de Ontígola; y su contento al ver que Inés se disponía á seguirles fué extraordinario.

—No te des prisa, pimpollita—decía D. Mauro—, que todavía hay tiempo de sobra.

—Su impaciencia por emprender el viaje—añadió doña Restituta, plegando de un modo indefinible el forro cutáneo de su cara—es tan viva, que la pobrecilla quisiera tener alitas para salir más pronto de aquí.

—Eso no—dijo D. Celestino algo amoscado—, que su tío no le ha dado malos tratos para que así se impaciente por abandonarle.

Inés se arrojó llorando en brazos del cura, y ambos derramaron muchas lágrimas. Por mi parte, tenía interés en que los Requejos no conocieran que un antiguo y cordial amor me unía á Inés; así es que disimulé mi sofocación, y acechándola fuera, cuando salió en busca de un objeto olvidado, le dije:

—Prendita, no me digas una palabra, ni me mires, ni me saludes. Yo me quedo aquí; pero descuida, pronto nos hemos de ver allá.

Llegó por fin la hora de la partida; el coche se acercó á la puerta de la casa. Inés entró en él muy llorosa, y los Requejos tomaron asiento á un lado y otro, pues aun en aquella situación temían que se les escapara. Jamás he visto mujer ninguna que se asemejara á un cernícalo como en aquel momento doña Restituta. El coche partió, y al poco rato nuestros ojos le vieron perderse entre la arboleda. D. Celestino, que hacía esfuerzos por aparentar gran serenidad, no pudo conservarla, y haciendo pucheros como un niño, sacó su largo pañuelo y se lo llevó á los ojos.

—¡Ay, Gabriel! ¡Se la llevaron!

Mi emoción también era grande, y no pude contestarle nada.

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