IX

El grupo recorrió algunas calles y unióse á otro más numeroso que encontramos al cuarto de hora de haber salido. Lopito, señalándome las tapias que se veían en el fondo del largo callejón, me dijo:

—Aquellas son las cocheras y la huerta del Príncipe de la Paz.

Pasamos de largo y vimos de lejos las dos cúpulas del palacio. Cerca del mercado se nos unieron otras muchas personas que, según Lopito, eran cocheros, palafreneros, pinches, mozos de cuadra y lacayos del infante D. Antonio y del príncipe de Asturias.

—Pero ¿qué vamos á hacer aquí?—pregunté á mi amigo—¿Vamos á impedir que los Reyes salgan del pueblo, ó vamos simplemente á tomar el fresco?

—Eso lo hemos de ver pronto—me contestó—. Yo, si he de decirte la verdad, no sé lo que se ha de hacer, porque Salvador el cochero no me ha dicho más sino que vaya donde van los demás y grite lo que los demás griten. Ves, ahí frente tenemos el palacio: no hay luces en las ventanas ni se oye ruido alguno, como no sea el de las ranas que cantan en los charcos del río.

La voz del que nos mandaba dijo «alto», y no dimos un paso más.

—Es raro—dije á Lopito muy quedamente—que no hayamos encontrado centinelas que nos detengan, ni siquiera una ronda de tropa que nos pregunte adónde vamos á estas horas.

—¡Necio!—me contestó—. ¡Si sabrá la tropa lo que se pesca! ¿Pues qué hacen ellos sino estarse quietecitos en sus cuarteles esperando á que les digan: Caballeros, esto se acabó?

Dime por convencido y callé. Durante un rato bastante largo no se oyó más que el sordo murmullo de diálogos sostenidos en voz baja, algunos sordos ronquidos, sofocadas toses, y á lo lejos el canto de las discutidoras ranas y el rumor de leves movimientos del aire sacudiendo las ramas de los olmos, que empezaban á reverdecer. La noche era tranquila, triste, impregnada de ese perfume extraño que emiten las primeras germinaciones de la primavera. El cielo estaba tachonado de estrellas, á cuya pálida claridad se dibujaban las espesas y negras arboledas, la silueta cortada del Real Palacio, y más allá la figura del Anteo de mármol levantado del suelo por Hércules, en el grupo de la fuente monumental que limita el llamado parterre. El sitio y la hora eran más propios para la meditación que para la asonada.

De improviso, aquel silencio profundo y aquella oscuridad intensa se interrumpieron por el relámpago de un fogonazo y el estrépito de un tiro que no se sabe de dónde partió. La turba de que yo formaba parte lanzó mil gritos, desparramándose en todas direcciones. Parecía que reventaba una mina, pues no á otra cosa puedo comparar la erupción de todo aquel rencor contenido. Todos corrían; yo corría también. Lucieron antorchas y linternas; se alzaron al aire nudosos garrotes; muchas escopetas se dispararon; oyóse un son vivísimo de cornetas militares, y una multitud de piedras, despedidas por manos muy diestras, fueron á despedazar, produciendo horribles chasquidos, los cristales de una gran casa. Era la del Príncipe de la Paz.

La historia dice que el tumulto empezó porque la multitud se empeñó en conocer á una dama encubierta que, acompañada de dos guardias de honor, salía en coche de casa del generalísimo. Aseguran algunos que en una de las ventanas del palacio se vió una luz, considerada como señal para empezar la gresca.

Del tiro y toque de corneta no tengo duda, porque los oí perfectamente. En cuanto á la luz, yo no la vi; pero creo haber oído decir á Lopito que él la vio, aunque no estoy muy seguro de ello. Poco importa que apareciera ó no: lo primero es, si no cierto, muy verosímil, porque el centro de la conjuración estaba en el alcázar, y los principales conspiradores eran, como todo el mundo sabe, el príncipe de Asturias, su tío, su hermano, sus amigos y adláteres, muchos gentiles hombres, altos funcionarios de la Casa del Rey, y algunos ministros.

Los alborotadores se multiplicaban á cada momento, pues nuevas oleadas de gente engrosaban la masa principal, sin que un soldado se presentase á contener al paisanaje. No tardó en caer al suelo, destrozada por repetidos golpes y hachazos, la puerta del palacio del Príncipe de la Paz, cuyo nombre pronunciaba el irritado vulgo entre horribles juramentos y amenazas.

La turba siempre es valiente en presencia de estos ídolos indefensos, para quienes ha sonado la hora de la caída. Tienen estos en contra suya la fatalidad de verse abandonados de improviso por los amigos tibios, por los servidores asalariados, y hasta por los que todo lo deben al infeliz que cae; de modo que á las manos del odio justo ó injusto, se unen, para rematar á la víctima, las manos de la ingratitud, el más canalla de todos los vicios.

Sintiendo el auxilio de la ingratitud, la turba se envalentona, se cree omnipotente é inspirada por un estro divino, y después se atribuye orgullosamente la victoria. La verdad es que todas las caídas repentinas, así como las elevaciones de la misma clase, tienen su manubrio interior manejado por manos más expertas que las del vulgo.

Cuando la puerta de la casa se abrió, precipitóse la turba en lo interior, bramando de coraje. Su salvaje resoplido me causaba terror é indignación, mayormente cuando consideré que iba á saciar su sed de venganza en la persona de un hombre indefenso. Era aquella la primera vez que veía yo al pueblo haciendo justicia por sí mismo, y desde entonces le aborrezco como juez.

A los gritos de ¡muera Godoy! se mezclaban preguntas de feroz impaciencia: ¿Le han cogido? ¿Le han matado? Todos querían entrar; pero no era posible, porque la casa estaba ya atestada de gente. Desde fuera y al través de los balcones, de par en par abiertos se veía el resplandor de las hachas. Siniestros gritos y ruidos de muebles ó vasos que se quebraban bajo las garras de la fiera, salían de la casa á mezclarse con el concierto exterior. En un instante se encendió una gran hoguera que iluminó la calle: las campanas de todas las iglesias y conventos del pueblo tocaban sin cesar; pero no podía definirse si aquellos tañidos eran toques de alarma ó repiques de triunfo.

Lopito, que bailaba como un demonio adolescente junto á la hoguera, se acercó á mí y me dijo:

—Gabriel, ¿no te entusiasmas?, ¿qué haces ahí tan friote? Ven, subamos al palacio. Alguna vez ha de ser para nosotros. ¿No dicen que todo lo ha robado á la nación?

Casi arrastrado por mi joven amigo entré en el palacio y subí á las habitaciones altas, abriéndonos paso por entre los energúmenos que bajaban y subían. Recorrí todas las salas por las cuales había transitado dos días antes; llegué al mismo despacho del Príncipe, y ví la mesa donde escribí mi nombre. La multitud subía y bajaba, abría alacenas, rompía tapices, volcaba sofás y sillones, creyendo encontrar tras alguno de estos muebles al objeto de su ira; violentaba las puertas á puñetazos; hacía trizas á puntapiés los biombos pintados; desahogaba su indignación en inocentes vasos de China; esparcía lujosos uniformes por el suelo; desgarraba ropas; miraba con estúpido asombro su espantosa faz en los espejos, y después los rompía; llevaba á la boca los restos de cena que existían aún calientes en la mesa del comedor; se arrojaba sobre los finos muebles para quebrarlos; escupía los cuadros de Goya; golpeaba todo por el simple placer de descargar sus puños en alguna parte; tenía la voluptuosidad de la destrucción, el brutal instinto tan propio de los niños por la edad como de los que lo son por la ignorancia; rompía con fruición los objetos de arte, como rompe el rapaz en su despecho la cartilla que no entiende; y en esta tarea de exterminio, la terrible fiera empleaba á la vez, y en espantosa coalición, todas sus herramientas, las manos, las patas, las garras, las uñas y los dientes, repartiendo puñetazos, patadas, coces, rasguños, dentelladas, testarazos y mordiscos.

La rabia del monstruo aumentó cuando corrieron de boca en boca estas frases: «No está ese perro», «El endino se ha escapao». Efectivamente: el Príncipe no parecía por ninguna parte, de lo cual me alegré.

Cuando la turba no puede saciar su hambre de destrucción en el objeto humano de su rencor, suele darse el gustazo de tomar venganza en los cuerpos inocentes de los muebles que á aquel pertenecieron. Así ha ocurrido en todos los motines de nuestro repertorio, y así ocurrió en aquel, más que ninguno famoso, por las diversas causas que lo ocasionaron. Convencidos, pues, los conjurados de que no habrían á las manos ni un pelo del Príncipe de la Paz, concibieron el heroico pensamiento de quemar todas las preciosidades del palacio recién saqueado. Con gozo sin igual, con la embriaguez del triunfo y la conciencia de su fuerza irresistible, comenzaron los nuevos huéspedes del palacio á arrojar por los balcones sillas, sofás, tapices, vasos, cuadros, candelabros, espejos, ropas, papeles, vajillas y otros mil perversos cómplices de la infame política de Godoy. La fiera cumplía este cometido con cierto orden, sin dejar de decir: «¡Muera ese tunante ladrón!», y «¡Viva el Rey, viva el príncipe de Asturias!».

Pero antes de que empezara esta operación, y cuando los exploradores se convencieron de que el Príncipe había huido, la Princesa de la Paz, que estaba hasta entonces oculta, se presentó pidiendo socorro é implorando la compasión de la multitud. El miedo hacía temblar á la infeliz señora, lo mismo que á su hija, niña de corta edad, que con ambos puños en los ojos lloraba sin consuelo. No sé si los ruegos de la madre y de la hija ablandaron á los amotinados, ó si las personas de categoría que dirigían la fiesta determinaron poner en salvo con todo miramiento y consideración á la infeliz Princesa; lo cierto fué que, lejos de maltratarla de obra ó de palabra, sacáronla de la casa, y puesta en una berlina fué llevada en ca el palacio de los Reyes, como decía Pujitos, el cual, sin que nadie se lo ordenara, se encargó de tan caballeresca comisión.

Ustedes comprenderán que todo lo que fuese figurar en primer término agradaba á Pujitos, así es que si se reunía un pelotón para marchar á cualquier parte, allí estaba él para mandarlo, complaciéndose en decir: «Malchen, media güelta á lizquielda», con tanta marcialidad como un coronel de guardias valonas. No me cansaré de repetirlo: Pujitos tenía en su cráneo, entre un lobanillo y un chichón, la protuberancia (¿cómo lo diré...?) la protuberancia de la tenientividad. Como Napoleón el genio de la guerra, poseía él el instinto de la milicia nacional, y los hados le permitieron gozar el mando de varias compañías en los años de jarana del 20 al 23 y aun posteriormente.

Cuando los infatigables trabajadores del motín comenzaron á arrojar por ventanas y balcones los muebles del palacio, Lopito, que llevaba á cuestas una maravillosa obra de porcelana, producto de los talleres de la Moncloa, se llegó á mí y díjome:

—Gabrielillo, cuidado cómo coges nada. El tío Pedro, que está allí observando lo que hacemos, tiene en la mano una pistola, y dice que levantará la tapa de los sesos al que robe cualquier chuchería. No es el único gran caballero que está entre nosotros ¿Ves aquel hombre vestido de majo que está dando de patadas á un retrato de cuerpo entero? Pues es un gentilhombre del cuarto del Príncipe. ¿Ves? Ya pasó el pié del otro lado de la tela. Tremendo agujero le han hecho. ¡Al fuego, al fuego!

La hoguera, alimentada con tanto combustible, subía á enorme altura, y las llamas oscilantes iluminaban de un modo pavoroso la calle toda, y también el interior del palacio. Parecíamos los cíclopes de una inmensa fragua; y digo parecíamos, porque yo también, temiendo que mi falta de entusiasmo fuera sospechosa y me proporcionase algún porrazo, puse manos á la obra, y cogiendo una armadura milanesa, en cuyo peto y casco se veían batallas microscópicas, trabajadas por finísimo cincel, dí con ella en la calle y en la hoguera. Ni por un momento cesaban los gritos de «¡Muera Godoy!» y sin duda querían matarlo á voces, ya que de otra manera les fué imposible conseguirlo. Pero es de advertir que entre nosotros es muy común el intento de arreglar las más difíciles cuestiones mandando vivir ó morir á quien se nos antoja, y somos tan dados á los gritos, que repetidas veces hemos creído hacer con ellos alguna cosa.

Yo no sé si los asaltadores de la casa del Príncipe de la Paz creían estar quemando algo más que muebles muy finos y primorosas obras de arte; pero por lo que en boca de alguno de aquellos héroes oí, se me figura que ellos estaban convencidos de que hacían un gran papel político; de que con la llama de los espinos y de los brezos, sin cesar alimentada por ébanos tallados y bordadas telas, estaban cauterizando las más feas llagas de la doliente España. ¡Ay! He presenciado después la misma escena repetida cada pocos años, ya por esta idea, ya por la otra, y he dicho: «Algunas veces puede conseguirlo la espada en manos de un hombre de genio; pero el fuego en manos del vulgo, jamás».

Tras la armadura cogí un reloj de bronce, y al llevarlo sobre mí sentía el palpitar de su máquina. El pobrecillo andaba, vivía; aquel artificio, que tanto se parece á un ser animado; aquella obra de los hombres que parece una obra de Dios, y que ha sido inventada por la ciencia y adornada por las artes para uno de los más útiles empleos de la vida, iba á perecer á manos del hombre mismo, sin haber cometido más crimen que el de marcar las horas... ¿Pero á qué vienen estas consideraciones hechas ante la hoguera del rencor? Aunque me daba lástima del relojito, y lo estrechaba contra mi pecho escuchando su latido que iba á extinguirse, arrójelo al fin, y las mil piezas de su máquina ingeniosa repercutieron sobre el suelo. Al reloj siguieron cuantas baratijas encontré á mano, entre ellas guantes perfumados, un estuche de marfil, pequeñas estatuas de alabastro, y después unos mapas del Asia, libros lujosamente encuadernados (que sin duda los muy necios se creían libres de la Inquisición), unas pantuflas, cuatro casacas con galones de plata y oro, y el pupitre en que dos días antes se había extendido mi recomendación. Fortuna, vil prostituta, ¿por qué te invocan los hombres? ¿Por qué consagran su vida á buscarte, ya con afanes y trabajos, ya con intrigas y sutilezas, por todos los rincones del mundo, en altas y bajas esferas? Y el que te encuentra, ¿por qué se te entrega ciegamente, ignorante de tus traiciones? Vale más ser constante entre tus desdeñados que entre tus elegidos, y la mayor suerte del hombre será el no conocerte ni de nombre, y su mejor hazaña darte con la puerta en los hocicos el día en que intentes penetrar en su casa.

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