X

Cuando revolvía uno de los armarios, aparecieron varias cruces; pero algunos de los presentes ni aun me permitieron tocarlas y pusiéronlas todas en una bandeja de plata, para entregarlas, según decían, al Rey en persona. Lo más singular de la determinación de aquellos cortesanos tiznados con el hollín de la demagogia, era que disputaban sobre quién debía llevarlas, pues ninguno quería ceder á los demás semejante honor. Uno de ellos venció al fin; y no quisiera equivocarme, pero me pareció reconocer al señor de Mañara.

Con el crecer de la llama parecía que cobraban nuevos bríos los quemadores, si bien puede atribuirse este fenómeno á que algunos zaques dieron vuelta á la redonda, humedeciendo los secos paladares, y alegrando los ánimos que un trabajo tan penoso como patriótico había comenzado á abatir. Creí oir la voz de Pujitos, obligado nuevamente por sus amigos políticos á tomar la palabra; pero no: era Santurrias, que teniendo en la izquierda la bota y en la derecha mano un leño encendido, pronunciaba sentidas frases en loor del pueblo y del Rey, ambos en buen amor y compaña, para bien del Reino; y añadía que el endino Príncipe de la Paz estaba bien castigado, puesto que eran ya cenizas todos los muebles que robó al Reino, y que de aquí palante, es decir, en lo sucesivo, no habría más menistros pillos y lairones.

Las hogueras, cuando ya no había nada que echarles, se aplacaron; el populacho, mientras el tío Malayerba tuvo vino, y Pujitos y Santurrias elocuencia, seguía ardiendo y chisporroteando. Algunos quisieron trasladar el teatro de sus ingeniosas proezas á las puertas de palacio, no siendo extraños los dos oradores á un proyecto que ensanchaba la esfera de sus triunfos; pero debió oponerse á esto el tío Pedro y compañeros de polaina, mayormente cuando tenían la seguridad de que el motín de las calles no era más que una sucursal de la gran asonada que en los mismos momentos estallaba en palacio y en la cámara del rey Carlos IV.

Era ya la madrugada cuando quise retirarme, sin que lograra detenerme Lopito que decía:

—Aún falta lo mejor. ¿Qué te parece, Gabrielillo, lo que hemos hecho? Pues entavía hemos de hacer mucho más. Ya habrá visto el Rey si se puede ó no se puede. Pónganos otra vez menistros malos, y verá como en menos que canta un gallo los despabilamos. Lo que es Lopito..., je, je... ya habrán visto que tiene malas moscas..., y como yo hubiera encontrado á Godoy en cualquiera parte de la casa, le juro que no sale vivo de mis manos.

Diciendo esto, el valiente pinche sacó una navajilla, con la cual le ví describir heroicas curvas en el aire.

—Y si llegamos á ir á palacio—prosiguió, alzando el arma homicida—, yo, yo mesmito soy el que me presento al Rey y á la Reina para decirles que si no nos ponen al príncipe Fernando en el trono, lo pondremos nosotros. Lo que es al Rey no le haré nada, porque es el Rey; pero á la Reina, manque se ponga de rodillas delante, no la perdono.

Dijo, y guardó el arma. A todas estas llegó una compañía de guardias para custodiar la casa después de saqueada: fácil era comprender la inteligente dirección del motín de que había sido brutal instrumento un pueblo sencillo. Este no hubiera podido dar un paso más allá de la línea que se le marcara sin sentir encima la fuerte mano de la autoridad.

No necesito decir que cuando se montó la guardia, el predestinado Pujitos quiso formar parte de ella, aunque no era militar, y su genio organizador se entretuvo en reunir en pelotón hasta una docena de hombres, con los cuales se ocupó en patrullar por las inmediaciones de la casa, mandándoles marchar á compás, y supliendo él mismo con su voz la falta de tambor.

Al fin me marché, no sólo porque tenía sueño, sino porque cuanto había visto y oído me repugnaba con exceso. Llegue á la casa del cura, y no puedo haceros formar idea del estado de agitación y de fiebre en que le encontré. Envuelta en un pañuelo la cabeza, puesta la sotana vieja y con su antiguo gabán de paño burdo echado sobre los hombros, sus anchos pantuflos en los pies, estaba mi buen eclesiástico recorriendo de largo á largo los corredores y pasillos de su casa. Su aspecto era semejante al de los que sufren un terrible dolor de muelas; á cada instante se llevaba las manos á las orejas, como para resguardarlas del ruido que hacían aún las campanas de la iglesia vecina; de vez en cuando golpeaba el suelo con fuerte patada, y á lo mejor daba media vuelta, cambiando de dirección en su calenturiento paseo. Entre tanto, no cesaba de hablar un solo momento. ¿Con quién? Con las paredes, con la luna, con la parra, que, enredándose en los maderos del corredor, extendía sus flacos y secos brazos para coger alguna cosa. Cuando me vio, hablome sin aguardar á que llegase á su lado.

—Estoy loco, Gabrielillo. ¿Qué pasa, qué ocurre? ¿Oyes las campanas de la parroquia? Por los mártires de Alcalá juro..., no, jurar no, que es pecado..., prometo que Santurrias me las ha de pagar todas juntas. ¿Pero has visto cómo se burla de mí ese condenado? No es él el que toca, que si fuera... Mira, estaba yo descabezando el primer sueño, cuando me hizo saltar de la cama el ruido de las campanas ¡Dios mío, qué algazara! Plin, plan, plin, plan..., parecía que el cielo se venía abajo. Lleno de indignación corrí á la torre; pero Santurrias no estaba, y en su lugar sus cuatro hijos tocaban las campanas. Tal era mi cólera, que resolví mostrar la mayor energía, y les dije: «Pillos, granujas, váyanse de aquí noramala»; pero ellos se rieron de mí y siguieron tocando... plin, plan, plin, plan... ¡Si hubieras visto á los cuatro condenados muchachos, con qué alegría, con qué frenesí tiraban de las cuerdas!...¡Malditos sean!... y uno de ellos, el mayor, es listillo y muy mono... y ayuda á misa como un zarapico. Pero me dio tal enfado, que les mandé salir de la torre. ¿Tú me obedeciste? Pues ellos tampoco. El más chico me dijo: «Pare Gorio jué matal á Godoy, y nos puso á que tocálamos fuelte, fuelte». Desde las once hasta ahora no han cesado ni un momento. Pero dime, ¿qué ocurre en el pueblo? He visto el resplandor de una llamarada, he sentido gritos. La tía Gila fué por orden mía á ver lo que pasaba, y volvió horrorizada, diciendo que estaban quemando todo el palacio Real de punta á punta, y los jardines, y el Tajo, y la cascada. Cuéntame, hijito, que estoy sin sosiego.

Contéle lo que había pasado en casa del Príncipe su amigo.

—Pero á estas horas habrán salido las tropas para castigar á esa vil plebe—me dijo.

—¡Quia! Si entre la multitud había muchos soldados... La tropa debe de estar sobornada.

—Pero á estas horas el Príncipe ha de estar tomando sus disposiciones para arreglarlo todo..., porque él no es hombre que se anda con chiquitas, y si les sienta la mano... ¡Cuánto deploro no haber podido advertirle ayer lo que se preparaba! Ya ves, hubiéramos podido evitar este tumulto.¡Miserable de mí!... Yo, yo tengo la culpa. Si no fuera por este genio corto que Dios me ha dado...

—El Príncipe ha huido, y debe estar á estas horas muy lejos de Aranjuez.

—¡Que ha huido! No puede ser, no puede ser—exclamó con cierta enajenación—. Gabriel, ¿para qué mientes? ¿O eres tú también de los que creen las majaderías y simplezas de Santurrias?

A este punto llegábamos de nuestro coloquio, cuando sentimos una voz ronca y desapacible que gritaba en el portal.

—¡Ah!—dijo el cura—; me parece que siento á Santurrias. Ahora va á ser ella: no intercedas por él..., estoy decidido..., ahora sí que es preciso ser enérgico.

La voz se acercaba. Era efectivamente el sacristán, que cantaba así, subiendo por la escalera:

Vale una seguidilla

de las manchegas

por veinticinco pares

de las boleras.

Solvet saeclum in favilla, teste David cum Sibylla.

—Váyase usted, señor Santurrias—exclamó el cura—. No le quiero ver á usted, no quiero oir sus necedades.

El sacristán, que hasta entonces no nos había visto, se paró ante nosotros, y lanzando una carcajada de estupidez, habló así, con lengua estropajosa:

El Kirie eleyson cantando

¡viva el príncipe Fernando!

Luégo dio fuertes golpes en el suelo con un garrote medio quemado que en la mano traía, y acto continuo empezó á marchar militarmente por el corredor, imitando con la boca el ruido del tambor.

—¡Está borracho!—dijo el cura—. Pero, miserable, ¿no ves que el vino se te sale por los ojos?

Santurrias, apoyado en su palo para no caer al suelo, alargó su cuello, fijó en nosotros los encandilados ojos, arrugóse su cara más aún que de ordinario, y dijo:

—Señor paterniá: el Príncipe ha juío... ¡Viva el Rey! ¡Muera el choricero! ¡Muera ese pillo lairón!... ¡Ó salutaris hooo...stia! Si me bían dejao, le hago porvo con este palo... Prrum, prrum... ¡marchen! Media güelta... ¡Viva el comendante Pujitos!

—¡Oh espectáculo lastimoso!—dijo D. Celestino—. Está como una cuba. Ya no le aguanto más... A la calle, á la calle mañana mismo. Se lo diré al señor Patriarca... Pero no: ahora me acuerdo de que es un viudo con cuatro hijos.

A todas estas las campanas seguían tocando con igual furia, prueba evidente de que el entusiasmo de los cuatro muchachos no había disminuido.

Santurrias se agarró al antepecho del corredor para no caer. Después de haber dicho mil herejías, que á D. Celestino le pusieron el cabello de puntas, dijo que nos iba á contar lo que había hecho.

—Calla de una vez, deshonra de la santa iglesia, borracho, hereje, blasfemo—le dijo D. Celestino empujándole—. Yo te aseguro que si no fueras un viudo con cuatro hijos...

Pos, pos...—balbuceó Santurrias—; lo que hamos hecho se llama... ¡rigolución!... Que si vamos á palacio, que si no vamos. Yo quería ir pa pedí la aldicación.

—¡Cómo!—exclamó el cura con espanto—. ¿Ha abdicado Su Majestad el rey Carlos IV?

Nones... entavía nones...

Quantus tremor es futurus

Quando judex est venturus.

Viva quien baila,

que merece la moza

mejor de España.

¡Muera Godoy!..., marchen..., señor cura. Ya el menistro no es menistro polque el Rey...

—Creo que el Rey—dije yo para sacar de su ansiedad al buen anciano—ha firmado ya la destitución del Príncipe de la Paz. Según allí se dijo, los ministros que estaban en palacio se lo pedían así.

—Eso..., eso..., juimos á palacio—continuó Santurrias, que no pudiendo sostenerse ya, había caído al suelo—, y salió un gentilón con un papé escrito, y leyó..., y decía..., decía: Queriendo mandal por mi mesma mesmedá en el enjército y la marina, he venido en ex... ex... ex...

—En exonerar—dijo el cura, dirigiendo sus ojos al cielo.

Santurrias murmuró algunas palabras más entre latinas y castellanas, y calló al fin. Un fuerte ronquido anunció el aplanamiento de aquel elevado espíritu, conturbado por el vino de la conjuración.

Observé que D. Celestino enjugaba una lágrima con la punta del mismo pañuelo que tenía arrollado en la cabeza. Amanecía, y una turba de pájaros procedentes de los árboles cercanos, pasaron por sobre el patio cantando un himno de paz. Las primeras luces de la mañana iluminaron la casa, y el cura se retiró á su cuarto, diciendo:

—Dentro de un rato diré la misa y la aplicaré por la salvación de mi amigo el Príncipe de la Paz... ¡Ay, si yo le hubiera avisado con tiempo!... Pero ¿no oyes? ¡Esas condenadas campanas me tienen loco!

En efecto, los cuatro muchachos seguían tocando.

Share on Twitter Share on Facebook