VI

Al día siguiente me llevó D. Celestino al palacio del Príncipe de la Paz. Era el 15 de marzo, si no me falla la memoria.

Aunque no tenía ropa para mudarme en tan solemne ocasión, como la que llevaba á Aranjuez era la mejorcita, con una camisa limpia que me prestó el cura quedé en disposición, según él mismo me dijo, de presentarme aunque fuera á Napoleón Bonaparte. Por el camino, y mientras hacíamos tiempo hasta que llegara la hora de las audiencias, D. Celestino, sacaba del bolsillo interior de su sotana el poema latino para leerlo en alta voz, porque,

—Quizás el señor Príncipe—decía—me mande leer algún trozo, y conviene hacerlo con entonación clásica y ritmo seguro, mayormente si hay delante algún embajador ó general extranjero.

Después, guardando el manuscrito, añadió con cierta zozobra:

—¿Sabes que el sacristán de la parroquia, ese condenado Santurrias..., ya le conoces..., me ha puesto esta mañana la cabeza como un farol? Dice que el señor Príncipe de la Paz no dura dos días más al frente de la nación, y que le van á cortar la cabeza. Esto no merece más que desprecio, Gabrielillo; pero me da rabia de oir tratar así á persona tan respetable. Pues ¿qué crees tú?; he descubierto que ese pícaro Santurrias es jacobino, y se junta mucho con los cocheros del infante D. Antonio Pascual, los cuales son gente muy alborotada.

—¿Y qué dice ese reverendo sacristán?

—Mil necedades; figúrate tú. ¡Como si á personas de estudios y que tienen en la uña del dedo á todos los clásicos latinos, se les pudiera hacer tragar ciertas bolas! Dice que el señor Príncipe de la Paz, temiendo que Napoleón viene á destronar á nuestros queridos Reyes, tiene el propósito de que estos marchen á Andalucía para embarcarse y dar la vela á las Américas.

—Pues anoche—dije yo—cuando fuí al mesón á decir á los arrieros que no me aguardaran, oí decir lo mismito á unos que estaban allí, y por cierto que hablaban de su amigo y paisano de usted con más desprecio que si fuera un bodegonero del Rastro.

—No saben lo que se pescan, hijo—me dijo el cura—. Pero ó yo me engaño mucho, ó los partidarios del príncipe de Asturias andan metiendo cizaña por ahí. Ello es que en Aranjuez hay mucha gente extraña y... ¡quiera Dios!... Ya me dijo esta mañana Santurrias que su mayor gusto será tocar las campanas á vuelo si el pueblo se amotina para pedir alguna cosa; pero ya le he dicho—y al hablar así D. Celestino se paró, y con su dedo índice hacía demostraciones de la mayor energía—, ya le he dicho que si toca las campanas de la iglesia sin mi permiso, lo pondré en conocimiento del señor Patriarca para lo que este tenga á bien resolver.

Con esta conversación llegó la hora, y nosotros al palacio de Su Alteza. Atravesamos por entre varios guardias que custodiaban la puerta, porque ha de saberse que el generalísimo tenía su guardia de á pié y de á caballo, lo mismo que el Rey, y mejor equipada, según observaban los curiosos. Nadie nos puso obstáculo en el portal ni en la escalera; pero al llegar á un gran vestíbulo, en cuyo pavimento taconeaban con estrépito las botas de otra porción de guardias, uno de estos nos detuvo, preguntando á D. Celestino con cierta impertinencia que adónde íbamos.

—Su Alteza—dijo el clérigo muy turbado—tuvo el honor de señalarme..., digo..., yo tuve el honor de que él señalara el día de hoy y la presente hora para recibirme.

—Su Alteza está en palacio. Ignoramos cuándo vendrá—dijo el guardia dando media vuelta.

D. Celestino me consultó con sus ojos, y también iba á consultarme con sus autorizados labios, cuando se sintió ruido en el portal.

—¡Ahí está! Su Alteza ha llegado—exclamaron los guardias, tomando apresuradamente sus armas y sombreros para hacer los honores.

Pero el Príncipe subió á sus habitaciones particulares por la escalera excusada que al efecto existía en su palacio.

—Quizás Su Alteza no reciba hoy—dijo á D. Celestino el guardia que poco antes nos había detenido—. Sin embargo, pueden ustedes esperar, si gustan, y el avisará si da audiencia ó no.

Dicho esto, nos hizo pasar á una habitación contigua y muy grande, donde vimos á otras muchas personas que desde por la mañana habían acudido en solicitud del favor de una entrevista con Su Alteza. Entre aquella gente había algunas damas muy distinguidas, militares, señores á la antigua, vestidos con antiguas casacas y cubiertos con antiquísimas pelucas, y también algunas personas humildes.

Los pretendientes allí reunidos se miraban con recelo y mal humor, porque á todo el que hace antesala molesta mucho el verse acompañado, considerando sin duda que si el tiempo y la benevolencia del Ministro se reparten entre muchos, no puede tocarles gran cosa. Un ujier se acercó á nosotros y preguntó á D. Celestino quiénes éramos, á lo cual repuso el buen eclesiástico:

—Nosotros somos curas de la parroquia de..., quiero decir, soy cura de la parroquia, y este joven..., este joven gana noventa y tres reales en los meses de treinta y uno; y venimos a...; pero yo no pienso pedirle nada al señor Príncipe, porque este picarón (señalando á mí) no se morderá la lengua para decirle lo que desea.

Cuando el ujier se alejó, dije á mi acompañante que tuviera cuidado de no equivocarse tan á menudo; que no anunciara anticipadamente nuestra comisión pedigüeña, y que no había necesidad de ir pregonando lo que yo ganaba; á lo que me respondió que él, como persona nueva en antesalas y palacios, se turbaba á la primera ocasión, diciendo mil desatinos. Uno de los señores que aguardaban se nos acercó, y reconociendo al cura, se saludaron ambos muy cortésmente, diciendo el desconocido:

—Señor D. Celestino, ¿qué bueno por aquí?

—Vengo á visitar á Su Alteza. Ya sabe usted que somos paisanos y amigos. Mi padre y su abuelo hicieron un viaje juntos desde Trujillo á La Vera de Placencia, y un tío de mi madre tenía en Miajadas una dehesa donde los Godoyes iban á cazar alguna vez. Somos amigos, y le estoy muy reconocido, porque á la munificencia de Su Alteza debo el beneficio que disfruto, el cual me fué concedido en cuanto Su Alteza tuvo conocimiento de mi necesidad; así es que desde mi primer memorial hasta el día en que tomé posesión, sólo transcurrieron catorce años.

—Se conoce que el Príncipe quiso servirle á usted—dijo nuestro interlocutor—. No á todos se les despacha tan pronto. Hace veintidós años que yo pretendí que se me repusiera en mi antigua plaza de la Colecturía, del Noveno y del Excusado, y esta es la hora, señor D. Celestino. A pesar de todo, yo no me desanimo, y menos ahora, porque tengo por seguro que la semana que viene...

—No todos son tan afortunados como yo—dijo el optimista D. Celestino—. Verdad es que, como paisano y amigo de Su Alteza, estoy en situación muy favorable. De mi pueblo á Badajoz, cuna de D. Manuel Godoy, no hay más que trece leguas y media por buen camino, y estoy cansado de ver la casa en que nació este faro de las Españas. Así es que en cuanto supo mi necesidad...

—Pero diga usted—preguntó bajando la voz el señor de la semana que viene—, ¿tenemos viaje de los Reyes á Andalucía ó no tenemos viaje?

—¿Pero usted cree tales paparruchas?—dijo D. Celestino—. Esa voz la ha corrido Santurrias, el sacristán de mi iglesia. Ya le he dicho que si tocaba las campanas sin mi permiso...

—Todo el mundo lo asegura. Ya sabe usted que ha venido mucha tropa de Madrid, y por las calles del pueblo se ve gente de malos modos.

—¿Pero qué objeto puede tener ese viaje?

—Amigo, ya Napoleón tiene en España la friolera de cien mil hombres. Ha nombrado general en jefe á Murat, el cual dicen que salió ya de Aranda para Somosierra. Y á todas estas, ¿hay alguien que sepa á qué viene esa gente? ¿Vienen á echar á toda la Familia Real? ¿Vienen simplemente de paso para Portugal?

—¿Quién se asusta de semejante cosa?—dijo D. Celestino—. Pongamos por caso que vengan con mala intención. ¿Qué son cien mil hombres? Con dos ó tres regimientos de los nuestros se podrá dar buena cuenta de ellos, y ahí nos las den todas. Como Su Alteza se calce las espuelas... Eso del viaje es pura invención de los desocupados y de los enemigos de Su Alteza, que le insultan porque no les ha dado destinos. Como si los destinos se pudieran dar á todo el que los pretende.

No siguió esta conversación, porque el ujier se acercó á nosotros, haciéndonos señas de que le siguiéramos. Su Alteza nos mandaba pasar. Cuando los demás pretendientes vieron que se daba la preferencia á los que habían llegado los últimos, un murmullo de descontento resonó en la sala. Nosotros la atravesamos muy orgullosos de aquella predilección, y mientras D. Celestino saludaba á un lado y otro con su bondad de costumbre, yo dirigí á los más cercanos una mirada de desprecio, que equivalía al convencimiento de mi próximo ingreso en la administración de ambos mundos.

Pasamos de aquella sala á otras, todas ricamente alhajadas. ¡Qué bellos tapices, qué lindos cuadros, qué hermosas estatuas de mármol y bronce, qué vasos tan elegantes, qué candelabros tan vistosos, qué muebles tan finos, qué cortinajes tan espléndidos, qué alfombras tan muelles! No pude detenerme en la contemplación de tan bonitos objetos, porque el ujier nos llevaba á toda prisa, y yo me sentía atacado de una cortedad tal, que se disipó mi anterior envalentonamiento, y empecé á comprender que me faltarían ideas y saliva para expresar ante el Príncipe mi pensamiento. Por fin llegamos al despacho de Godoy, y al entrar ví á este en pie, inclinado junto á una mesa y revisando algunos papeles. Aguardamos un buen rato á que se dignase mirarnos, y al fin nos miró.

Godoy no era un hombre hermoso, como generalmente se cree pero sí extremadamente simpático. Lo primero en que se fijaba el observador era en su nariz, la cual, un poco grande y respingada, le daba cierta expresión de franqueza y comunicatividad. Aparentaba tener sobre cuarenta años: su cabeza, rectamente conformada y airosa; sus ojos vivos, sus finos modales y la gallardía de su cuerpo, que más bien era pequeño que grande, le hacían agradable á la vista. Tenía sin duda la figura de un señor noble y generoso: tal vez su corazón se inclinaba también á lo grande; pero en su cabeza estaban el desvanecimiento, la torpeza, los extravíos y falsas ideas de los hombres y las cosas de su tiempo.

Nos miró, como he dicho, y al punto D. Celestino, que temblaba como un chiquillo de diez años, hizo una profunda cortesía, á la cual siguió otra hecha por mi persona. A mi acompañante se le cayó el sombrero; recogiólo, dió algunos pasos, y con voz tartamuda dijo así:

—Ya que Vuestra Alteza tiene el honor de..., no..., digo... ya que yo tengo el honor de ser recibido por Vuestra Alteza Serenísima..., decía que me felicito de que la salud de Vuestra Alteza sea buena, para que por mil años sigamos haciendo el bien de la nación...

El Príncipe parecía muy preocupado, y no contestó al saludo sino con una ligera inclinación de cabeza. Después pareció recordar, y dijo:

—¿Es usted el señor chantre de la catedral de Astorga, que viene a...?

—Permítame Vuestra Alteza—interrumpió D. Celestino—que ponga en su conocimiento como soy el cura de la parroquia castrense de Aranjuez.

—¡Ah!—exclamó el Príncipe—, ya recuerdo..., el otro día... se le dio á usted el curato por recomendación de la señora condesa de X (Amaranta). ¿Es usted natural de Villanueva de la Serena?

—No, señor; soy de Los Santos de Maimona. ¿No recuerda Vuestra Alteza esa villa? En el camino de Fuente de Cantos. Allí se cogen unas sandías que pesan muchas arrobas, y también hay muchos melones... Pues, como decía á Vuestra Alteza, hoy venía con dos objetos: con el de tener el honor de presentarme á Vuestra Alteza para que este chico lea un poema latino que ha compuesto..., no, quiero decir...

D. Celestino se atragantó, mientras que el Príncipe, asombrado de mi precocidad en el estudio de los clásicos, me miraba con ojos benévolos.

—No—dijo el cura entrando de nuevo en posesión de su lengua—. El poema ha sido compuesto por mí, y, accediendo á los deseos de Vuestra Alteza, voy á comenzar su lectura.

El Príncipe adelantó la mano con ese instintivo movimiento que parece apartar un objeto invisible. Pero D. Celestino no comprendió que su protector rechazaba por medio de un movimiento físico la amenazadora lectura del poema, y firme en su propósito, desenvainó el manuscrito homicida. En el mismo instante, Godoy, que atendía poco á nosotros y parecía estar pensando cosas muy graves, volvióse bruscamente hacia la mesa, y empezó á hojear de nuevo los papeles.

D. Celestino me miró, y yo miré á D. Celestino.

Así transcurrió un minuto, al cabo del cual el Príncipe dirigióse hacia nosotros y dijo, señalando unas sillas:

—Siéntense ustedes.

Después siguió en su investigación de papeles. Sentados en nuestros asientos el cura y yo, nos hablábamos en voz baja.

—Para exponerle tu pretensión—me dijo el tío de Inés—, debes esperar á que yo lea mi poema, en lo cual, con la pausa conveniente, no tardaré más que hora y media. El admirable efecto que le ha de producir la audición de los versos clásicos, á que es tan aficionado, le predispondrá en tu favor, y no dudo que te concederá cuanto le pidas.

Después de otro rato de espera, un oficial entró para dar un despacho al Príncipe. Este le abrió al punto, y después que lo hubo leído con mucha ansiedad, dejólo sobre la mesa y se dirigió hacia D. Celestino.

—Dispénseme usted—dijo—mi distracción. Hoy es día para mí de ocupaciones graves é inesperadas. No pensaba recibir á nadie en audiencia, y si le mandé entrar á usted fué porque sabía no es de los que vienen á pedirme destinos.

D. Celestino se inclinó en señal de asentimiento, y yo dije para mí: «Lucidos hemos quedado». Después dirigióse Su Alteza á mí, y me dijo:

—En cuanto al poema latino que este joven ha compuesto, ya tengo noticias de que es una obra notable. Persista usted en su aplicación á los buenos estudios, y será un hombre de provecho. No puedo hoy tener el gusto de conocer el poema; pero ya me habían hablado de usted con grandes encomios, y desde luégo formé propósito de que se le diera á usted una plaza en la oficina de Interpretación de Lenguas, donde su precocidad sería de gran provecho. Sírvase usted dejarme su nombre...

D. Celestino iba á contestar, rectificando el error; pero su turbación se lo impidió. Antes que mi compañero pudiera decir una palabra, levantéme yo, y extendiendo mi nombre sobre un papel que en la mesa encontré, ofrecílo respetuosamente al Príncipe, que concluyó así:

—Ruego á ustedes que tengan la bondad de retirarse, pues mis ocupaciones no me permiten prolongar esta audiencia.

Hicimos nuevas cortesías; D. Celestino balbució las fórmulas pomposas propias del caso, y salimos del despacho del Príncipe. Al pasar por la sala donde esperaban con impaciencia los demás pretendientes, el ujier lanzó esta terrorífica exclamación: «¡No hay audiencia!».

Al encontrarse en la calle, el buen cura, recobrando la serenidad de su espíritu y la soltura de su lengua, me dijo con cierto enojo:

—¿Por qué no le dijiste tú que el poema no era tuyo, sino mío?

No pude menos de soltar la risa viéndole picado en su amor propio, y considerando el extraño resultado de nuestra visita al Príncipe de la Paz.

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