XII

Al fin entró en el cuartel la comitiva, y el populacho, azuzado sin cesar por los lacayos palaciegos, tuvo el sentimiento de no poder mostrar su heroísmo con el éxito que deseara. Alguno de los más celosos entre tan bravos campeones salió malherido á consecuencia de que todas las piedras lanzadas contra el Ministro no seguían la dirección dada por la mano que las tiraba. Digo esto, porque en el momento en que Santurrias se encaramaba sobre los hombros de dos palurdos para poder asestar un golpe certero al infeliz mártir, recibió una peladilla de arroyo sobre la ceja derecha con tanta fuerza, que el benemérito sacristán cayó al suelo sin sentido. Al punto, los que más cerca estábamos, Lopito y yo, corrimos en su ayuda, y en unión de otras dos personas caritativas, llevamos aquel talego á su casa, pues Santurrias vivía pared por medio con mi buen amigo D. Celestino del Malvar. Luégo que este vió entrar á su subalterno tan malparado, cruzó las manos y dijo:

—Castigo de Dios ha sido, por las muchas blasfemias de este hombre y su abominable complicidad con los enemigos del Estado. No es esta ocasión de demostrar cólera, sino blandura: aquí estoy yo para curarle y asistirle, pues prójimo es, aunque un grandísimo bribón. Dejadle ahí sobre una estera, que yo prepararé las bizmas y el ungüento, con lo cual quedará como nuevo. Ánimo, amigo Santurrias, ¿estáis encandilado todavía? ¿Queréis que saque una de aquellas botellas que tanto deseáis? Tía Gila—añadió, dando una llave á la mujer que le servía—abra usted la alacena y saque al punto una de las que dicen La Nava, seco, para ver si con la perspectiva de ella se reanima un tantico este buen hombre. Y vosotros, chiquillos—prosiguió dirigiéndose á los cuatro hijos de Santurrias, que exhalaban plañideros hipidos en torno al desmayado cuerpo de su padre—, no lloréis, que esto no es más que un rasguño alcanzado por este buen hombre en alguna disputa. No lloréis, que vuestro padre vive y estará sano dentro de una hora... Y si muriese, yo os prometo que no quedaréis huérfanos, porque aquí me tenéis á mí, que os he de amparar como un padre. Vamos, chiquillos, aquí no servís más que de estorbo. Idos á jugar... Vaya, para que os quitéis de en medio, os permito que toquéis un poquito las campanas, picarones..., id á la torre; pero no toquéis fuerte: tocad á sermón ó á completas.

Como se levanta la bandada de pájaros, sorprendida por el cazador, así volaron fuera del cuarto los cuatro muchachos, y un instante después todas las viejas del pueblo salían á sus puertas y balcones, diciéndose unas á otras: «Señora doña Blasa, esta tarde tenemos sermón y completas. Buena falta hace, á ver si se acaban pronto estas herejías».

Santurrias, que había perdido mucha sangre, recobró algo tarde el completo uso de sus eminentes facultades, y al abrir á la luz del día sus ojos, permaneció como atontado por un buen rato hasta que fué devuelto á su lengua el don de la facundia.

—¡Que lo ahorquen!—dijo—. Que nos lo den; que lo echen hacia acá, y nosotros le enjusticiaremos. Despachemos primero á los guardias de á caballo, y dimpués á él... No arrempujar, señores. Darle onde le duela. Pincha tú por bajo, Agustinillo, que yo con esta almendra le echo la puntería en metá la nariz. ¡Mil demonios! ¿Quién tira piedras?... ¡Muerto soy!

—No, yerba ruin: vivo estás—dijo D. Celestino, aplicándole una venda á la herida—. Mira esto que he puesto delante. Es una botella de aquellas que deseabas, borracho; tuya será cuando te pongas bueno, si prometes no decir disparates.

Después nos preguntó que en qué refriega había acontecido tan funesto percance, y Lopito y yo, cada cual con distinta manera y estilo, le contamos lo que había sucedido: el encuentro del Príncipe, su prisión y su suplicio por las calles del pueblo.

—Corro allá, voy al instante—exclamó fuera de sí D. Celestino—. Es mi bienhechor, mi amigo, mi paisano, y aun creo que pariente. ¿Cómo he de desampararle en su desventura?

Quisimos disuadirle de tan peligroso intento; pero él no reparaba en obstáculos ni menos en el riesgo que corría, haciendo pública ostentación de sus sentimientos humanitarios en favor del desgraciado valido. Nada le convencía, y después que dejó á Santurrias muy bien vendado, y ya algo repuesto de su malestar, tomó el manteo, vistióse á toda prisa y fué en dirección del cuartel.

—No se exponga usted—le decía yo por el camino—. Mire que son unos bárbaros, y en cuanto usted demuestre que es amigo del Príncipe, no respetarán ni sus canas ni su traje.

—¡Que me maten!—contestó—. Quiero ver al Príncipe... ¡Cuando me acuerdo de lo que me quería ese buen señor!... ¡Ah! Gabrielillo: lo que está pasando es espantoso y clama al cielo. Pase que algunos estén descontentos de su gobierno; pase que le tengan otros por mal ministro, aunque yo creo que es el mejor que hemos tenido desde hace mucho tiempo; se puede perdonar que sus enemigos le quieran derribar y le insulten; se comprende que dichos enemigos, en un momento de coraje, le prendan, le arrastren, le ahorquen; pero, hijo, que esto lo hagan los mismos á quienes ha favorecido tanto; los que sacó de la miseria; los que de furrieles trocó él en capitanes, y de covachuelos en ministros; los que han vivido á su arrimo, y han comido sobre sus manteles, y le han adulado en verso y en prosa... ¡Ah!, esto no tiene perdón de Dios, y menos si se considera que se han valido para esto de los mismos lacayos, cocineros y criados de los infantes... Hijo mío, me parece que veo la corona de España paseada por los patanes y los majos en la punta de sus innobles garrotes.

Llegamos al cuartel, cuya puerta estaba bloqueada por el populacho. D. Celestino se abrió paso difícilmente. Algunos preguntaron con sorna: «¿Adónde va el padrito?», y él, dando codazos á diestro y siniestro, repetía: «Quiero ver á ese desgraciado, mi amigo y bienhechor».

Muy mal recibidas fueron estas palabras; pero al fin, más que la exaltada pasión pudo el tradicional respeto que al pueblo español infundían los sacerdotes.

—Hijos míos—les decía—, sed caritativos; no seáis crueles ni aun con vuestros enemigos.

La turba se amansó, y D. Celestino pudo abrirse calle por entre dos filas de garrotes, navajas, escopetas, sables y puños vigorosos, que se apartaban para darle paso. Yo estaba muy asustado viéndole entre aquella gente, y mi viva inquietud no se calmó hasta que le consideré sano y salvo dentro del cuartel.

Y los cuatro hijos de Santurrias seguían tocando á sermón y completas, y la iglesia se llenaba de viejas que, al tomar agua bendita, se saludaban diciendo: «Creo que aún no ha concluido todo, y que tendremos esta tarde otra jaranita». Y el segundo acólito, creyendo que la cosa iba de veras, encendió el altar, y preparó las ropas, y abrió los libros santos. Y dieron las tres, las tres y media, las cuatro, las cuatro y media, y el cura no parecía, y las viejas se impacientaban, y el segundo acólito se volvía loco, y los cuatro hijos de Santurrias seguían tocando.

Y yo fuí también á la iglesia, y sentado en un banco reflexioné detenidamente sobre la inestabilidad de las glorias humanas, hasta que al fin, observando que la impaciencia de las beatas llegaba á su último extremo, y que empezaban á entablar diálogos pintorescos para matar el fastidio, salí en busca de mi amigo. Encontréle muy á punto en el momento en que regresaba del cuartel. Su rostro era cadavérico; su habla, trémula.

—¡Ah, Gabriel!—me dijo—. Vengo traspasado de dolor. Allí sobre unas fétidas pajas, cubierto de sangre y pidiendo á voces la muerte, está el que ayer gobernaba dos mundos. Ni un alma compasiva se acerca á darle consuelo. Ayer cien mil soldados le obedecían, y hoy hasta los furrieles se ríen de su miseria. No creí que todo se pudiera perder tan pronto; pero ¡ay, hijo!, el hombre es así. Gusta mucho de las caídas, y el día en que un poderoso de la tierra viene al suelo siempre es un día feliz.

—Sosiéguese usted—le dije—. Usted no recordará que mandó tocar á sermón y á completas. La iglesia está llena de gente. No hay más remedio sino subir al púlpito.

—Hablé con él—prosiguió sin hacerme caso—. El corazón se me parte recordándolo. Desde anteanoche hasta esta mañana estuvo en un desván, envuelto en un saco de esteras, muerto de hambre y de sed. La horrorosa calentura le devoraba de tal modo, que prefirió la muerte. Por eso salió el infeliz. ¡Pobre amigo mío! Yo le dije: «Señor, si cada uno de los que han recibido un beneficio de Vuestra Alteza le hubiera echado una gota de agua en la boca, su sed se habría apagado». Él me miró con expresión de agradecimiento, y no dijo más; pero á mí se me caían las lágrimas. Todo esto ha sido obra del príncipe de Asturias y de sus amigos. Bien claro se ve. Cuando el Príncipe fué de orden de su padre á calmar al pueblo para que no despedazara al infeliz prisionero, los amotinados le aclamaban y obedecían. Y esto no ha de parar aquí. Ellos quieren la abdicación del Rey, y viendo que esto no es fácil de conseguir, tratan de irritar más al populacho para que don Carlos coja miedo y suelte la corona. Ahora pusieron en la puerta del cuartel un coche de colleras, con lo cual ese bestia de pueblo creyó que el preso iba á ser puesto en salvo de orden del Rey. ¡Qué fácilmente se engaña á esos desgraciados! El ardid salió bien, porque la turba destrozó el carruaje, y después ha corrido hacia palacio dando vivas á Fernando VII.

—Ya me explicará usted detenidamente—repuse—. Ahora prepárese usted para ir á la iglesia, donde le aguarda una multitud de respetables señoras.

—¿Qué dices? Si no hay sermón esta tarde...

—Usted mandó á los cuatro muchachos que tocaran a...

—¡Es verdad, que inadvertencia!—dijo muy confundido—. Y están allí esas buenas señoras, doña Robustiana, doña Gumersinda, doña Nicolasa la del escribano. ¡Oh! ¿Qué dirá Nicolasa si no predico?

—Es preciso que usted haga un esfuerzo.

—Si no tengo ideas, si no sé qué decir. No puedo apartar mi mente del espectáculo que he visto. ¡Ah! ¡Cuánto me quería! ¡Si vieras cómo me apretó la mano! Yo lloraba á moco y baba. Si á él se lo debo todo... Él fué mi amparo, él me dio este beneficio á los catorce años de haberlo pedido, en seguida, como quien dice. Y lo mejor es que sin merecimientos por parte mía... No, no puedo predicar..., estoy atontado... Esos endiablados muchachos todavía no cesan de tocar á sermón... ¡Oh!, tendré que hacer un esfuerzo.

D. Celestino, comprendiendo la necesidad de no desairar á sus feligresas, entró en su iglesia y oró un poco, recogiendo su espíritu. Después subió al púlpito y predicó un sermón sobre la ingratitud.

Todas las viejas lloraron.

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