XIII

Ya era de noche cuando me avisaron que á las diez salía un coche para Madrid. Resolví partir, y por hacer tiempo hasta que llegase la hora de la marcha, fuí á la taberna. Como en los días anteriores, el gentío era inmenso, los trajes pintorescos y variados, las voces animadas (aunque ya enronquecidas por el patriotismo), los gestos elocuentes, las patadas clásicas, los pellizcos propinados á Mariminguilla infinitos, el vino más aguado que el día anterior, pues por algo disfruta Aranjuez el beneficio de dos copiosos ríos.

Lopito y Cuarta y Media me convidaron á beber con demostraciones de entusiasmo, y el primero de aquellos consecuentes hombres políticos me dijo:

—Hoy sí que nos hemos lucido, Gabrielillo. Aquí me está diciendo el señor Cuarta y Media que esta noche ponen al príncipe de Asturias, de modo que hemos de ir á darle vivas al balcón.

Pujitos distrajo mi atención, hablándome de que pensaba organizar una compañía de buenos españoles que desfilaran por delante del palacio en marcial formación como la tropa con objeto de hacer ver á los Reyes que el pueblo sabe dar media vuelta á la izquierda lo mismo que el ejército. ¡Qué predestinación! ¡Qué genio! ¡Qué mirada al porvenir! Yo contesté á Pujitos, excusándome de formar parte de tan brillante escuadrón, por serme indispensable marchar del Sitio aquella misma noche.

Había oscurecido. Mariminguilla colgó el candil de cuatro mecheros para la completa, aunque pálida, iluminación de la escena, y aún me encontraba yo allí, cuando llegó la feliz, la anhelada noticia. Algunos entraron diciéndolo, y no se les dio crédito; otros salieron á averiguarlo, y tornaron al poco rato confirmando tan fausto suceso; y por fin un grupo, el más bullicioso, el más maleante, el más entrometido de todos los grupos de aquellos días, la comparsa de cocineros vestidos de patanes manchegos y de pinches convertidos en majos, entró anunciando con patadas, manoplazos, berridos y coces, que la corona de España había pasado de las sienes del padre á las del hijo. No dejaban de tener razón al entusiasmarse aquellos angelitos, porque en apariencia ellos lo habían hecho todo.

Comunicada por tan brillante pléyade la noticia, no podía menos de ser cierta, y en prueba de que los patres conscripti la creyeron, allí estaban los mil cascos de los vasos rotos en el momento en que se convencieron del cambio de monarca. También Mariminguilla tenía en sus brazos señales evidentes del alborozo fernandista, pues se redoblaron los pellizcos. La multitud, espoleada por Pujitos, partió á los alrededores de palacio á pedir que saliese el nuevo Rey para vitorearle, y la taberna quedó desocupada en dos minutos. Pueblo y soldados, mujeres y chiquillos, todos se unieron al alegre escuadrón: su paso era marcha y baile y carrera á un mismo tiempo, y su alarido de gozo me habría aterrado, si hubiese yo sido el príncipe en cuyo loor entonaban himno tan discorde las gargantas humedecidas por el fraudulento vino del tío Malayerba.

No quise ver ni oir más aquello, y fuí á despedirme del incomparable D. Celestino, á quien hallé en el cuarto de Santurrias, ocupado aún en bizmarle y curar sus heridas. luégo que puso fin á esta operación, se ocupó en acostar á los cuatro muchachos campaneros, los cuales, fatigados de la batahola de aquel día, yacían medio dormidos sobre el suelo. Era preciso desnudarles como á cuerpos muertos, y al mismo tiempo hacerles comer las sopas de ajo que la tía Gila había traído en una gran cazuela. D. Celestino, teniendo sobre sus rodillas al más pequeño de aquellos diablillos, le acercaba la cuchara á la boca, esforzándose en introducirla por entre los apretados dientes. Después, procurando despabilarle, decía:

—Vamos ahora á rezar todos el padrenuestro. Si vieras, Gabrielillo—añadió dirigiéndose á mí—, ¡cómo me han mortificado estos cuatro enemigos! Uno me ponía rabos de papel en la sotana; otro tendía una cuerda desde la cama á la mesa para que al pasar me enredara las piernas y cayese al suelo; otro calentó la llave de la alacena y me abrasé los dedos cuando fuí á abrir; y por último, con mi sombrero hicieron un muñeco que decían era el Príncipe de la Paz, y después de arrastrarle por el patio, iban á meterle en el fogón para quemarlo. Afortunadamente, la tía Gila acudió á tiempo. ¡Pero qué han de hacer, si ya no hay autoridad, ni se obedece á los superiores! Me parece que ahora van á venir tiempos muy calamitosos. Si cada vez que se les antoje quitar á un ministro, salen gritando los cocheros de los príncipes con unas cuantas docenas de labriegos y soldados de la guarnición, de antemano seducidos, vamos á estar con el alma en un hilo. Gabriel, aquí para entre los dos, ¿no es indecoroso, humillante, indigno que un príncipe de Asturias arranque la corona de las sienes de su padre, amedrentándole con los ladridos de torpes lacayos, de ignorantes patanes, de bárbaros chisperos y de una soldadesca estúpida y sobornada? ¡Ah! Si yo no fuera un hombre corto de genio, y lo hubiera tenido para decirle al Príncipe de la Paz lo que se fraguaba; si él, siguiendo mis consejos, hubiera puesto á la sombra á tres ó cuatro pícaros como Santurrias y otros... Porque créelo, hijo: este borrachón es, según me han dicho, el que ha embaucado á medio pueblo para hacerle tomar parte en el alboroto...; por supuesto que ha corrido dinero de largo. Yo de buena gana castigaría á este hombre execrable, á este pérfido sacristán; pero ¿cómo he de dejar sin pan á un viudo con cuatro hijos? Ya ves: se me parte el corazón al considerar que estos angelitos andarán por las calles pidiendo una limosna... Lo que antes te he dicho es cierto... El vulgo, esa turba que pide las cosas sin saber lo que pide, y grita viva esto y lo otro, sin haber estudiado la cartilla, es una calamidad de las naciones, y yo, á ser rey, haría siempre lo contrario de lo que el vulgo quiere. La mejor cosa hecha por el vulgo resulta mala. Por eso repito yo siempre con el gran latino: Odi profanum vulgus et arceo... et arceo, y lo aparto..., et arceo, y lo echo lejos de mí..., et arceo, y no quiero nada con él.

Concluida esta filípica, me abrazó deseándome mil felicidades, y haciéndome jurar que le enteraría puntualmente de la situación de Inés. Salí al fin de su casa y del pueblo, y cuando el coche que me conducía pasó por la plaza de San Antonio, sentí la algazara del pueblo agolpado delante de palacio. Sus gritos formaban un clamor estrepitoso que hacía enmudecer de estupor á las ranas de los estanques y asustaba á los grillos, pues unas y otros desconocían aquella monstruosidad sonora que tan de improviso les había quitado la palabra.

El pueblo vitoreaba al nuevo Rey. El plan concebido en las antecámaras de palacio había sido puesto en ejecución con el éxito más lisonjero. Todo estaba hecho, y los cortesanos que desde los balcones contemplaban con desprecio el entusiasmo de la fiera, tan brutal en su odio como en su alegría, no cabían en sí de satisfacción, creyendo haber realizado un gran prodigio.

En su ignorancia y necedad no se les alcanzaba que habían envilecido el trono, haciendo creer á Napoleón que una nación donde príncipes y reyes jugaban la corona á cara y cruz sobre la capa rota del populacho, no podía ser inexpugnable.

Hasta que nuestro coche no se internó mucho por la calle Larga no dejamos de oir los gritos. Aquel fué el primer motín que he presenciado en mi vida, y á pesar de mis pocos años entonces, tengo la satisfacción de no haber simpatizado con él. Después he visto muchos, casi todos puestos en ejecución con los mismos elementos que aquel famosísimo, primera página del libro de nuestros trastornos contemporáneos; y es preciso confesar que sin estos divertimientos periódicos, que cuestan mucha sangre y mucho dinero, la historia moderna de la heroica España sería esencialmente fastidiosa.

Pasan años y más años: las revoluciones se suceden, hechas en comandita por los grandes hombres y por el vulgo. sin que todo lo demás que existe en medio de estas dos extremidades se tome el trabajo de hacer sentir su existencia. Así lo digo yo hoy, á los ochenta y dos años de mi edad, á varios amigos que nos reunimos en el café de Pombo, y oigo con satisfacción que ellos piensan lo mismo que yo. Don Antero, progresista blindado, cuenta la picardía de O’Donnell el 56; don Buenaventura Luchana, progresista fósil, hace depender todos los males de España de la caída de Espartero el 43; don Aniceto Burguillos, que fué de la Guardia Real en tiempo de María Cristina, se lamenta de la caída del Estatuto. Reúnense junto á nuestra mesa algunos jóvenes estudiantes, varios capitanes y tenientes de infantería, y no pocos parásitos de esos que pueblan los cafés, probándonos que son tan pesados de pretendientes como de cesantes. Todos nos ruegan que les contemos algo de las felicidades pasadas para edificación de la edad presente, y sin hacerse de rogar, cuenta don Antero la del 56; don Buenaventura se conmueve un poco y relata la del 43; don Aniceto da doce puñetazos sobre la mesa, mientras narra la del 36, y yo, mojando un terroncito de azúcar y chupándomelo después, les digo con este tonillo zumbón que no puedo remediar: «Ustedes han visto muchas cosas buenas; ustedes han visto la de los grandes militares, la de los grandes civiles y la de los sargentos; pero no han visto la de los lacayos y cocheros, que fué la primera, la primerita y sin disputa la más salada de todas».

Share on Twitter Share on Facebook