XVII

Al siguiente día, D. Mauro se desvivió obsequiando á su sobrina; pero tan ramplonamente lo hacía, que cada una de sus finezas era una gansada, y cada movimiento una coz.

—Restituta—decía—, no quiero que trabaje la muchacha. ¿Oyeslo, hermana? Inés es mi sobrinita, y todo es para ella. Si hace falta coser, aquí tengo yo mi dinero para pagar costureras. Sácame el vestido nuevo, que me lo quiero poner todos los días, y quiero estar en la tienda con él..., y no me pongas más olla con cabezas de carnero, sino que quiero carne de vaca para mí y para este angelito de mi sobrina..., y lo que es el collar que tengo apalabrado, lo compro hoy mismo..., y aquí no manda nadie más que yo..., y voy á traer un fortepiano para que Inés aprenda á tocar..., y la voy á llevar en coche á la Florida..., y si entra mañana el nuevo Rey, como dicen, hemos de ir todos á verle, y yo con mi vestido nuevo y mi sobrinita agarrada del brazo, ¿no verdá, prenda?

Restituta quiso protestar contra estos despilfarros; pero amoscóse su hermano, y no hubo más remedio que obedecer, aunque á regañadientes. Merced á la enérgica resolución del amo de la casa, vióse la trastienda honrada con inusitados y allí nunca vistos platos, aunque doña Restituta, firme en su adhesión al antiguo régimen, no probó de ninguno.

—Hermana—le decía D. Mauro—, ya estoy de miserias hasta aquí. Nada, no más trabajar. ¿Ves esta gallina, Inesilla? Pues te la tienes que comer toda sin dejar ni una tripa, que para eso la he comprado con mi dinero. Y aquí te tengo un guardapiés de raso verde con eses de terciopelo amarillo que te has de poner mañana si vamos á ver entrar al Rey... Y también te has de poner unos zapatos azules y unas mediecitas encarnadas con rayas negras..., y también le tengo echado el ojo á una escofieta que lo menos lleva catorce varas de cinta de varios colores... Conque á ponerse guapa..., porque lo mando yo.

—Buenas cosas le estás enseñando á la niña—dijo doña Restituta, dirigiendo oblicuamente los ojos á las prendas indicadas, que acababan de traer á la tienda.

En efecto, señores la generosidad de D. Mauro era tan bestial como su tacañería y salvajismo; así es que su empeño en que Inés se vistiera con tan chabacano y ridículo traje, fué uno de los mayores tormentos que padeció la huérfana durante su encierro.

—Esta tarde—continuó el tío—voy á traer dos ciegos para que toquen, y puedas bailar cuanto quieras, Inesilla. Yo quiero que bailes lo menos tres horas seguidas, y así has de hacerlo, porque yo lo mando..., y aquellos pendientes de á cuarta que están arriba, y son nuestros, porque no han venido á desempeñarlos, te los pondrás en tus lindas orejitas.

—Sí, para ella estaban—dijo con avinagrado gesto Restituta—. ¡Dos pendientes de filigrana de oro, largos como badajos de campana, y que pertenecieron á una camarista de la reina doña Isabel de Farnesio! Hermano, tengamos la fiesta en paz.

—Aquí no manda nadie más que yo—exclamó Requejo, haciendo retemblar de un puñetazo el cajón que servía de mesa.

Como es de suponer, Inés se resistió á ponerse los vestidos de sainete comprados por D. Mauro, lo cual puso de mal humor al buen comerciante, quien no tuvo sosiego durante todo aquel día, y se quitó y puso repetidas veces el traje nuevo, jurando que en su casa nadie mandaba más que él.

Al lector habrá sorprendido una circunstancia, y es que en tres días que llevaba yo de permanencia en la funesta casa, no pudiese ni una vez tan sólo hablar con Inés. La suspicacia del ama era tan atroz y tan previsora, que siempre que bajaba del entresuelo á la trastienda, como no fuera en la hora tristísima de la comida, la dejaba encerrada, guardando la llave en su profundo bolsillo. Esto me desesperaba, quitándome toda esperanza de salvar á la pobre huérfana, hasta que un día, resuelto á comunicarme con ella, aceché la ocasión en que doña Restituta estaba desplumando á unos infelices en el despacho de los préstamos, y acercándome á la puerta del encierro, la llamé muy quedamente. Sentí el roce de su vestido, y su voz me preguntó:

—Gabriel, ¿eres tú?

—Sí, Inesilla de mi corazón. Hablemos un poquito; pero no alces la voz. Haré mucho ruido con la escoba para que no nos oigan.

—¿Cómo has venido aquí? Di, Gabrielillo, ¿me sacarás tú?

—Reina, aunque aquí hubiera cien mil Requejos y ochocientas mil Restitutas, te sacaría. No llores ni te apures. Pero di, picarona, ¿me quieres ahora menos que antes?

—No, Gabriel—me contestó—.Te quiero más, mucho más.

Hice mucho ruido y dí mil besos á la puerta.

—Toca con tus dedos en la puerta para que yo sienta—dije.

Inés dio algunos golpecitos en la madera, y después me interrogó:

—¿Tardarás mucho en sacarme? Escribe á mi tío para que venga por mí.

—Tu tío no conseguiría nada de estos cafres. Espera y confía en mí. Chiquilla, hazme el favor de besar la puerta.

Inés besó la puerta.

—Yo te sacaré de esta casa, prenda mía, ó no soy Gabriel—le dije—. Haz por no disgustarles. Si te quieren sacar de paseo, no te resistas. ¿Oyes bien? Déjame á mí lo demás. Adiós, que viene la culebra.

—Adiós, Gabriel. Estoy contenta.

Ambos besamos la barrera que nos separaba, y el diálogo acabó, porque consumado en el despacho de los préstamos el asesinato pecuniario, salieron las víctimas, y tras ellas doña Restituta, radiante de ferocidad avariciosa. En su cara se conocía que había hecho un buen negocio.

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