XVIII

Aquella noche vino á la tertulia de la trastienda, además del señor de Lobo, doña Ambrosia de los Linos, tendera de la calle del Príncipe, á quien mis lectores, si no me engaño, tienen el honor de conocer, pues algo me parece que figuró en los sucesos que conté anteriormente. Su difunto esposo había sido compañero de D. Mauro en el cargamento y arrastre de fardos y mercancías, y desde entonces entre ambas familias quedó establecida cordial amistad. Reconocióme doña Ambrosia, mas no dijo nada que pudiese desfavorecerme en el concepto de mis nuevos amos; y cuando se hubo sentado, operación no muy fácil, dados su volumen y la estrechez de los asientos, soltó la sin hueso en estos términos:

—¿Cómo es eso, Restituta; cómo es eso, D. Mauro?... ¿Conque no han ido ustedes á ver la entrada de los franceses? Pues, hijos, les aseguro que era cosa de ver. ¡Qué majos son, válgame el santo Ángel de la Guarda!... ¡Pues digo, si da gloria ver tan buenos mozos!..., y son tantos, que parece que no caben en Madrid. Si viera usted, D. Mauro, unos que andan vestidos al modo de moros, con calzones como los maragatos, pero hasta el tobillo, y unos turbantes en la cabeza con un plumacho muy largo. ¡Si vieras, Restituta, qué bigotazos, qué sables, qué morriones peludos y qué entorchados y cruces! Te digo que se me cae la baba... Pues á esos de los turbantes creo que los llaman los zamacucos. También vienen unos que son, según me dijo don Lino Paniagua, los tragones de la guardia imperial, y llevan unas corazas como espejos. Detrás de todos venía el general que los manda, y dicen está casado con la hermana de Napoleón... Es ese que llaman el gran duque de Murraz ó no sé qué. Es el mozo más guapo que he visto..., ¡y cómo se sonreía el picarón mirando á los balcones de la calle de Fuencarral! Yo estaba en casa de las primas, y creo que se fijó en mí. ¡Ay, hija, qué ojazos! Me puse más encarnada... Por ahí andan pidiendo alojamiento. A mí no me ha tocado ninguno, y lo siento; porque la verdad, hija, esos señores me gustan.

—Gracias á Dios que tenemos rey—dijo D. Mauro—. Y usted, doña Ambrosia, ¿ha vendido mucho estos días? Porque lo que es de aquí no ha salido ni una hilacha.

—En mi casa ni un botón—contestó la tendera—. ¡Ay, hijito mío! Ahora, cuando ese saladísimo Rey que tenemos arregle las cosas, hay esperanzas de hacer algo. ¡Qué tiempos, Restituta, qué tiempos! Pero no saben ustedes lo mejor. ¿No saben ustedes la gran noticia?

—¿Qué?

—Que mañana hará su entrada triunfal en Madrid el nuevo Rey de España, señor don Fernando el Séptimo.

—Ya lo sabe hoy todo Madrid.

—Pues no nos quedaremos sin ir á verle: óyelo tú, Restituta; óyelo tú, Inés—dijo Requejo—. Mañana no se trabaja.

—Yo, primero me aspan que dejar de ir á verlo—dijo doña Ambrosia—. Los primos han salido esta noche al camino de Aranjuez para esperarle. ¡Ay qué alegría, señor D. Mauro! ¡Si viviera mi esposo para verlo! Él, que me decía: «Mientras duren este Rey y esta Reina de tres al cuarto, no tendremos un gobierno ilustrado». Mañana va á ser un día de alegría. Yo tengo un balcón en la calle de Alcalá, y ya hemos encargado al valenciano media docena de ramos de flores para apedrear con ellas á Su Majestad cuando pase.

—Nada, lo dicho, dicho—exclamó D. Mauro—: si esta no quiere ir, que se quede en la tienda. Inés me coserá la manga del casaquín que se me rompió ayer cuando me lo quité... Veremos qué tal sabe Gabriel hacer el coleto... Por supuesto, Inesilla, si quieres coger uno de esos frascos de agua de clavel que tienes á mano derecha, puedes hacerlo. Todo es para ti.

Así siguió la conversación sin ningún incidente notable en lo sucesivo, por lo cual la omito, pues supongo al lector poco interesado en conocer la historia de la enfermedad que padeció el esposo de doña Ambrosia, trágico acontecimiento que ella refirió. Los únicos personajes siempre mudos en aquellas tertulias, además de un servidor de ustedes, eran Inés y el señor Juan de Dios, este último por ser hombre de pocas palabras, como he dicho.

Llegó el día 24 de marzo, y la cabeza de D. Mauro, peinada por mí, salió á competir con el sol en brillo y hermosura. Doña Restituta, que no pudo resistir á las súplicas de su hermano, frotóse con una toalla el apergaminado forro de su cara hasta sacarse lustre, y después se puso el mismo clásico traje con que por primera vez se presentó á mis ojos en Aranjuez. Por más que D. Mauro atronó la casa, no pudo conseguir que Inés se disfrazara con el guardapiés verde, las medias encarnadas, las azules botas y la escofieta que su vanidoso tío compró para adornar dignamente á la que consideraba como futura esposa. Negóse la muchacha ser objeto de una fiesta pública, y al fin, para decidirla á salir, la permitieron vestirse con su ropa de luto. Luégo que los tres estuvieron apercibidos, encargaron á Juan de Dios el cuidado de la casa, y D. Mauro me dijo gravemente:

—Gabriel, hoy es día de descanso. Vente con nosotros: con eso me enderezarás el rabo del coleto si se me tuerce, y me ayudarás á ponerme los guantes cuando pase Su Majestad, pues hasta ese momento no quiero meter mis manos en tal inquisición. ¿Qué te parece? ¿Voy bien? Tira de ese faldón que está arrugado. Mira, chiquillo, haz el favor de meter bonitamente tu mano por entre la casaca y la chupa hacia la espalda, y rascarme en esa paletilla derecha, que no parece sino que se ha juntado ahí un regimiento de pulgas... Así..., así...; basta ya.

Dicho esto, y rascado el asno, tomé mi gorra y salimos. ¡Ay, Dios mío, cómo estaba esa Puerta del Sol, y esa calle Mayor, y esa calle de Alcalá! Mis lectores, cualquiera que sea su edad, habrán visto alguna de las solemnes entradas con que nos obsequia cada pocos años la historia contemporánea; de modo que para hacerles formar una idea de aquel gentío, de aquella algazara y de aquel júbilo, me bastará decirles que lo del 24 de marzo de 1808 no se diferenció de lo visto en años posteriores sino en la exageración del delirio.

De los balcones de las casas nobles pendían las ricas colgaduras de damasco con su ancho escudo y brillantes flecos, prendas vinculadas que hasta hace poco han lucido, ya marchitas y mermadas como el patrimonio de sus dueños, en alguna fiesta del Corpus. Las demás casas se engalanaban con lo que el entusiasmo de sus inquilinos había encontrado á mano, siendo considerable la cantidad de piezas de muselineta que un pueblo loco lanzó al aire de balcón á balcón en aquel memorable día. La multitud infinita de abanicos con que resguardaban del sol su cara los millares de damas asomadas á los balcones, ofrecía un aspecto sorprendente; y cuando la vista recorría panorama tan encantador, causábale cierto desvanecimiento el incesante ondular de los que se movían dando aire á sus dueñas. Aquel parlante dije español, en tan inmenso número reproducido, presentando alternativamente al sol una de sus caras, ya blanca, ya azul, ya roja, y adornado con lentejuelas de plata y oro, remedaba el aleteo de millares de pájaros pugnando por levantar el vuelo. Era un día de marzo de esos que parecen días de junio, privilegio de la corte de las Españas, que suele abrasarse en febrero y helarse en mayo. La naturaleza sonreía como la nación.

El abigarrado gentío que poblaba las calles se componía de todas las clases de la sociedad, abundando principalmente la manolería y chispería, hombres y mujeres, viejos y muchachos. Los ancianos inválidos y gotosos habían dejado el lecho, y sostenidos por sus nietos abríanse paso. Las viejas santurronas, que durante tantos años olvidaran todo camino que no fuera el de sus casas á la cercana iglesia, acudían también, llevadas de la devoción al nuevo Rey, y felicitándose unas á otras aturdían á los demás con el cotorreo de sus bocas sin dientes. Los niños no habían asistido á la escuela, ni los jornaleros al trabajo, ni los frailes al coro, ni los empleados á la covachuela, ni los mendigos á las puertas de las iglesias, ni las cigarreras á la fábrica, ni los profesores de las Vistillas dieron clase, ni hubo tertulia en las boticas, ni meriendas en la pradera del Corregidor, ni jaleo en el Rastro, ni colisión de carreteros en la calle de Toledo.

La muchedumbre, obligada por su colosal corpulencia á estarse quieta, se arremolinaba y estremecía como un monstruo atado. Agrietábase á veces aquella gran masa, pero el surco abierto era invadido por la corriente: de pronto crecía la aglomeración en un punto y se aclaraba en otro. El empuje era tremendo, y el retroceso tan peligroso, que había riesgo de ser hollado por las mil patas de la bestia. El zumbido con que aquel enjambre manifestaba sus impresiones, trastornaba el cerebro más fuerte: exclamaciones de alegría, diálogos entusiastas seguidos de abrazos generosos, gritos de dolor á consecuencia de los callos aplastados, ó de indignación por cada sombrero que perdía su hechura, se unían á las donosidades de las majas, que arrojaban cáscaras de naranja sobre los petimetres, y á los lamentos de los mendigos haraposos y mutilados que, escurriéndose entre la multitud, aun allí imploraban la caridad enseñando una pierna leprosa ó una mano deforme.

Nosotros tuvimos que quedarnos en la Puerta del Sol. Una de las oscilaciones del gentío nos llevó hacia la acera que hoy une las calles de Espoz y Mina y Carretas; otra oscilación nos arrastró hacia la inclusa, que estaba entre las calles del Carmen y Preciados; y por último, un nuevo sacudimiento, haciéndonos pasar por ante Mariblanca, nos encaminó hacia el Buen Suceso, á cuya verja nos agarramos D. Mauro y yo para no ser nuevamente arrastrados á merced de aquel oleaje. Yo me alegraba de que esto sucediera, por si en alguna evolución quedábamos Inés y yo apartados de los Requejos; pero buen cuidado tenía D. Mauro de no separarse de su sobrina, y antes le hubiera roto el brazo que soltarla: tal era la fuerza con que su mano lagartijera tenía aprisionados los olivares de Jaén y las yeguadas de Córdoba.

Situados donde he dicho, aguardamos la aparición de aquel sol hespérico, de aquel iris de paz, de aquel príncipe Fernando, que este pueblo, á ser pagano, hubiera puesto en la jerarquía de sus dioses más queridos. En derredor nuestro zumbaban algunas viejas.

—¡Ay, mi señora doña Gumersinda!—decía una estantigua—. Dios y mi patrono san Serapio, ese bendito fraile de la Merced que es abogado contra los dolores de coyunturas, han querido que yo no mordiera la tierra sin ver este día.

—¡Ay, mi señora doña María Facunda!—contestaba otra—. Desde que entró en Madrid, al venir de Nápoles, el Sr. D. Carlos III, á quien ví desde este mismo sitio, no ha habido en Madrid una alegría semejante. ¿Pero usted no llora?

—¿Pues no me ve usted, señora doña Gumersinda? Bendito sea el Señor, que nos ha permitido ver este día. Al menos se morirá una con la alegría de que España sea feliz con ese gran Rey que Dios nos ha dado. ¡Pues pocos rosarios he rezado yo para que esto sucediera! Al fin la Virgen nos ha oído, y si nosotras no nos estuviéramos en la iglesia rogando día y noche, ya podía la nación esperar sentada su felicidad.

—¿Pero usted no ha visto al Príncipe, señora doña María Facunda? Si es el más rozagante, el más lindo mozo que hay en toda España y sus Indias. Yo le ví el día de la jura, y me parece que le tengo delante.

—No le he visto. Ya sabe usted, señora doña Gumersinda, que desde que reñí con aquel oficial de valonas que me quería tanto, allá cuando echaron á los jesuitas, no he vuelto á mirar á la cara á ningún hombre.

—¡Pero oiga usted: dicen que viene; ya está cerca!

En efecto: se oían las exclamaciones del gentío apelmazado en la calle de Alcalá, y muchos gritaban: «¡Ya viene por la Cibeles! ¡Ya viene por el Carmen Descalzo! ¡Ya viene por las Baronesas! ¡Ya viene por los Cartujos!».

Una voz conocida me hizo volver la cara. Pacorro Chinitas, el famoso amolador, cuyas opiniones no habréis olvidado, estaba detrás de mí disputando acaloradamente con una mujer del pueblo, gruesa, garbosa, de ojos vivos, lengua expedita y expeditísimas manos.

—¡Que en todas partes has de meter camorra, condenada mujer!—decía Chinitas—. Vete callando, que ya se me sube la mostaza á la nariz.

—No me da gana de callar—contestó la Primorosa, cruzándose en la cintura las puntas del pañuelo que le cubría los hombros—. ¿Pues qué, estamos en misa? Si ese señorito del tupé no se nos quita delante...

Un petimetre, que olía á jazmín, volvió la compungida cara pidiendo mil perdones á la emperatriz del Rastro.

—¡Eh, tío cata-caldos!—continuó la Primorosa, tirando por los faldones al currutaco—. ¡Quítese de ahí, que me estorba!

—Mujer, deja en paz á ese caballero. Mira que la armo.

—¡Sopa sin sal, endino!—exclamó la manola, mostrando sus dedos cuajados de anillos con piedras falsas—. ¡Pos pa qué quiero estas cinco manos de almirez! ¡Enriten á la Primorosa, y verán lo güeno! ¡Eh..., señor marqués del Barrilete!—añadió dirigiéndose á D. Mauro—, que me está usted metiendo por los ojos el rabo de su peluquín.

—Mujer—insistió Chinitas—, que donde quiera que vamos me has de avergonzar...

El petimetre se volvió hacia nosotros y dijo, infestándonos con los perfumes de su ropa:

—No se puede estar donde hay gente ordinaria.

—¿Qué es eso de gente ordinaria?—clamó la Primorosa, atropellando á los que tenía al lado para abalanzarse hacia el almibarado joven—. Ya..., á mí con esas. Pero si es el señor don Narciso Pluma. Eh, Nicolasa, Bastiana, Polonia: mira al señor de Pluma, al que la otra noche le emprestamos dos reales pa osequiar á las madasmas que llevó á tu casa... Señor marquesito de la olla vacía, menos facha y más comenencia con las señoras, porque yo soy muy reseñorona y muy requeteusía, y sé dar pa el pelo, y vivan los farolones de Madrid.

A este punto llegaba, cuando un rumor creciente indicó que el Príncipe estaba cerca. La Primorosa, con las majas que la seguían, trató de atravesar el gentío dando codazos y manotadas á derecha é izquierda.

—Ea, desapártense toos, que viene el sol del mundo. A un lao, á un laíto, señores. Bastiana, Nicolasa, quitaos las flores del pelo y vengan acá, que yo se las daré al lucero de las Españas. Míralo allá: viene á caballo por la Aduana.

A fuerza de empujones la Primorosa logró, ¡cosa inaudita!, despejar en torno suyo un breve espacio, donde campeaba sin obstáculo. Pero queriendo avanzar más aún, halló insuperable barrera en la persona de un majo decente que, con la capa en cuadril y el sombrero sobre la ceja, rechazaba varonilmente á cuantos intentaban adelantar hacia el centro de la carrera.

—¡Cómo!—dijo la maja con centelleante ira—. ¿Que no se pasa? ¿Y quién lo ice?...; ¿tú, Pujitos? Anda, y qué güeno me sabe.

—No se pasa—dijo Pujitos, que se esforzaba en poner á la multitud en fondo, en filas, en compañías, en batallones y en brigadas—. Póngase ca una en su puesto, y no ladrar. Orden, señores...; toos en fila. Primorosa: las mujeres á sus casas, y aquí denguna me levante el chillío.

—Pujitos de mi corazón—dijo la Primorosa con terrible ironía, clavando ambas manos en su cintura—. Si te requiero; si he venido por verte; si aquí vengo á pedirte de rodillas que me dejes pasar, y traigo un irgumento pa tu cara de peine viejo. ¿Quieres verlo? Pues toma.

Aún no lo había dicho, cuando rápida, fuerte y destructora como un ariete romano, la mano derecha de la maja voló en dirección de la cara de Pujitos, y el carrillo de este resonó con tremendo chasquido. Una risotada general fué el himno con que los circunstantes celebraron la desgracia de Pujitos, el cual, vacilando primero y desplomado después, fué á caer sobre un fraile, rompiéndole la escofieta á doña María Facunda y la escusabaraja á doña Gumersinda. La multitud hizo un movimiento: el oleaje corrió de un lado á otro, y Pujitos desapareció ante nuestra vista como un cuerpo que cae al mar.

La causa de aquel movimiento de la muchedumbre fué una nueva irrupción de carne humana en aquel recinto estrecho donde ya había tanta. Un destacamento de la Guardia Imperial, con Murat á la cabeza, apareció por la calle del Arenal. Figuraos un pié que se empeña en entrar en una bota donde ya hay otro pie. El gran duque de Berg, petulante y vanidoso, se obstinó en presentarse con sus tropas en la carrera por donde había de pasar el Rey, lo cual no tenía nada de culpable; pero lo hizo tan inoportunamente, y sus mamelucos y dragones vejaron de tal modo al pueblo madrileño, que algunos historiadores hacen datar desde aquella hora la general antipatía de que los franceses fueron objeto. La multitud es un río, cuyo nivel no puede subir cuando recibe el caudal de otro río, y tiene que acomodarse juntando carne con carne y hueso con hueso, hasta que desaparece la personalidad humana en el informe conjunto. Esto pasó cuando los franceses penetraron en la estrecha plaza, y una tempestad de silbidos, reconvenciones é insultos fué la primera manifestación del pueblo español contra los invasores. Entre tanto, el desconcierto crecía, la sofocación iba en aumento. D. Mauro bramó como un toro; doña Restituta lanzó un gemido desde el fondo de su angosto pecho...; pero la multitud olvidó sus penas, porque ya estaba cerca, ya venía, ya le veíamos en su caballo blanco, que apenas podía dar un paso; ya embocaba en la Puerta del Sol; ya se agitaban los abanicos; llovían ramos de flores; alzábase de la superficie de aquel inquieto mar un rumor espantoso; cruzaban el aire como pájaros desbandados millares de gorras, y los brazos convulsos sobresalían de las cabezas descubiertas; los pañuelos no eran bastante expresivos, y las capas eran desplegadas como banderas de triunfo.

Entonces la masa de gente que estaba en torno mío avanzó con irresistible empuje. D. Mauro y Restituta clavaron las uñas en las mangas del vestido de Inés, que se les escapaba; pero un jirón de tela se quedó en sus manos, é Inés en mis brazos. Miré á la derecha, y ví entre una aglomeración de cabezas el coleto de D. Mauro y el moño de doña Restituta, que huían llevados como despojos de naufragio sobre la espuma de aquel mar alborotado. Estábamos solos.

Inés y yo nos abrazamos, y el gentío, comprimiéndose después, estrechaba á Inés contra mí, como si de nuestros dos cuerpos hubiera querido hacer uno solo.

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