XX

Transcurrieron muchos días desde aquel, famoso por la entrada de nuestro soberano, sin que se alterara con ningún accidente la uniformidad de la casa de los Requejos.

Largo tiempo estuve sin poder hablar con Inés, aunque vivíamos tan cerca el uno del otro; pero el encierro en que la guardaba Restituta era cada vez más inaccesible, y la vigilancia llegó á ser un acecho implacable. D. Mauro estaba furioso algunas veces, otras triste, y sin duda en su rudeza no dejaba de comprender que era incapaz de hacerse amar por Inés. Su cólera no podía menos de derivarse de la conciencia de su brutalidad. Si no hubiera mediado el ambicioso interés, que era su alma, quizás D. Mauro habría sido naturalmente afable y hasta cariñoso con la que pasaba por su sobrina; pero la falta de educación, de delicadeza, de modales y de sentido común le perdía, haciéndole no sólo aborrecible, sino espantoso á los ojos de la misma á quien deseaba interesar.

Las dificultades para sacar á Inés del poder de los Requejos aumentaban de día en día con la suspicaz vigilancia de Restituta; pero esto no me desanimaba, y firme en mi honrado propósito, procuré por todos los medios posibles conquistar la benevolencia de los dos hermanos, fingiendo en mí gustos é inclinaciones iguales á las suyas. Yo aspiraba á una empresa más difícil que las doce de Hércules: aspiraba á conquistar el inexpugnable castillo de su confianza, donde jamás entrara persona alguna.

Para llegar á este fin, principié fingiéndome mezquino y avaro, cual si me consumiera, como á ellos, la mísera pasión del ahorro en su último delirio. Un día, después de haber barrido los pasillos y cuartos, me ocupaba en reunir el polvo y la tierra, recogiendo y guardando aquellos ingredientes en un gran cucurucho. Como esta operación la hacía yo de modo que doña Restituta me observase, preguntóme un día cuál era mi objeto, y le contesté:

—Pues qué, señora, ¿se ha de desperdiciar esta sustancia alimenticia?

—¿Cómo? ¿El polvo y la basura de los ladrillos, con las telarañas de los techos y el lodo de los zapatos, forman una sustancia alimenticia?

—Ya lo creo; y me asombra que usted no sepa que hay en Madrid un jardinero francés que compra todo esto para criar unas endemoniadas yerbas farmacéuticas que han inventado ahora.

—¿Qué me dices, Gabriel? Pues yo no sabía nada.

—Pues cuando yo estaba en la casa del señor duque de Torregorda, la señora Duquesa vendía esto todas las semanas, y por un paquete así le daban sus cuatro cuartos como cuatro soles.

Ella se regocijaba tanto con esto, que cuando yo, después de arrojar á un muladar el paquete, volvía entregándole los cuatro cuartos de mi fingida venta, me decía:

—Eres un chico de disposición, Gabriel; no he conocido otro como tú.

También fingía vender los cráneos de carnero que allí se consumían con frecuencia, los huesos de toda clase de frutas, los pedazos de papel, los cascos de vidrio, y hasta los pezones de los higos pasados, diciéndole que un boticario los compraba para hacer cierta droga venenosa. Cuando llegó el 20 de abril y me dieron los diez reales de mi salario, dije á doña Restituta:

—Señora, ¿para qué quiero yo todo ese dineral? Puesto que tengo todas mis necesidades satisfechas y no me falta nada, guárdemelo; y si algún día salgo de esta bendita casa (lo que ojalá no suceda nunca), me lo entregará junto. Guardadito quiero que esté como oro en paño, y primero me dejaré cortar las orejas que consentir en el gasto de un maravedí.

—¡Ay, Gabriel!—me contestó, rebosando satisfacción—, no he visto nunca un chico como tú. Bien es verdad que no en vano se pisa esta casa, donde reinan el orden y la economía. Eres un rapaz de provecho: si sigues trabajando, á vuelta de diez años tendrás reunidos sesenta duros; y si siempre persistes en tan buenas ideas, llegarás al fin de tu vida... (pongamos que vives sesenta años más...) con un capital de trescientos sesenta duros, que tendrás guardaditos y los enterrarás antes de morirte, para que ningún heredero holgazán se divierta con tu dinero.

Con estas y otras artimañas me hacía querer de mis amos, hasta el punto de que confiaban mucho en mí; pero á pesar de todo, no logré nunca adquirir la confianza suprema, que consistía para mí en ser encargado de la custodia de Inés, mientras ellos estaban fuera. ¡Ay!, cuando alguna vez permitían los hados que doña Restituta se ahuyentara del hogar doméstico, siempre era depositario de todas las llaves el impasible, el mecánico, el glacial mancebo.

Pero he hablado poco de este personaje, cuando en realidad debiera ocuparnos mucho, y urge dar de él completa idea. Juan de Dios era, sin género de duda, un excéntrico, pues también en aquella época había excéntricos. Un hombre que no habla, que ignora lo que es risa, que no da un paso más de los necesarios para trasladarse al punto donde están la pieza de tela que ha de vender, la vara con que la ha de medir, y la hortera en que ha de guardar el dinero; un hombre que en todas la ocasiones de la vida parece una máquina cubierta con la humana piel para remedar mejor nuestra libre, móvil é impresionable naturaleza, ha de llevar dentro de sí algo ignorado y excepcional. Sin embargo, al poco tiempo de conocer yo á Juan de Dios, ocurrió algún percance en el misterioso engranaje de las piezas de aquel mueble animado.

Por aquellos días, D. Mauro y doña Restituta habíanse comunicado con asombro su extrañeza por las frecuentes distracciones de Juan de Dios. Juan de Dios, que en veinte años no se equivocara nunca midiendo ó contando, contaba y medía como un mancebillo recién venido de la Alcarria. Aún había algo más alarmante. Juan de Dios se paseaba por la tienda sin hacer nada, lo cual era tan extraordinario como el choque de un planeta con otro; Juan de Dios preguntaba al parroquiano si quería poplín, cotepalis, organdís, madapolanes ó muselinetas, y en vez de traer lo pedido, daba media vuelta, rascándose la cabeza; iba á la trastienda, y salía después á preguntar de nuevo, porque se le había olvidado. Al mismo tiempo, Juan de Dios estaba más amarillo y más flaco, lo cual parecía imposible al que en sus buenos tiempos le hubiese conocido, y su mirada, siempre mortecina y tristona, como la llama de un candil que se apaga, indicaba últimamente una resignación, un dolor que no son susceptibles de descripción ni pintura.

Un día salieron los amos, encargándole como de costumbre la custodia de la casa. Inés, encerrada en su aposento, habló conmigo como Tisbe al través del muro, y en mi desesperación, no pudiendo ni verla ni sacarla de allí, discurrí que convenía explorar el corazón del mancebo, por si era posible ablandarle para que protegiera nuestra fuga. Bajé á la tienda, y después que hablamos un poco de cosas indiferentes, dije á Juan de Dios:

—¿No es un dolor, señor don Juan, que esa muchacha se muera de tristeza en ese cuartucho? ¿Por qué no la dejan suelta por la casa? ¿Acaso es alguna fiera?

Advertí en el semblante del mancebo un como estremecimiento ó vislumbre; después pareció que la poca sangre de su cuerpo se le agolpaba en la frente, y me habló así:

—Gabriel, tienes razón. ¿Por qué la encierran así, siendo tan buena y tan humilde?... Ya estará libre...—dijo Juan de Dios, como hablando consigo mismo.

Estas palabras despertaron mucho mi curiosidad, y resolví hacerle hablar sobre el asunto, fingiendo poco interés por la huérfana.

—Verdad es—dije—que como está tan mal criada...

—¡Mal criada!—exclamó el dependiente con viveza—. Tú sí que eres un mal criado y un bruto. Cuando la veo tan dulce, tan modesta, tan guapa, me da lástima que... Aquí la tratan de un modo que da compasión...

—Pero los amos son muy buenos con ella, le han comprado un vestido, y D. Mauro quiere que sea su mujer.

Al oirlo, Juan de Dios se inmutó de tal modo, que le tuve miedo.

—¡Casarse con ella!—exclamó—. No, no; eso no puede ser.

—Bien es verdad que si la muchacha no quiere, ¿por qué la han de obligar?

—Es verdad. No, no la obligarán.

Comprendí que convenía variar de táctica, demostrando mucho interés por la prisionera.

—Pues si ella no quiere—dije—, será una obra de caridad sacarla de aquí.

—¿Tú crees lo mismo?—me preguntó con ansiedad.

—Sí. Me da tanta lástima de la pobrecita, que si en mí consistiera, ya le hubiera abierto las puertas para que volara como un pajarito.

—Gabriel—me dijo Juan de Dios solemnemente, poniendo su mano sobre mi brazo—, si tú fueras un chico prudente y discreto, yo te confiaría un proyectillo.

No había más remedio que fingir gran indignación contra los Requejos, y así lo hice, diciendo:

—¡Pues no he de serlo! A mí puede usted confiarme lo que quiera, sobre todo si se refiere á esa niña, porque le tengo compasión; y si mi amo se empeña en maltratarla, no lo podré aguantar, y el mejor día...

—Nuestros patronos son muy crueles—dijo él con la gravedad de quien revela importante secreto.

—¿Qué dice usted, crueles? Bárbaros y tacaños, que serían capaces de vender á Cristo por dos cuartos.

El semblante de Juan de Dios expresó cierto entusiasmo. Después de vacilar un momento entre la seriedad y una sonrisa, se apretó el corazón con ambas manos, y me dijo:

—Gabriel, yo estoy enamorado, yo estoy loco.

—¿De quién? ¿Por quién?

—No me lo preguntes y adivínalo. A tí sólo te lo digo: quiero que me ayudes. Veo que tienes buenos sentimientos, y que aborreces á los carceleros de Inés. Pero tú no te has fijado bien en ella. ¿No te admira su resignación, no te admira su modestia? Y sobre todo, Gabriel, ¿has visto alguna vez joven más linda? Dime, ¿te ha mirado alguna vez y no te has vuelto loco?

Juan de Dios lo parecía al decir estas palabras.

—Inés es una gran personita—respondí—. Hace usted bien en quererla, y mucho mejor en sacarla de aquí. ¿Pero no dicen que se casa usted con doña Restituta?

—¿Yo? ¿Estás loco?... Antes de ahora he sido tan estúpido que llegué á creerme capaz de semejante desgracia. Pero ahora... ¿Has conocido mujer más repugnante que esa?

—No, no hay otra que la iguale en toda la tierra. Pero hablemos de Inés, que es lo que á usted le interesa.

—Sí, hablemos. ¡Ay! No sabes qué desahogo siento al confiarte este secreto. Yo necesitaba decírselo á alguien para no desesperarme. Desde que Inés entró en esta casa, yo experimenté una sensación desconocida. Yo había dicho muchas veces: «Tanto como oigo hablar del amor, y yo no sé lo que es...». Pero ya sé lo que es... ¡Ay!, he pasado toda mi vida trabajando como una bestia. Hace veinte años tuve algo con una mujer que vivía en mi casa, pero aquello no pasó de tres días. Yo nací en Francia, de padres españoles; me crié en un convento, y cuando salí de él á los veinte años, estaba muy persuadido de que las mujeres todas eran el demonio, pues así me lo decían los padres del convento de Guetaria. Así es que cuando pasaba alguna cerca de mí, yo bajaba los ojos, cuidando de no mirarla. Siempre he sido melancólico y... no sé por qué me han disgustado las mujeres... Nunca voy á bailes ni á tertulias, y con tan uniforme vida me he vuelto tan tristón, que me aburro de mí mismo. Los domingos echo un paseo allá por los Melancólicos, y esto un año y otro, hasta que ahora... Te contaré punto por punto. Cuando llegó Inés aquí, me pareció que no era como las mujeres que yo he visto siempre; quedeme asombrado contemplándola, y hasta se me figuró que la había visto en alguna parte. ¿Dónde? ¡Qué sé yo! Sin duda dentro de mí mismo. Todo aquel día pensé en ella, y al día siguiente, que era domingo, me fui, después de oir misa, á mi paseo de los Melancólicos. Allí dí mil vueltas, figurándome que hablaba con ella, y fueron tantas las cosas que le dije, que de seguro no cabrían en este libro grande. Pasó algún tiempo: Inés no me había mirado nunca, hasta que una noche... Estábamos comiendo, yo fuí á coger un plato, y como me temblaba la mano, lo dejé caer al suelo y se rompió. Restituta se puso á dar gritos, y D. Mauro me dijo no sé qué barbaridades. Entonces Inés alzó los ojos y me miró.

Cuando esto decía, Juan de Dios mostraba la incomparable satisfacción del amante que ha recibido favor muy lisonjero de su dama.

—Pues ánimo—le dije—, la madamita es linda y buena. Sáquela usted de aquí.

—¡Que si la saco! ¿Pues no he de sacarla?—exclamó con decisión—. Resuelto estoy á ello. Pero necesito hablarle, Gabriel; necesito decirle lo que siento por ella. ¿Me corresponderá? ¿Crees tú que me corresponderá?

—Pero, tonto, si quiere usted hablarle, ¿qué más tiene que ir á su cuarto y entrar? ¿Los amos no le dejan las llaves?

—Varias veces he intentado hablar con ella, he subido la escalera, he llegado junto á la puerta, y al fin me he vuelto sin valor para decirle: «Inés, ¿oye usted una palabra?»

—Pues de esa manera no consigue usted nada—le contesté—. ¡Ah! Vea usted lo que me ocurre en este instante. Yo me pinto sólo para esas comisiones. Me da usted la llave, abro, entro y le digo que usted la quiere y discurre el modo de sacarla de aquí ¿Qué le parece mi invención?

—Te equivocas si crees que tengo la llave de su cuarto. Todas me las dejan menos esa.

—Entonces todo está perdido.

—No, porque voy á que un cerrajero me haga una por un molde de cera, enteramente igual. Por de pronto, ya que te ofreces á servirme, mira lo que he pensado. Aquí tengo un ramito de violetas que he comprado esta mañana. Se lo llevas, arrojándolo dentro por el tragaluz que está sobre la puerta, y le dices: «Esto le manda á usted una persona que la ama», pero sin mentarle quién es. Luégo, otro día que los amos salgan, le llevas una carta que estoy escribiendo en mi casa, y que tiene ya ocho pliegos de papel, con una letra como el sol. ¿Lo harás así?

—Todo lo que usted me mande.

—¡Ay, Gabriel! Desde que ella está en esta casa, me he vuelto todo del revés. Pero di: ¿crees tú que Inés me querrá? ¿Lo crees tú? ¡Ay!, yo de veras te digo que por verme amado de ella por todo el día de hoy, consentiría mañana en perder la vida. Te juro que si supiera de cierto que no me puede querer, moriría. Si Inés me ama, seré tan feliz que... no sé lo que me pasará. Y tiene que ser, tiene que amarme; yo me la llevaré á una parte del mundo donde no haya gente, y allí, solitos los dos, ¿no es verdad que tendrá que quererme? Estoy ahora averiguando por qué camino se va á una de esas islas desiertas que, según dicen, hay no sé dónde... La sacaré de aquí, Gabriel; nos iremos ella y yo, si quiere, bien, y si no, también. Cuando llegue el caso, me creo capaz de todo: de matar al que quiera impedírmelo, de vencer cuantas dificultades se me opongan, de echarme á cuestas toda la tierra y beberme todo el mar, si es preciso para mi fin... Gabriel, ¿llevarás á Inés el ramo de violetas? Yo tengo miedo de ir... Cuando le hable una vez, se me quitará esta turbación... ¿No es verdad?... ¿Crees tú que ella me amará?

La pasión de Juan de Dios tenía cierta ferocidad. Junto con la timidez más ingenua, el corazón de aquel hombre abrigaba una determinación impetuosa y una energía suficiente para llevar adelante el más difícil propósito. El secreto confiado causóme tanto asombro como miedo, porque si bien el amor del mancebo podía ser un gran auxilio para la evasión de Inés, también podía ser obstáculo.

Pensando en esto, me separé de él, para llevar las violetas, sacadas de un cajón donde guardaba sus plumas: subí y púseme al habla con mi desgraciada amiga.

—Inés—le dije, arrojando el ramillete por el tragaluz—, toma esas flores que he comprado para ti.

—Gracias—me contestó.

—Niñita mía—continué—, mételas en tu seno, para que la bruja de tu tía no las descubra. ¿Las has guardado ya?

—En eso estoy—repuso la dulce voz dentro del cuarto—. Vaya, ya están.

—Mira, Inesilla, pon la mano sobre tu corazón, y júrame que no has de querer á nadie, á nadie más que á mí: ni á D. Mauro, ni á Juan de..., quiero decir... á nadie.

—¿Qué estás ahí hablando?

—Júramelo. Pronto estarás libre, paloma. Pero cuando seas señora rica y condesa, y tengas palacio, y lacayos, y tierras, ¿me olvidarás? ¿Despreciarás al pobre Gabriel? Júrame que no me despreciarás.

La prisionera reía en su cárcel.

—Vaya, adiós—añadí—. Ponte frente al agujero de la llave para verte: ¡qué guapa estás! Adiós; me parece que ahí están tus simpáticos tíos. Sí; ya siento la voz del buitre de D. Mauro. Adiós.

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