XXI

Aquella noche nos favorecieron doña Ambrosia de los Linos y el licenciado Lobo. La primera se quejó de no haber vendido ni una vara de cinta en toda la semana.

—Porque—decía—la gente anda tan azorada con lo que pasa, que nadie compra, y el dinero que hay se guarda, por temor de que de la noche á la mañana nos quedemos todos en camisa.

—Pues aquí nada se ha hecho tampoco—dijo Requejo—; y si ahora no trajera yo entre ceja y ceja un proyecto para quedarme con la contrata del abastecimiento de las tropas francesas, puede que tuviéramos que pedir limosna.

—¿Y usted va á dar de comer á esa gente?—preguntó con inquietud doña Ambrosia—. ¿Por qué no les echa usted veneno para que revienten todos?

—¿Pero no era usted—preguntó Lobo—tan amiga del francés, y decía que si Murat la miró ó no la miró?... Vamos, señora doña Ambrosia, ¿ha habido algo con ese caballero?

—¡Ay! Le juro á usted por mi salvación que no he vuelto á ver á ese señor, ni ganas. ¡Demonios de franceses! ¿Pues no salen ahora con que vuelve á ser rey mi Sr. D. Carlos IV, y que el Príncipe se queda otra vez príncipe? Y todo porque así se le antoja al Emperadorcito.

—¡Bah!—dijo Lobo—. Pues ¿a qué ha ido á Burgos nuestro Rey, sino á que le reconozca Napoleón?

—No ha ido á Burgos, sino á Vitoria, y puede ser que á estas horas me le tengan en Francia cargado de cadenas. ¡Si lo que quieren es quitarle la corona! Buen chasco nos hemos llevado; pues cuando creímos que el señor de Bonaparte venía á arreglarlo todo, resulta que lo echa á perder. Parece mentira: deseábamos tanto que vinieran esos señores, y ahora si se los llevara Patillas con dos mil pares de los suyos, nos daríamos con un canto en los pechos.

—No; que se estén aquí los franceses mil años es lo que yo deseo—dijo Requejo—. Como me quede con la contrata, ¡ay, mi señora doña Ambrosia!, puede ser que el que está dentro de esta camisa salga de pobre.

—Quite usted allá. ¿Ni para qué queremos aquí franceses ni zamacucos, ni tragones, ni nada de toda esa canalla, que no viene aquí más que á comer? Pues ¿qué cree usted? Muertos de hambre están ellos en su tierra, y harto saben los muy pillastres dónde lo hay. Si es lo que yo he dicho siempre. Dicen que si Napoleón tiene esta intención ó la otra. Lo que tiene es hambre, mucha hambre.

—Yo creo que tenemos franceses por mucho tiempo—afirmó el licenciado—, porque ahora... Luégo que nuestro Rey sea reconocido, vendrán acá juntos para marchar después sobre Portugal.

—¡Qué majadería!—exclamó la señora de los Linos—. Aquí nos están haciendo la gran jugarreta. Esta mañana estuvo en casa á tomarme medida de unos zapatos el maestro de obra prima, ese que llaman Pujitos. Díjome que en el Rastro y en las Vistillas todos están muy alarmados, y que cuando ven un francés le silban y le arrojan cáscaras de frutas; díjome también que él está furioso, y que así como fué uno de los principales para derribar á Godoy, será también ahora el primero en alzarles el gallo á los franceses... ¡Ah! lo que es Pujitos mete miedo, y es persona que ha de hacer lo que dice.

—Si me quedo con la contrata, Dios quiera que no se levanten contra los franceses—dijo Requejo.

—Si hay levantamiento—afirmó Restituta—, y mueren unos cuantos cientos de docenas, esos menos serán á comer. Siempre son algunas bocas menos, y la contrata no disminuirá por eso.

—Has pensado como una doctora—dijo D. Mauro—. ¿Pero y si se van?

—Se irán cuando nos hayan molido bastante—añadió doña Ambrosia—. ¡Pues no tienen poca facha esos señores! Van por las calles dando unos taconazos y metiendo con sus espuelas, sables, carteras, chacós y demás ferretería, más ruido que una matraca... ¡Y cómo miran á la gente!... Parece que se quieren comer los niños crudos... Por supuesto, que ya les verá usted correr el día en que el español diga: «Por ahí me pica, y me quiero rascar».

—Eso es música—dijo Lobo—. Deje usted que vuelvan á Madrid el Rey y el Emperador, y verá como todo se arregla. Don Juan de Escóiquiz, que es amigo mío, y el primer diplomático de toda la Europa, me dijo antes de irse que son unos bobos los que creen que Napoleón intenta destronar al Rey de acá. Descuiden ustedes, que, como haya dificultades, mi canónigo las arreglará todas, que para eso le dio el Señor aquel talentazo que asusta.

—Napoleón no viene acá sino con la espada en la mano—continuó doña Ambrosia—. El padre Salmón, de la Orden de la Merced, que estuvo esta mañana en casa (y por cierto que se llevó media docena de huevos como puños), me dijo que á él no se le escapa nada, y que tendremos guerra con los franceses. Napoleón nos está engañando como á unos dominguillos. Ya ve usted: hace quince días se dijo que venía, y en palacio enseñaban las botas y el sombrero que había mandado por delante. Don Lino Paniagua, que vió aquellas prendas y las tuvo en su mano, me dijo que las botas eran grandísimas y casi tan altas como este cuarto. En cuanto al sombrero, dice que era tan grasiento, que un cochero simón no se lo pondría, lo cual prueba que este Emperador es un grandísimo gorrino, con perdón sea dicho.

—Veinte mil franceses tenemos aquí—dijo D. Mauro con expresión meditabunda—. ¡Mucho pan, mucho tocino, muchas patatas, mucho pimentón, mucha sal, mucha berza han de entrar por veinticinco mil bocas! Y dicen que traen hambre atrasada.

—Por supuesto, hermano—dijo Restituta—, el dinerito por adelantado.

D. Mauro tomó un papel, y con profunda abstracción hizo cuentas.

—Y de lo que sobre en el almacén, ¿no se podrá traer lo necesario para el gasto de la casa?—preguntó la digna hermana—. Porque están unos tiempos..., ¡ay!, señora doña Ambrosia, no se gana nada...

—Vaya, vaya—dijo doña Ambrosia—. Poco, mal y bien quejado. Más dinero tienen ustedes que las arcas del Tesoro. Y á propósito, Restituta, ¿cuándo se casa usted?

—¡Jesús! ¿Quién piensa ahora en eso? No corre prisa.

—No pensará lo mismo Juan de Dios. ¿Y usted, Inesita, cuándo se decide?

—Ya está decidida—dijo vivamente Restituta—. La pícara harto disimula su satisfacción. Este la tiene muy mimosa.

—Esto está muy bien: una niña bien criada debe hacer ascos al matrimonio hasta que llegue el momento crítico. Pero, hija, con la conversación se me ha ido el tiempo: son las diez... Adiós, adiós.

Fuese doña Ambrosia; desfiló al poco rato Lobo, y habiendo subido á acostarse las dos mujeres, quedaron solos en la trastienda el patrono y el mancebo haciendo las cuentas de la contrata.

Yo me acosté y dormí profundamente; pero á eso de la media noche, y cuando, recogido también el amo, reinaban en la casa el sosiego y la tranquilidad, me desvelaron unos agudos gritos, que al punto reconocí como procedentes de la exprimida laringe de Restituta.

—Sin duda hay ladrones en la casa—dije levantándome.

Restituta llamaba angustiosamente á su hermano, el cual salió con una tranca, diciendo:

—¡Dónde están esos pícaros, dónde están, para que sepan si soy hombre que se deja quitar el fruto de su honradez!

—No son ladrones—dijo Restituta con voz temblorosa á causa de la ira—; no son ladrones, sino otra cosa peor.

—¿Pues qué son, con mil pares de diablos?

—Es que...—continuó la hermana, dirigiéndose al amo y á mí, que también había acudido con un palo—. Inesilla..., bien decía yo que esa muchacha nos daría que sentir... Es una loca, una mujerzuela, una trapisondista, una perdida de las calles.

—A ver..., ¿qué ha hecho?

—Pues yo velaba, ella dormía, y de repente empezó á hablar en sueños. ¡Ay, no sé cómo no la estrangulé! Primero pronunció algunas palabras que no pude entender, y después dijo así: «Juro que te querré siempre; juro que te querré cuando sea condesa, cuando sea princesa, cuando sea rica, cuando sea gran señora. Pero yo no quiero ser nada de eso sin ti». Estuvo callada un rato, y después siguió diciendo: «¿Cómo no he de quererte? Tú me arrancarás del poder de estas dos fieras... ¡Ay!, adiós: siento la voz del buitre de mi tío. Adiós...». Después, la condenada niña, como si le parecieran poco estos insultos, llevóse las palmas de las manos á su boquirrita y se dio muchos besos. ¿Qué te parece, hermano? ¡No sé cómo no la ahogué! Sin poderme contener, arrójeme sobre ella; despertóse despavorida, y al incorporarse se le cayó del pecho este ramo de violetas.

Al decir esto, Restituta mostraba en su trémula mano la terrible prueba del delito. Quedóse D. Mauro aturrullado, confuso, y luégo, tomando el ramo y mordiéndolo con rabia, lo arrojó al suelo, donde fué pisoteado alterno pede por ambos furiosos hermanos.

—¡Conque dice que soy un buitre!—exclamó él echando chispas—. ¡Un buitre! ¡Llamar buitre á un caballero como yo! ¡Bonito modo de pagar el pan que le doy! Ya le enseñaré los dientes á esa chiquilla. Pero ese ramo, ¿quién le ha dado ese ramo?

—Pero Mauro...

—Pero Restituta...

Y más se confundían los dos cuanto más se irritaban, y crecía su cólera á medida que aumentaba su aturdimiento, hasta que Requejo, recogiendo sus luminosas ideas en rápida meditación, dijo:

—Tiene amores con algún mozalbete de las calles. ¿Habrá entrado aquí? Esto es para volverse loco. Gabriel, Gabriel, ven acá.

Al punto comprendí que estaba en peligro de hacerme sospechoso á mis feroces amos; y como en este caso me arrojarían de la casa, imposibilitando de un modo absoluto la realización de mi proyecto, hallé prudente el desorientarles con una invención ingeniosa, que apartara de mí toda sospecha.

—Señor—dije á mi amo—, estaba esperando á que su merced acabara de hablar, para decirle alguna cosa que contribuya á descubrir esta picardía. Pues anoche, cuando salí en busca del cuarterón de higos pasados, me pareció que ví en la calle á un señorito, el cual señorito miraba á estos balcones..., y después, creyendo él que yo no le veía, arrojó una cosa...

—¡Eso, eso fué..., el ramo!—exclamó Requejo.

—Anoche mismo—continué—pensaba decírselo á su merced; pero como estaba ahí esa señora, y después se quedaron usted y Juan de Dios haciendo números...

—¿Y ella se asomó al balcón?—preguntó Restituta.

—Eso no lo puedo asegurar, porque hacía oscuro y no ví bien. Pero encárguenme mis amos que esté ojo alerta, y no se me escapará nada. A fe que si ustedes me dieran la comisión de vigilar á la niña cuando salen de casa, la niña no se reiría de nosotros.

—¡Esto no se puede aguantar!—exclamó fieramente D. Mauro—. Vaya, acuéstense todos, que mañana le leeré yo la cartilla á la señorita.

Retiréme á mi cuarto, y desde mi cama oía al espantoso Requejo hablando con su hermana.

—Nada, nada. Esta semana me casaré con ella. Si no quiere de grado, será por fuerza... Estoy furioso, estoy bramando. Mañana sabrá ella si soy yo Mauro Requejo, ó quién soy. La encerraremos en el sótano, sin darle de comer. ¿Acaso vale ella el mendrugo de pan con que le matamos el hambre? Le diremos que no probará bocado, ni beberá gota hasta que no consienta en ser mi mujer... La encerraremos en el sótano, sí, señor, en el sótano. Y si no quiere, palos y más palos. A fe que tengo yo buena mano de almirez... ¡Llamarme buitre esa rapazuela de las calles!... Estoy furioso..., me la comería... Sí: que yo iba á dejarla escapar con el mozalbete del ramo... Se casará sí, se casará, y si no, de aquí no sale sino difunta... ¡Buen genio tengo yo!... Malas brujas me chupen, si no la caso conmigo mismo... Y si no quiere por blandas, será por duras: la amarraré á un poste, la azotaré, la abriré en canal con el cuchillo de abrir las latas de pomada.

Requejo, en aquel instante parecía un demonio escapado del infierno; y la primera luz de la aurora, entrando difícilmente en la oscura casa, le encontró despierto aún y vociferando como un insensato.

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