XXIII

—¡Pero si apenas puedo creerlo!—exclamaba mi ama—. ¡Conque la señorita huía con Gabriel! Tunante, ladroncillo, y cómo nos engañaba con su carita de Páscua. Ven acá añadió dándome golpes—. ¿Adónde ibas con Inesilla, monstruo? ¿Qué te han dado por entregarla, ladrón de doncellas? A la cárcel, á presidio, pronto, si es que no lo desollamos vivo. Pero dí, ¿robabas á Inés?

—¡Sí, vieja bruja!—respondí con furia—. ¡Me iba con ella!

—Pues ahora vas á ir por el balcón á la calle—dijo D. Mauro, clavando en mi cuerpo su poderosa zarpa.

Francamente, señores, creí que había llegado mi último instante entre aquellos tres bárbaros, que, cada cual según su estilo peculiar, me mortificaban á porfía. De todos los golpes y vejaciones que allí recibí, les aseguro á ustedes que nada me dolía tanto como los pellizcos de doña Restituta cuyos dedos, imitando los furiosos picotazos de un ave de rapiña, se cebaban allí donde encontraban más carne.

—Y sin duda fuiste tú quien mandó á aquella maldita mujer para sarcarme de la casa, pues en la plazuela de Afligidos no hay ya rastros de almoneda. Este chico merece la horca, sí, señor de Lobo, la horca.

—¡Y la muy andrajosa de mi sobrina se marchaba tan contenta!—dijo Requejo, encerrando de nuevo á Inés en el miserable cuartucho.

—Si tenemos metido el infierno dentro de la casa—añadió Restituta—. La horca, sí, señor; la horca, señor de Lobo. No tiene usted pizca de caridad si no se lo dice al señor alcalde de Casa y Corte. ¡Pero cómo nos engañaba este dragoncillo! Si esto es para morirse uno de rabia.

El leguleyo tomó entonces la autorizada palabra, y extendiendo sobre mi cabeza sus brazos en la actitud propia de esa tutelar Justicia que ampara hasta á los criminales, dijo:

—Moderen ustedes su justa cólera y óiganme un instante. Ya les he dicho que ahora nos ocupamos celosísimamente de hacer un benemérito expurgo, descubriendo y desenmascarando á todas las indignas personas que fueron protegidas por el Príncipe de la Paz; ese monstruo, señora, ese vil mercader, ese infame favorito..., ¡gracias á Dios que está caído y podemos insultarle sin miedo! Pues, como decía, para que la nación se vea libre de pícaros, á todos los que con él sirvieron les quitamos ahora sus destinos, si no pagan sus crímenes en la cárcel ó en el destierro. ¡Si vieran ustedes, amigos míos, cómo me estoy luciendo en estas pesquisas; si oyeran ustedes los elogios que he merecido de los principales servidores de la real persona!

—Pero ¿a qué viene tanta palabrería—dijo impaciente Requejo—, ni qué tiene eso que ver?

—Tiene que ver...—prosiguió el hombre de la Justicia—, porque ¿qué dirán mis señores D. Mauro y doña Restituta al saber que ese tramposo y embaucador chicuelo aquí presente recibió favores del Príncipe, y es el mismo Gabrielillo que desde hace quince días estamos buscando con los hígados en la boca mi compañero y yo?

Los Requejos, macho y hembra, se miraron con espanto.

—Pues oigan ustedes y tiemblen de indignación—prosiguió el leguleyo—. El día antes de su caída, el señor Godoy envió á la Secretaría de Estado un volante mandando que se diese á este joven una plaza en las oficinas de la Interpretación de Lenguas. ¿Qué tal, señores? ¿Y por qué?, dirán ustedes. Porque este joven parece que sabe latín, y compuso un poema en versos latinos, y algunos de esos alcahuetones que lo leyeron fueron con el cuento al Príncipe, diciéndole que mi niño era un portento de sabiduría. ¡Mentiras y más mentiras! Ya se ve: cuando en la Secretaría de Estado recibieron el volante, se escandalizaron, porque ya había caído el Príncipe de la Paz, y aquellos eminentes repúblicos, después de poner en la calle á Moratín, esperaron á que se presentara este prodigio, si no para colocarle, para verle al menos. Pero yo ando tras el objeto de que coloquen allí á un primo mío que sabe tres lenguas, el valenciano, el gallego y el castellano; así es que al punto mi compañero y yo pusimos una diligencia en busca para tener antecedentes de esta buena pieza, y hemos conseguido probar: que en Aranjuez vivía con el curita D. Celestino; otrosí, que todos los días iban ambos á casa de Godoy; otrosí, que el chico le escribía las cartas y las traía á Madrid los domingos al embajador de Francia; otrosí, que se disfrazaba para entrar en cierta taberna á oir lo que se decía, y otras muchas bribonadas de que en el supradicho protocolo tengo hecha detallada mención.

—¡Jesús, Dios nos ampare! Al santo patrono de la tienda debemos el haber descubierto á tiempo lo que teníamos en casa—dijo Restituta.

—Por supuesto, que lo del latín era pura farsa.

—Pues no hay que andarse con chiquitas—dijo mi amo—, sino entregarle á la Justicia.

—Eso corre de mi cuenta—repuso Lobo—. Veremos qué responde á los cargos que se le hacen en la sumaria como cómplice del cura castrense de Aranjuez. A este no le hemos podido coger, y según las noticias que hoy recibí, ha desaparecido del Real Sitio. Es seguro que ha venido á Madrid, y lo que es aquí no se nos escapa.

—¡Cuidado con el sabandijo que tenía yo en mi casa!—vociferó D. Mauro, amenazando segunda vez poner fin á mis días—. Señor de Lobo, quítemelo, quítemelo usted de entre las manos, porque acabo con él. Estoy furioso. ¡Qué día, señor san Antonio de mi alma! ¡Qué día!

—Yo me encargaré del mocito—dijo Lobo—. Lo único que les pido es que me lo guarden hasta mañana.

—¿Hasta mañana?

—Este bandolero no puede quedar en la casa hasta mañana, no, señor—objetó mi ama.

—¿No hay lugar seguro donde encerrarle?

—¡Oh!, pierda usted cuidado, que si le guardamos en el sótano estará como en un sepulcro—dijo Requejo—. Dificililla es la salida, y puedo irme tranquilo.

—¿Pero te vas, hermano? ¿Adónde vas de noche?

—¿Adónde he de ir? ¡Mil pares de demonios! ¿Adónde he de ir sino á Navalcarnero? ¿No saben ustedes lo que me pasa? ¿No les he contado?...

—Nada nos has dicho. Verdad es que con esta trapisonda de la sobrinita...

—Pues acabo de recibir una carta en que se me notifica que mi almacén de Navalcarnero ha sido robado. ¿Ves, hermana? ¡Esto es para volverse loco! Sí..., me escribe don Roque notificándome el robo, y diciéndome que acuda allí esta noche misma, si no quiero perderlo todo.

—¿Y va usted?

—Ahora mismo voy á buscar coche. Conque vean ustedes qué desastre. ¡Ay, Restituta! Bien te dije que no dejaras de encender la vela al santo patrono. ¿Ves? Esto es un castigo.

—En el cielo no gustan despilfarros. ¿Vas allá? ¿Pero me dejas en la casa á este ladronzuelo?

—En el sótano, en el sótano, hasta mañana, hasta que mi señor de Lobo disponga de él. ¿No puede hacerse cuenta de que le dejamos en la sepultura? Sólo Dios puede sacarlo.

—¿Pero me quedo sola? ¡Ánimas benditas!

—Juan de Dios vendrá á eso de las diez. Ya le he dicho que se quedará en casa esta noche.

La conferencia terminó aquí, y sin más palabras, me encerraron en el sótano, á cuyo subterráneo aposentamiento daba entrada una gran compuerta por bajo el piso de la trastienda. Yo estaba medio aletargado por la rabia y el despecho de aquella situación terrible. Sentí que me impulsaban escalera abajo. D. Mauro cerró el escotillón, riendo con ese gozo felino que da la conciencia de la propia crueldad, y me encontré entre densas tinieblas. Mi amo había dicho bien al asegurar que allí estaba como en un sepulcro. Sólo Dios podía sacarme.

Para que se comprenda si ellos tenían confianza en la seguridad de mi cárcel, baste decir que allí tenían parte de su fortuna en un arca de hierro. Cuando me encerraban en compañía de su dinero, ¿tendrían mis amos la convicción de que era imposible la salida?

Hallábame en una de esas construcciones abovedadas con rosca de ladrillo, que sirven de fundamento á casi todas las casas de Madrid antiguas y modernas. Faltos de espacio superficial, los madrileños han buscado la extensión hasta el cielo y hacia el abismo, de modo que cada albergue es una torre colocada sobre un pozo. La de mis amos no tenía en su sótano luces á la calle: la oscuridad era absoluta y el silencio también, excepto cuando pasaba algún coche. Extendiendo mis brazos á derecha, á izquierda y hacia arriba, tocaba ásperos ladrillos endurecidos por un siglo, no tan húmedos como los que describen los novelistas, cuando el hilo de sus obras les lleva á alguna mazmorra donde ocurren maravillosas y nunca vistas aventuras.

Como he dicho, ni un ruido lejano ni un rayo de luz turbaban la paz de aquel antro, donde era posible llegar al convencimiento de no existir, existiendo. Todo un arsenal de herramientas no habría bastado á proporcionarme escapatoria, y pensar en la fuga habría sido pensar en lo absurdo. No tenía más consuelo que la resignación, y me resigné. Estar allí dentro en plena soledad, en plena lobreguez, en pleno silencio, era como cuando cerramos los ojos encarcelándonos voluntariamente dentro de esa otra bóveda de nuestro pensamiento. Acósteme en el suelo rendido de fatiga, y medité. Mi prisión no me parecía otra cosa que una prolongación de mi cerebro.

Quise pensar en varias cosas; pero no pude pensar más que en Dios. Reconociéndome absolutamente incapaz para vencer la desgracia, comprendí que la voluntad suprema había arrojado sobre mí tan gran pesadumbre de males, y cruzándome de brazos, incliné la cabeza, esperando que la misma voluntad suprema me descargase de ella. Como esta esperanza me infundió pronto una fe que hasta entonces en pocas ocasiones había tenido, creí firmemente que Dios me sacaría de allí, y con esta creencia empecé á adquirir un reposo moral y físico, precursor de cierto desvanecimiento parecido al sueño. El de la desgracia se diferencia mucho del sueño de todos los días; así es que el mío fué, conforme al angustioso estado de mi alma, un sueño de esos en que se representa el malestar real que experimentamos en proporciones informes, estrambóticas, monstruosas.

Yo percibía vagamente figuras y formas de esas que no pertenecen al mundo visible, ni á la humanidad, ni á la fauna, ni á la flora, ni al cielo, ni á la tierra, sino á cierta misteriosa geología, á yacimientos que contradicen todas las leyes de la estática y la dinámica; percibía una fantástica y continuada concatenación de colores geométricos que se enredaban en mi cuerpo como culebras, y en aquella transmutación de lo físico y lo moral, se verificaba el fenómeno de que un color me dolía, y un objeto semejante á una espada, á un cangrejo ó á un arpa, pronunciaba palabras incomprensibles. ¿Quién no ha desvariado alguna vez con estos sueños de lo absurdo? Las ideas se mezclan con las visiones, y estas son aquellas, y aquellas estas. En aquel laberinto, en aquella aberración, mi pensamiento formulaba sin cesar un silogismo azul, verde, ahora con picos, después con curvas, más tarde irradiado, luégo concéntrico, en seguida poligonal y dorado, y al fin pequeño como un punto, para luégo ser grande como el mundo. El perenne silogismo era: «La justicia triunfa siempre; los Requejos son unos pillos; Inés y yo somos personas honradas. Luégo nosotros triunfaremos».

Así pasé mucho tiempo en poder de estos demonios del sueño, cuando percibí una claridad que no irradiaba de los focos de mi imaginación. ¿Estaba dormido ó despierto? Híceme esta pregunta, y al punto contesté que no sabía. La claridad aumentaba, y un chirrido metálico produjo en mí cierto estremecimiento. Me moví, miré y ví las paredes del sótano, la bóveda de ladrillo y multitud de cajas llenas y vacías; á mi izquierda, una puerta que comunicaba á otro departamento subterráneo, y á mi derecha, una escalera por la cual descendía la claridad que llamaba mi atención. Estaba indudablemente despierto, y así lo reconocí. Miré á la escalera, y ví dos pies que se trasladaban lentamente de peldaño á peldaño. La luz de una linterna me deslumbró; pero en el foco de la repentina claridad distinguí una cara amarilla. Era la de Juan de Dios; era Juan de Dios en persona.

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