XXIV

Cuando me vio, su espanto fué tan grande, que la linterna con que se alumbraba estuvo á punto de caer de sus manos. Temblando y mudo, me miraba como se mira una aparición diabólica ó imagen evocada por la brujería. Figuraos la impresión del que entra en un sepulcro no creyendo, como es natural, encontrar nada vivo, y encuentra un hombre que se mueve y no parece pertenecer al mundo de los muertos. Juan de Dios se santiguó, y ya parecía dispuesto á huir como se huye de las apariciones de ultratumba, cuando le hablé para disipar su miedo.

—Juan de Dios, soy yo. ¿No sabía usted que estaba aquí?

—Gabriel, si lo veo y no lo creo. ¡Jesús, María y José! ¿Cómo has entrado aquí dentro?

—¿No sabe usted que me encerró D. Mauro, al sorprenderme en el momento de arrojar la carta á la señorita Inés? Acababa usted de salir.

—¡No había vuelto hasta ahora! ¡Y te encerraron aquí! ¡Qué casualidad! Estoy absorto. Pero dime, ¿la carta...?

—Ella la tiene. No hay cuidado por eso. Después de habérsela dado, me entró tentación de hablar con ella. Toqué á la puerta, ¡ay! este fué el crítico momento en que se apareció doña Restituta. Puede usted figurarse lo demás. Gracias á Dios que viene una buena alma para ponerme en libertad. Dios le ha enviado á usted.

—Óyeme, Gabrielillo—añadió con más sosiego—. Ya te dije que mi fortunilla la tengo depositada en poder de los Requejos. Si se la pido de improviso, estoy seguro de que no me la han de dar. Por consiguiente, yo la tomo. Mira lo que hay allí.

Señaló al fondo del sótano contiguo, y ví un arca de hierro. Juan de Dios prosiguió de este modo:

—Yo tengo mi conciencia tranquila. No cojo más que lo mío, y antes moriría que tomar un ochavo más. Eso bien lo sabe el Santísimo Sacramento, que ya me conoce. Pero si en esta parte estoy tranquilo, ¡ay!, ya le he dicho al Santísimo Sacramento que estoy loco de amor y que me perdone los dos grandes pecados que he cometido hoy.

—¿Y qué pecados son esos?

—Trabajo me cuesta el decirlo; pero allá van para empezar desde ahora á purgarlos con la vergüenza que me causan. Los dos pecados son: haber escrito una carta falsa á D. Mauro para obligarle á ir á Navalcarnero, y haber hecho construir por un molde de cera la llave con que he entrado aquí y la de la caja. La carta estaba perfectamente falsificada; las llaves no valen menos.

—¿Conque eso va á toda prisa? ¿Y nuestra chicuela?

—Esta noche me la llevo. ¡Ah!, ya habrá leído la carta. La habrá leído; sabrá que la quiero poner en libertad, y su inquietud, su agonía, su zozobra entre la esperanza y el temor serán inmensas. Dentro de un rato será mía. ¿Cuento contigo?

—Para lo que usted quiera. Pues no faltaba más—dije, discurriendo cuál sería el mejor modo de burlar á un mismo tiempo á doña Restituta y á su prometido esposo.

—¡Ay!, tiemblo todo al pensar que pronto he de sacarla del poder de estas fieras—dijo Juan de Dios—. La pobrecita me estará esperando ya. ¿Qué te parece? ¡Ah!, he preguntado á varias personas por una isla desierta, y nadie me ha dado razón. ¿Esas que llaman las Canarias son desiertas? ¿Sabes tú adónde caen? Creo que allá por el gran golfo, ó como si dijéramos, entre la China y el Moro. ¿Por dónde se va?

—De eso sí que no sé palotada—contesté, tratando de dejar á un lado la geografía—. Pero vamos á ver: ¿cómo piensa usted engañar á doña Restituta?

—Eso no me inquieta. La amarraremos tapándole la boca, pero sin hacerle daño, porque es una buena mujer, como no sea para criar sobrinas..., y ya ves. Hace veinte años que como el pan de esta casa. Si no fuera por esta terrible sofocación que me ha entrado... Gabriel, yo me vuelvo loco; lo que no te sabré decir es si me vuelvo loco de alegría ó de pena.

—¿Le parece á usted—dije, afectando oficiosidad—que suba pasito á pasito á ver si doña Restituta duerme ó vela?

—Bien pensado. Mejor es que te estés en la trastienda de centinela, y en caso de que sientas ruido en el entresuelo me avisas al instante. Yo despacharé eso fácilmente.

No esperé á que me lo repitiera, y subí. No: Gabriel no subía, volaba. Mi resolución, prontamente tomada, llevóme sin vacilar al cuarto donde dormía Inés y velaba su feroz tía. Cuando esta sintió mis pasos, cuando oyó que alguien se acercaba, cuando llegué al cuarto y me puse ante su vista, su terror no tuvo límites. Como no comprendía la posibilidad material de mi evasión, y era además mujer supersticiosa, no creyó sino que yo era el diablo en persona, ó al menos hombre protegido por todos los diablos del infierno. Quedóse muda de terror: quiso hablar y no pudo; quiso gritar y lanzó un aullido congojoso, cual si le apretaran el cuello. No queriendo yo perder un instante, me arrojé á sus plantas, exclamando con sofocante precipitación:

—Señora, ama mía, ama de mi corazón, óigame su merced: soy inocente. Perdóneme su merced. Quise revelarles á ustedes todo; pero aquellos hombres no me dejaron. Yo no intenté robar á Inés: quise sacarla de aquí para impedir que la robara su amante. ¿No sabe usted quién es? ¡Juan de Dios, Juan de Dios! ¡Ah, señora! ¡Y dudaba usted de mi fidelidad!

Restituta pasó del terror á la sorpresa, al asombro, al anonadamiento, á la estupidez.

—¡Juan de Dios!—exclamó—. ¡Juan de Dios! Mi... No, no puede ser..., tú eres el demonio. ¡Jesús, María y José! Por la señal de la santa Cruz...

—¿Qué cruz ni cruz? ¿Quiere usted la prueba? Pues tome usted esa carta que el caballerito me dio para su novia—dije, entregándole la carta del mancebo.

Restituta la tomó en sus manos, frías como el mármol y temblorosas; recorrió muy de prisa sus once pliegos, examinó la firma, y díjome después:

—¿Estoy soñando? Tú... eres Gabriel... ¡Oh!, yo estoy loca... ¡Ese miserable, á quien hemos dado de comer!...

—¿Aún lo duda usted?—dije—. Pues en este momento Juan de Dios está en el sótano abriendo el arca del dinero.

No me es posible hacer formar idea del salto que dio Restituta. Creo que hasta la silla saltó también arrastrada por el espantoso sacudimiento de los nervios de la hermana del señor D. Mauro.

—Venga usted y lo verá con sus propios ojos—exclamé, tomándole de la mano é impeliéndola hacia afuera.

Restituta me siguió, porque la curiosidad, la rabia, el mismo terror, la impulsaban tras mí. Tropezó mil veces. Su cuerpo temblaba, y con frecuencia llevábase las manos á los desgreñados pelos para arrancarse algunos ó para echarlos todos hacia atrás. El extravío de sus ojos á nada es comparable, y á mí mismo, que ya creía tenerla vencida, me causaba miedo.

Llegamos á la boca del escotillón, y allí, mientras hería nuestros ojos la tenue claridad que del sótano salía, oímos claramente ruido de monedas. Juan de Dios contaba sus ahorros de veinte años. Cuando el tímpano de Restituta fué afectado de aquel vibrante sonido, un estremecimiento nervioso como el producido en la organización humana por la descarga de poderosas pilas eléctricas, sacudió sus miembros. Precipitándose ciegamente por la escalera, exclamó:

—¡Malvado! ¡Así nos pagas el pan de veinte años!

Aún no habían llegado los resbaladizos pies de mi ama al quinto peldaño, cuando la pesada puerta del escotillón cayó, lanzada por mis manos. No había llave con qué cerrar, porque Juan de Dios la había quitado, pero al instante puse sobre la puerta una caja de latas de pomada, y luégo dos, y luégo cuatro, y después un fardo de tela, y otro y otro encima. En diez minutos puse sobre la entrada de la que había sido mi prisión un peso tal, que cuatro hombres fuertes no hubieran podido levantarlo desde abajo.

Concluido esto, subí. Inés, despavorida y aterrada, no sabía á qué santo encomendarse.

—¡Ya eres libre, Inés!—exclamé con la mayor alegría—. Vístete, vámonos pronto. No perder un momento; puede venir el amo.

Vistióse tan precipitadamente, que la ví medio desnuda. Pero ni ella, con el gran azoramiento de la prisa, cayó en la cuenta de que me estaba mostrando su lindo cuerpo, ni yo me cuidaba más que de ayudarla á vestir, poniéndole enaguas, medias, zapatos, ligas. Al fin salimos de la casa y huimos á toda prisa de la calle de la Sal, por temor de encontrar al licenciado Lobo ó á mi amo. Hasta que no nos vimos en la Puerta del Sol, no tomamos aliento, y sintiéndome yo sin fuerzas, nos sentamos en un escalón junto á Mariblanca. Profundo silencio reinaba en la plaza: Madrid dormía sosegado y tranquilo. Paseé mi vista en derredor, y no ví más que dos perros que se disputaban un hueso. El chorro de la fuente alegraba nuestras almas con su parlero rumor.

—Ya estás libre, condesilla—dije, reclinándome sobre el pecho de Inés—. Bendito sea Dios que nos ha sacado de allí. No te olvidaré nunca, horrenda noche de amargura; no te olvidaré nunca, risueña mañana de este día feliz. Estamos en lunes, día 2 del mes de mayo.

Un rato permanecí en aquella postura, porque estaba rendido de cansancio. El día se acercaba; se sentían los primeros lejanos y vagos rumores, desperezos de la indolente ciudad que despierta. Por oriente, hacia el fin de la calle de Alcalá, se veía el resplandor de la aurora, y cuando nos retirábamos, Inés y yo nos detuvimos un instante á contemplar el cielo, que por aquella parte se teñía de un vivo color de sangre.

Share on Twitter Share on Facebook