XXV

Al entrar en mi casa, donde yo pensaba descansar un rato con Inés, antes de emprender la fuga, encontramos al buen D. Celestino, que habiendo llegado la noche anterior, creyó conveniente albergarse en mi humilde posada, antes que en otra cualquiera de las de la corte. Ya le había yo informado por escrito de la verdadera situación de las cosas en casa de los Requejos, así es que desde luégo guardóse de poner los pies en la famosa tienda. Él y nosotros nos alegramos mucho de vernos juntos, y apenas teníamos tiempo para preguntarnos nuestras mutuas desgracias, pues ya habrán comprendido ustedes que las del bondadoso sacerdote no eran menores que las nuestras.

—Pero, hijos míos—nos dijo—, Dios nos ha de proteger. ¿Cómo es posible que los malvados triunfen fácilmente de los rectos de corazón? Vosotros huís de la maldad de aquellos dos hermanos, y yo también huyo, yo también vengo aquí ocultando mi nombre honrado, porque me persiguen como á un criminal.

Al decir esto, el buen anciano derramó algunas lágrimas, y nosotros, para consolarle, le animábamos presentándole el espectáculo de nuestra alegría, y contábamos entre risas y chistes las extravagancias y tacañerías de los tíos de Inés.

—Dios nos ayudará—continuó el cura—. Veamos ahora cómo salimos de Madrid. ¡Oh qué persecución tan horrorosa! Me acusan de que fuí amigo del Príncipe de la Paz. Ya lo creo que fuí amigo de Su Alteza. No sólo amigo, sino aun creo que pariente. No puedes figurarte los líos que me han armado, Gabrielillo..., y también te acusan á ti... ¿Has visto qué pícaros?... Que si escribíamos cartas..., que si tú las llevabas... Verdad es que yo fuí varias veces al palacio de Su Alteza para aconsejarle lo que me parecía conveniente para el bien de la nación; pero nunca le dije nada, porque con esta mi cortedad de genio... En resumen, hijo, sabiendo que me iban á prender, me puse en camino callandito, y pienso presentarme al señor Patriarca para que disponga de mí. Pero oíd lo mejor. ¿Creeréis que ese tunante de Santurrias es quien más sañudamente me ha perseguido, dando testimonios falsos de mi conducta? Nada, nada; es cierto lo que yo dije en aquel sermón; ¿te acuerdas, Gabriel? Dije que la ingratitud es el más feo monstruo que existe sobre la tierra. Vilissima et turpissima hydra. ¡Quién lo había de pensar!

—Ahora pensemos, señor cura, cómo nos las vamos á componer para salir de este laberinto. ¿Adónde vamos? ¿Qué recursos tenemos?

—Hijo mío, Dios no ha de desampararnos. Confiemos en él, y entre tanto oye un proyecto que esta madrugada me ha ocurrido. Hace ocho días estaba en Aranjuez la señora marquesa de ***, persona discreta, temerosa de Dios, y de tan buen corazón, que remedia cuantas necesidades llegan á su noticia. Visitóme ella varias veces, la visité yo también, y según me decía, mi trato le era sumamente agradable. Esto lo diría por urbanidad. Me preguntaba mucho por Inés, mostrando grandísimos deseos de conocerla, y cuando por última vez la vi, suplicome encarecidamente que, si alguna vez pasaba á la corte, no dejase de acudir á su casa, en compañía de mi sobrina. Esto me lo repitió muchas veces, y su empeño por ver á la sobrinilla me ha llamado mucho la atención.

—También á mí—repuse—. Conozco á la señora Marquesa, en cuyo palacio representé cierto papel de traidor, de que no quisiera acordarme. Era en la misma casa donde ustedes vivían.

—Pero la señora Marquesa no vive ahora allí, pues durante la primavera se traslada á la casa de su hermano, allá por la Cuesta de la Vega, en un palacio que tiene muy amenos jardines y espacioso horizonte hacia la parte del Manzanares. Allí encontraremos hoy á esa insigne señora, honor de la hispana grandeza. ¿Por qué no acudir allá? Me ha dicho infinitas veces que desea servirme, tanto á mí como á mi sobrina, y que espera con ansia el momento en que yo quiera usar de su poder y valimiento para cualquier asunto.

—En esa señora nos manda Dios un comisionado para salir de este apuro—dije yo, sintiéndome con mayores ánimos—. Le contaremos lo que nos pasa, comprenderá con cuánta injusticia se nos persigue, y cuando vea á Inés... ¡Ay!, se me figura que el empeño de la Marquesa en ver á Inés no es simple curiosidad. En fin, visitarémosla hoy mismo, y Dios dirá.

—Temo salir á la calle.

—Yo también; pero es preciso salir, pues no es cosa de que andemos por los tejados. Si quiere usted, iré yo ahora mismo á casa de la señora Marquesa, que ya me conoce, y diciéndole que voy de parte de usted, le pintaré la situación en que nos encontramos, hablándole también de Inesilla que es, sin duda, lo que le interesa más.

—Me parece bien; ¿y si te ven?

—Iré por calles extraviadas, y en caso de apuro, no me faltan piernas con que perderme de vista.

Yo estaba dominado por vivísima excitación, y cuando adoptaba un plan, cada segundo que transcurría sin ponerlo por obra, parecíame un siglo. No me era posible entregarme al reposo sin dar aquel paso en un camino que me parecía conducir á lugar seguro en nuestro desgraciado aislamiento. Inés no podía descansar tampoco, y su espíritu, no repuesto del azoramiento y zozobra de la madrugada anterior, era impresionado fuertemente por cuanto veía. Asomábase á la ventana que caía hacia la calle de San José, frente al parque de artillería, y como la vivienda era piso principal bajando del cielo, se veía el gran patio interior de aquel establecimiento de guerra, con los cañones y demás pertrechos, puestos en ordenadas filas á un lado y otro.

—Esto que ves es el parque de artillería, hija—le dijo D. Celestino—. ¿Ves? En aquellos grandes edificios se alojan los artilleros. Mira, salen algunos con un carro para ir á casa del abastecedor en busca de las provisiones.

—¿Y esas montañitas tan bonitas, formadas por cosas negras y redondas, iguales todas y puestas con mucho orden?—preguntó la muchacha sin dar tregua á su admiración.

—Esas son balas, chicuela—repuso el clérigo—. Los hombres han inventado esos juguetes para matarse unos á otros.

—Esas balas se meten en los cañones que están allí junto—dije yo, queriendo mostrar mi erudición—, y poniendo también pólvora y un cartucho, se dispara y es muy bonito. Hace un ruido, chiquilla, que se vuelve uno loco. ¡Si vieras cómo me lucí en el combate de Trafalgar! ¡Si tú me hubieras visto!... Lo menos maté mil ingleses.

—¡Quiten para allá!—exclamó con miedo D. Celestino—. Sólo de pensar que eso se dispara, me pongo á temblar.

Y se retiraron de la ventana. Yo aconsejé á Inés que descansara, y salí á la calle después que D. Celestino, echándome algunas bendiciones, rezó un Pater noster por mi seguridad y buena suerte en la comisión que iba á desempeñar.

Alejándome todo lo posible del centro de la villa, llegué á la plazuela de palacio, donde me detuvo un obstáculo casi insuperable: un gran gentío que, bajando de las calles del Viento, de Rebeque, del Factor, de Noblejas y de las plazuelas de San Gil y del Tufo, invadía toda la calle Nueva y parte de la plazuela de la Armería. Pensando que sería probable encontrar entre tanta gente al licenciado Lobo, procuré abrirme paso hasta rebasar tan molesta compañía; pero esto era punto menos que imposible, porque me encontraba envuelto, arrastrado por aquel inmenso oleaje humano, contra el cual era difícil luchar.

Yo estaba tan preocupado con mis propios asuntos, que durante algún tiempo no discurrí sobre la causa de aquella tan grande y ruidosa reunión de gente, ni sobre lo que pedía, porque indudablemente pedía ó manifestaba desear alguna cosa. Después de recibir algunos porrazos y tropezar repetidas veces, me detuve arrimado al muro de palacio, y pregunté á los que me rodeaban:

—Pero ¿qué quiere toda esa gente?

—Es que se van, se los llevan—me dijo un chispero—, y eso no lo hemos de consentir.

El lector comprenderá que no me importaba gran cosa que se fueran ó dejaran de irse los que lo tuvieran por conveniente, así es que intenté seguir mi camino. Poco había adelantado, cuando me sentí cogido por un brazo. Estremecime de terror, creyendo hallarme nuevamente en las garras del licenciado; pero no se asusten ustedes: era Pacorro Chinitas.

—¿Conque parece que se los llevan?—me dijo.

—¿A los Infantes? Eso dicen; pero te aseguro, Chinitas, que eso me tiene sin cuidado.

—Pues á mí, no. Hasta aquí llegó la cosa, hasta aquí nos aguantamos, y de aquí no ha de pasar. Tú eres un chiquillo y no piensas más que en jugar, y por eso no te importa.

—Francamente, Chinitas, yo tengo que ocuparme demasiado de lo que á mí me pasa.

—Tú no eres español—me dijo el amolador con gravedad.

—Sí que lo soy—repuse.

—Pues entonces no tienes corazón, ni eres hombre para nada.

—Sí que soy hombre y tengo corazón para lo que sea preciso.

—Pues entonces, ¿qué haces ahí como un marmolillo? ¿No tienes armas? Coge una piedra y rómpele la cabeza al primer francés que se te ponga por delante.

—Han pasado sin duda cosas que yo no sé, porque he estado muchos días sin salir á la calle.

—No, no ha pasado nada todavía; pero pasará. ¡Ah! Gabrielillo, lo que yo te decía ha salido cierto. Todos se han equivocado, menos el amolador. Todos se han ido y nos han dejado solos con los franceses. Ya no tenemos rey, ni más gobierno que esos cuatro carcamales de la Junta.

Yo me encogí de hombros, no comprendiendo por qué estábamos sin rey y sin más gobierno que los cuatro carcamales de la Junta.

—Gabriel—me dijo mi amigo, después de un rato—, ¿te gusta que te manden los franceses, y que con su lengua, que no entiendes, te digan haz esto ó haz lo otro, y que se entren en tu casa, y que te hagan ser soldado de Napoleón, y que España no sea España, vamos al decir, que nosotros no seamos como nos da la gana de ser, sino como el Emperador quiera que seamos?

—¿Qué me ha de gustar? Pero eso es pura fantasía tuya. ¿Los franceses son los que nos mandan? ¡Quia! Nuestro rey, cualquiera que sea, no lo consentiría.

—No tenemos rey.

—¿Pero no habrá en la familia otro que se ponga la corona?

—Se llevan todos los Infantes.

—Pero habrá grandes de España y señores de muchas campanillas, y generales y ministros que les digan á esos franceses: «Señores, hasta aquí llegó. Ni un paso más».

—Los señores de muchas campanillas se han ido á Bayona, y allí andan á la greña por saber si obedecen al padre ó al hijo.

—Pero aquí tenemos tropas que no consentirán...

—El Rey les ha mandado que sean amigos de los franceses y que les dejen hacer.

—Pero son españoles, y tal vez no obedezcan esa barbaridad; porque dime: si los franceses nos quieren mandar, ¿es posible que un español de los que vistan uniforme lo consienta?

—El soldado español no puede ver al francés; pero son uno por cada veinte. Poquito á poquito se han ido entrando, entrando, y ahora, Gabriel, esta baldosa en que ponemos los pies es tierra del emperador Napoleón.

—¡Oh, Chinitas! Me haces temblar de cólera. Eso no se puede aguantar, no, señor. Si las cosas van como dices, tú y todos los demás españoles que tengan vergüenza cogerán un arma, y entonces...

—No tenemos armas.

—Entonces, Chinitas, ¿qué remedio hay? Yo creo que si todos, todos, todos dicen: «Vamos á ellos», los franceses tendrán que retirarse.

—Napoleón ha vencido á todas las naciones.

—Pues entonces echémonos á llorar y metámonos en nuestras casas.

—¡Llorar!—exclamó el amolador, cerrando los puños—. Si todos pensaran como yo... No se puede decir lo que sucederá; pero... Mira: yo soy hombre de paz; pero cuando veo que estos condenados franceses se van metiendo callandito en España, diciendo que somos amigos; cuando veo que se llevan engañado al Rey; cuando les veo por esas calles echando facha y bebiéndose el mundo de un sorbo; cuando pienso que ellos están muy creídos de que nos han metido en un puño por los siglos de los siglos, me dan ganas... no de llorar, sino de matar, pongo el caso, pues... quiero decir que si un francés pasa y me toca con su codo en el pelo de la ropa, levanto la mano..., mejor dicho..., abro la boca y me lo como. Y cuidado que un francés me enseñó el oficio que tengo. El francés me gusta; pero allá en su tierra.

Share on Twitter Share on Facebook