XXVIII

Llegué á la calle en momentos muy críticos. Las dos piezas de la calle de San Pedro habían perdido gran parte de su gente, y los cadáveres obstruían el suelo. La colocada hacia poniente había de resistir el fuego de las de los franceses, sin más garantía de superioridad que el heroísmo de don Pedro Velarde y el auxilio de los tiros de fusil. Al dar primeros pasos encontré uno, y me situé junto á la entrada del parque, desde donde podía hacer fuego hacia la calle Ancha, resguardado por el machón de la puerta. Allí se me presentó una cara conocida, aunque horriblemente desfigurada en la persona de Pacorro Chinitas, que incorporándose entre un montón de tierra y el cuerpo de otro infeliz ya moribundo, hablome así con voz desfallecida:

—Gabriel, yo me acabo; yo no sirvo ya para nada.

—Ánimo, Chinitas—dije, devolviéndole el fusil que caía de sus manos—; levántate.

—¿Levantarme? Ya no tengo piernas. ¿Traes tu pólvora? Dame acá: yo te cargaré el fusil... Pero me caigo redondo. ¿Ves esta sangre? Pues es toda mía y de este compañero que ahora se va... Ya expiró... Adiós, Juancho; tú al menos no verás á los franceses en el parque.

Hice fuego repetidas veces: al principio muy torpemente, y después con algún acierto, procurando siempre dirigir los tiros á algún francés claramente destacado de los demás. Entretanto, y sin cesar en mi faena, oí la voz del amolador que, apagándose por grados, decía:

—Adiós, Madrid, ya me encandilo... Gabriel, apunta á la cabeza. Juancho, que ya estás tieso, allá voy yo también: Dios sea conmigo y me perdone. Nos quitan el parque; pero de cada gota de esta sangre saldrá un hombre con su fusil, hoy, mañana y al otro día. Gabriel, no cargues tan fuerte, que revienta. Ponte más adentro. Si no tienes navaja, búscala, porque vendrán á la bayoneta. Toma la mía. Allí está junto á la pierna que perdí... ¡Ay!, ya no veo más que un cielo negro. ¡Qué humo tan negro! ¿De dónde viene ese humo? Gabriel, cuando esto se acabe, ¿me darás un poco de agua? ¡Qué ruido tan atroz!... ¿Por qué no traen agua?... ¡Agua, Señor Dios Poderoso! ¡Ah!, ya veo el agua: ahí está. La traen unos angelitos: es un chorro, una fuente, un río...

Cuando me aparté de allí, Chinitas ya no existía. La debilidad de nuestro centro de combate me obligó á unirme á él, como lo hicieron los demás. Apenas quedaban artilleros, y dos mujeres servían la pieza principal, apuntada hacia la calle Ancha. Era una de ellas la Primorosa, á quien ví soplando fuertemente la mecha, próxima á extinguirse.

—Mi general—decía á Daoíz—, mientras su merced y yo estemos aquí, no se perderán las Españas ni sus Indias... Allá va el petardo... Venga ahora acá el destupidor. ¡Cómo rempuja pa tras este animal cuando suelta el tiro! ¡Ah! ¿Ya estás aquí, tripita?—gritó al verme—. Toca este instrumento y verás lo bueno.

El combate llegaba á un extremo de desesperación, y la artillería enemiga avanzó hacia nosotros. Animados por Daoíz, los heroicos paisanos pudieron rechazar por última vez la infantería francesa, que en pequeños pelotones se destacaba de la fuerza enemiga.

—¡Ea!—gritó la Primorosa cuando recomenzó el fuego de cañón—. Atrás, que yo gasto malas bromas. ¿Vio usted cómo se fueron, señor general? Sólo con mirarles yo con estos recelestiales ojos, les hice volver pa tras. Van muertos de miedo. ¡Viva España y muera Napoleón!... Chinitas, ¿no está por ahí Chinitas? Ven acá, cobarde, calzonazos.

Y cuando los franceses, replegando su infantería, volvieron á cañonearnos, ella, después de ayudar á cargar la pieza, prosiguió gritando:

—Renacuajos, volved acá. Ea, otro paseíto. Sus mercedes quieren conquistarme á mí, ¿no verdá? Pues aquí me tenéis. Vengan acá: soy la reina, sí, señores; soy la emperadora del Rastro, y yo acostumbro á fumar en este cigarro de bronce, porque no las gasto menos. ¿Quieren ustedes una chupadita? Pos allá va. Desapártense pa que no les salpique la saliva; si no...

La heroica mujer calló de improviso, porque la otra maja que cerca de ella estaba, cayó tan violentamente herida por un casco de metralla, que de su despedazada cabeza saltaron, salpicándonos, repugnantes pedazos. La esposa de Chinitas, que también estaba herida, miró el cuerpo expirante de su amiga. Debo consignar aquí un hecho trascendental: la Primorosa se puso repentinamente pálida y repentinamente seria. Tuvo miedo.

Llegó el instante crítico y terrible. Durante él sentí una mano que se apoyaba en mi brazo. Al volver los ojos, ví un brazo azul con charreteras de capitán. Pertenecía á don Luis Daoíz, que, herido en la pierna, hacía esfuerzos por no caer al suelo, y se apoyaba en lo que encontró más cerca. Yo extendí mi brazo alrededor de su cintura, y él, cerrando los puños, elevándolos convulsamente al cielo, apretando los dientes y mordiendo después el pomo de su sable, lanzó una imprecación, una blasfemia, que habría hecho desplomar el firmamento, si lo de arriba obedeciera á las voces de abajo.

En seguida se habló de capitulación y cesaron los fuegos. El jefe de las fuerzas francesas acercóse á nosotros, y en vez de tratar decorosamente de las condiciones de la rendición, habló á Daoíz de la manera más destemplada y en términos amenazadores y groseros. Nuestro inmortal artillero pronunció entonces aquellas célebres palabras: Si fuerais capaz de hablar con vuestro sable, no me trataríais así.

El francés, sin atender á lo que le decía, llamó á los suyos, y en el mismo instante... Ya no hay narración posible, porque todo acabó. Los franceses se arrojaron sobre nosotros con empuje formidable. El primero que cayó fué Daoíz, traspasado el pecho á bayonetazos. Retrocedimos precipitadamente hacia el interior del parque todos los que pudimos, y como aun en aquel trance espantoso quisiera contenernos don Pedro Velarde, le mató de un pistoletazo por la espalda un oficial enemigo. Muchos fueron implacablemente pasados á cuchillo; pero algunos y yo pudimos escapar, saltando velozmente por entre escombros, hasta alcanzar las tapias de la parte más honda, y allí nos dispersamos, huyendo cada cual por donde encontró mejor camino, mientras los franceses, bramando de ira, indicaban con sus alaridos al aterrado vecindario que Monteleón había quedado por Bonaparte.

Difícilmente salvamos la vida; y no fuimos muchos los que pudimos dar con nuestros fatigados cuerpos en la huerta de las Salesas Nuevas ó en el Quemadero. Los franceses no se cuidaban de perseguirnos, ó por creer que bastaba con rematar á los más próximos, ó porque se sentían con tanto cansancio como nosotros. Por fortuna, yo no estaba herido sino muy levemente en la cabeza, y pude ponerme á cubierto en breve tiempo; al poco rato ya no pensaba más que en volver á mi casa, donde suponía á Inés en penosa angustia por mi ausencia. Cuando traté de regresar, hallé cerrada la puerta de Santo Domingo, y tuve que andar mucho trecho buscando el portillo de San Joaquín. Por el camino me dijeron que los franceses, después de dejar una pequeña guarnición en el parque, se habían retirado.

Dirigime con esta noticia tranquilamente á casa, y al llegar á la calle de San José, encontré aquel sitio inundado de gente del pueblo, especialmente de mujeres, que reconocían los cadáveres. La Primorosa había recogido el cuerpo de Chinitas. Yo ví llevar el cuerpo, vivo aún, de Daoíz en hombros de cuatro paisanos, y seguido de apiñado gentío. De don Pedro Velarde oí que había sido completamente desnudado por los franceses, y en aquellos instantes sus deudos y amigos estaban amortajándole para darle sepultura en San Marcos. Los imperiales se ocupaban en encerrar de nuevo las piezas, y retiraban silenciosamente sus heridos al interior del parque; por último, ví una pequeña fuerza de caballería polaca, estacionada hacia la calle de San Miguel.

Ya estaba cerca de mi casa, cuando un hombre cruzó á lo lejos la calle, con tan marcado ademán de locura, que no pude menos de fijar en él mi atención. Era Juan de Dios, y andaba con pié inseguro de aquí para allí, como demente ó borracho, sin sombrero, con el pelo en desorden sobre la cara, las ropas destrozadas, y la mano derecha, envuelta en un pañuelo manchado de sangre.

—¡Se la han llevado!—exclamó al verme, agitando sus brazos con desesperación.

—¿A quién?—pregunté, adivinando mi nueva desgracia.

—¡A Inés!... Se la han llevado los franceses; se han llevado también á aquel infeliz sacerdote.

La sorpresa y la angustia de tan tremenda nueva me dejaron por un instante como sin vida.

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