XXIX

—Una vez que tomaron el parque—continuó Juan de Dios—, entraron en esa casa de la esquina y en otra de la calle de San Pedro para prender á todos los que les habían hecho fuego, y sacaron hasta dos docenas de infelices. ¡Ay, Gabriel, qué consternación! Yo entraba en la taberna para echarme un poco de agua en la mano... porque sabrás que una bala me llevó los dos dedos... Entraba en la taberna y ví que sacaban á Inés. La pobrecita lloraba como un niño, y volvía la vista á todos lados, sin duda buscándome con sus ojos. Acerqueme, y hablando en francés, rogué al sargento que la soltase; pero me dieron tan fuerte golpe, que casi perdí el sentido. ¡Si vieras cómo lloraba la pobrecita, y cómo miraba á todos lados, buscándome sin duda!... Yo me vuelvo loco, Gabriel. El buen eclesiástico subía la escalera cuando le cogieron, y dicen que llevaba un cuchillo en la mano. Todos los de la casa están presos. Los franceses dijeron que desde allí les habían tirado una cazuela de agua hirviendo. Gabriel, si no ponen en libertad á Inés, yo me muero, yo me mato, yo les diré á los franceses que me maten.

Al oir esta relación, el vivo dolor arrancó al principio ardientes lágrimas á mis ojos; pero después fué tanta mi indignación, que prorrumpí en exclamaciones terribles, y recorrí la calle gritando como un insensato. Aún dudé; subí á mi casa; encontrela desierta; supe de boca de algunos vecinos consternados la verdad, tal como Juan de Dios me la había dicho, y ciego de ira, con el alma llena de presentimientos siniestros y de inexplicables angustias, marché hacia el centro de Madrid, sin saber adónde me encaminaba, y sin que me fuera posible discurrir cuál partido sería más conveniente en tales circunstancias. ¿A quién pedir auxilio si yo á mi vez era también injustamente perseguido? A ratos me alentaba la esperanza de que los franceses pusieran en libertad á mis dos amigos. La inocencia de uno y otro, especialmente de ella, era para mí tan obvia, que sin género de duda había de ser reconocida por los invasores. Juan de Dios me seguía y lloraba como una mujer.

—Por ahí van diciendo—me indicó—que los prisioneros han sido llevados á la Casa de Correos. Vamos allá, Gabriel, y veremos si conseguimos algo.

Fuimos al instante á la Puerta del Sol, y en todo su recinto no oíamos sino quejas y lamentos por el hermano, el padre, el hijo ó el amigo, bárbaramente aprisionados sin motivo. Se decía que en la Casa de Correos funcionaba un tribunal militar; pero después corrió la voz de que los individuos de la Junta habían hecho un convenio con Murat para que todo se arreglara, olvidando el conflicto pasado y perdonándose respectivamente las imprudencias cometidas. Esto nos alborozó á todos los presentes, aunque no nos parecía muy tranquilizador ver á la entrada de las principales calles una pieza de artillería con mecha encendida. Dieron las cuatro de la tarde, y no se desvanecía nuestra duda, ni de las puertas de la fatal Casa de Correos salía otra gente que algún oficial de órdenes que á toda prisa partía hacia el Retiro ó la Montaña. Nuestra ansiedad crecía; profunda zozobra invadía los ánimos, y todos se dispersaban tratando de buscar noticias verídicas en fuentes autorizadas.

De pronto oigo decir que alguien va por las calles leyendo un bando. Corremos todos hacia la del Arenal; pero nos es imposible enterarnos de lo que leen. Preguntamos, y nadie nos responde, porque nadie oye. Retrocedemos pidiendo informes, y nadie nos los da. Volvemos á mirar la Casa de Correos, tras cuyas paredes están los que nos son queridos, y media compañía de granaderos con algunos mamelucos dispersan al padre, al hermano, al hijo, al amante, amenazándoles con la muerte. Nos vamos al fin por las calles, cada cual discurriendo qué influencias pondrá en juego para salvar á los suyos.

Juan de Dios y yo nos dirigimos hacia los Caños del Peral, y al poco rato vimos un pelotón de franceses que conducían maniatados y en traílla, como á salteadores, á dos ancianos y á un joven de buen porte. Después de esta fatídica procesión, vimos hacia la calle de los Tintes otra no menos lúgubre, en que iba una señora joven, un sacerdote, dos caballeros y un hombre del pueblo en traje como de vendedor de plazuela. La tercera la encontramos en la calle de Quebrantapiernas, y se componía de más de veinte personas, pertenecientes á distintas clases de la sociedad. Aquellos infelices iban mudos y resignados, guardando el odio en sus corazones, y ya no se oían voces patrióticas en las calles de la ciudad vencida y aherrojada, porque los invasores dominábanla toda piedra por piedra, y no había esquina donde no asomase la boca de un cañón, ni callejuela por la cual no desfilaran pelotones de fusileros, ni plaza donde no apareciesen, fúnebremente estacionados, fuertes piquetes de mamelucos, dragones ó caballería polaca.

Repetidas veces vimos que detenían á personas pacíficas y las registraban, llevándoselas presas por si acertaban estas á guardar acaso algún arma, aunque fuera navaja para usos comunes. Yo llevaba en el bolsillo la de Chinitas, y ni aun me ocurrió tirarla: ¡tales eran mi aturdimiento y abstracción! Pero tuvimos la suerte de que no nos registraran. Últimamente, y á medida que anochecía, apenas encontrábamos gente por las calles. No íbamos, no, á la ventura por aquellos desiertos lugares, pues yo tenía un proyecto que al fin comuniqué á mi acompañante: pensaba dirigirme á casa de la Marquesa, con viva esperanza de conseguir de ella poderoso auxilio en mi tribulación. Juan de Dios me contestó que él por su parte había pensado dirigirse á un amigo, que á su vez lo era del señor O’Farril, individuo de la Junta. Dicho esto, convinimos en separarnos, prometiendo acudir de nuevo á la Puerta del Sol una hora después.

Fui á casa de la Marquesa, y el portero me dijo que su excelencia había partido dos días antes para Andalucía. También pregunté por Amaranta; mas tuve el disgusto de saber que su excelencia la señora Condesa estaba en camino de Andalucía. Desesperado, regresé al centro de Madrid, elevando mis pensamientos á Dios, como el más eficaz amparador de la inocencia, y traté de penetrar en la Casa de Correos. Al poco rato de estar allí procurándolo inútilmente, ví salir á Juan de Dios tan pálido y alterado, que temblé, adivinando nuevas desdichas.

—¿No está?—pregunté—. ¿Los han puesto en libertad?

—No—dijo, secando el sudor de su frente—. Todos los presos que estaban aquí han sido entregados á los franceses. Se los han llevado al Buen Suceso, al Retiro, no sé adónde... ¿Pero no conoces el bando? Los que sean encontrados con armas, serán arcabuceados... Los que se junten en grupo de más de ocho personas, serán arcabuceados... Los que hagan daño á un francés, serán arcabuceados... Los que parezcan agentes de Inglaterra, serán arcabuceados.

—¿Pero dónde está Inés?—exclamé con exaltación—. ¿Dónde está? Si esos verdugos son capaces de sacrificar á una niña inocente y á un pobre anciano, la tierra se abrirá para tragárselos, las piedras se levantarán solas del suelo para volar contra ellos, el cielo se desplomará sobre sus cabezas, se encenderá el aire, y el agua que beban se les tornará veneno; y si esto no sucede, es que no hay Dios ni puede haberlo. Vamos, amigo: hagamos esta buena obra. ¿Dice usted que están en el Retiro?

—Ó aquí, en el Buen Suceso, ó en la Moncloa. Gabriel, yo salvaré á Inés de la muerte, ó me pondré delante de los fusiles de esa canalla para que me quiten también la vida. Quiero irme al cielo con ella; si supiera que sus dulces ojos no me habían de mirar más en la tierra, ahora mismo dejaría de existir. Gabriel, todo lo que tengo es tuyo si me ayudas á buscarla; que después que ella y yo nos juntemos, y nos casemos, y nos vayamos al lugar desierto que he pensado, para nada necesitamos dinero. Yo tengo esperanza; ¿y tú?

—Yo también—respondí, pensando en Dios.

—Pues, hijo, marcha tú al Retiro, que yo entraré en el Buen Suceso, por la parte del hospital, que allí conozco á uno de los enfermeros. También conozco á dos oficiales franceses. ¿Podrán hacer algo por ella? Vamos: las diez. ¡Ay! ¿No oíste una descarga?

—Sí, hacia abajo; hacia el Prado; se me ha helado la sangre en las venas. Corro allá. Adiós, y buena suerte. Si no nos encontramos después aquí, en mi casa.

Dicho esto, nos separamos á toda prisa, y yo corrí por la Carrera de San Jerónimo. La noche era oscura, fría y solitaria. Por mi camino encontré tan sólo algunos hombres que corrían despavoridos, y á cada paso lamentos dolorosísimos llegaban á mis oídos. A lo lejos distinguí las pisadas de las patrullas francesas y de rato en rato un resplandor lejano seguido de estruendosa detonación.

Cómo se presentaba en mi alma atribulada aquel espectáculo en la negra noche, aquellos ruidos pavorosos, no es cosa que puedo yo referir, ni palabras de ninguna lengua alcanzan á manifestar angustia tan grande. Llegaba junto al Espíritu Santo, cuando sentí muy cercana ya una descarga de fusilería. Allá abajo, en la esquina del palacio de Medinaceli, la rápida luz del fogonazo había iluminado un grupo, mejor dicho, un montón de personas, en distintas actitudes colocadas, y con diversos trajes vestidas. Tras de la detonación, oyéronse quejidos de dolor, imprecaciones que se apagaban al fin en el silencio de la noche. Después algunas voces, hablando en lengua extranjera, dialogaban entre sí; se oían las pisadas de los verdugos, cuya marcha en dirección al fondo del Prado era indicada por los movimientos de unos farolillos de agonizante luz. A cada rato circulaban pequeños tropeles con gentes maniatadas, y hacia el Retiro se percibía resplandor muy vivo, como de la hoguera de un vivac.

Acerqueme al palacio de Medinaceli por la parte del Prado, y allí ví algunas personas que acudían á reconocer los infelices últimamente arcabuceados. Reconocilos yo también uno por uno, y observé que pequeña parte de ellos estaban vivos, aunque ferozmente heridos, y arrastrábanse estos pidiendo socorro, ó clamaban con voz desgarradora suplicando que se les rematase.

Entre todas aquellas víctimas no había más que una mujer, que no tenía semejanza con Inés, ni encontré tampoco sacerdote alguno. Sin prestar oídos á las voces de socorro, ni reparar tampoco en el peligro que cerca de allí se corría, me dirigí hacia el Retiro.

En la puerta que se abría al primer patio me detuvieron los centinelas. Un oficial se acercó á la entrada.

—Señor—exclamé cruzando las manos y expresando de la manera más espontánea el vivo dolor que me dominaba—, busco á dos personas de mi familia que han sido traídas aquí por equivocación. Son inocentes: Inés no arrojó á la calle ningún caldero de agua hirviendo, ni el pobre clérigo ha matado á ningún francés. Yo lo aseguro, señor oficial, y el que dijese lo contrario es un vil mentiroso.

El oficial, que no me entendía, hizo un movimiento para echarme hacia fuera; pero yo, sin reparar en consideraciones de ninguna clase, me arrodillé delante de él, y con fuertes gritos proseguí suplicando de esta manera:

—Señor oficial, ¿será usted tan inhumano que mande fusilar á dos personas inofensivas: á una muchacha de dieciséis años y á un infeliz viejo de sesenta? No puede ser. Déjeme usted entrar; yo le diré cuáles son, y usted les mandará poner en libertad. Los pobrecitos no han hecho nada. Fusílenme á mí, que disparé muchos tiros contra ustedes en la acción del parque, pero dejen en libertad á la joven y al sacerdote. Yo entraré, les sacaremos... Mañana, mañana probaré yo, como esta es noche, que son inocentes, y si no resultasen tan inocentes como los ángeles del cielo, fusíleme usted á mí cien veces. Señor oficial, usted es bueno; usted no puede ser un verdugo. Esas cruces que tiene en el pecho las habrá adquirido honrosamente en las grandes batallas que dicen ha ganado el ejército de Napoleón. Un hombre como usted no puede deshonrarse asesinando á mujeres inocentes. Yo no lo creo, aunque me lo digan. Señor oficial, si quieren ustedes vengarse de lo de esta mañana maten á todos los hombres de Madrid, mátenme á mí también, pero no á Inés. ¿Usted no tiene hermanitas jóvenes y lindas? Si usted las viera amarradas á un palo, á la luz de una linterna, delante de cuatro soldados con los fusiles en la cara, ¿estaría tan sereno como ahora está? Déjeme entrar; yo le diré quiénes son los que busco, y entre los dos haremos esta buena obra, que Dios le tendrá en cuenta cuando se muera. El corazón me dice que están aquí...; entremos, por Dios y por la Virgen. Usted está aquí en tierra extranjera, y lejos, muy lejos de los suyos. Cuando recibe cartas de su madre ó de sus hermanitas, ¿no le rebosa el corazón de alegría, no quiere verlas, no quiere volver allá? Si le dijesen que ahora les estaban poniendo un farol en el pecho para fusilarlas...

El estrépito de otra descarga me hizo enmudecer, y la voz expiró en mi garganta por falta de aliento. Estuve á punto de caer sin sentido; pero haciendo un heroico esfuerzo, volví á suplicar al oficial con voz ronca y ademán desesperado, pretendiendo que me dejase entrar á ver si algunos de los recién inmolados eran los que yo buscaba. Sin duda, mi ruego, expresado ardientemente y con profundísima verdad, conmovió al joven oficial, más por la angustia de mis ademanes que por el sentido de las palabras, extranjeras para él, y apartándose á un lado me indicó que entrara. Hícelo rápidamente, y recorrí como un insensato el primer patio y el segundo. En este, que era el de la Pelota, no había más que franceses; pero en aquel yacían por el suelo las víctimas aún palpitantes, y no lejos de ellas las que esperaban la muerte. ví que las ataban codo con codo, obligándoles á ponerse de rodillas, unos de espaldas, otros de frente. Los más extendían sus brazos agitándolos al mismo tiempo que lanzaban imprecaciones y retos á los verdugos, algunos escondían con horror la cara en el pecho del vecino; otros lloraban; otros pedían la muerte, y ví uno que, rompiendo con fuertes sacudidas las ligaduras, se abalanzó hacia los granaderos. Ninguna fórmula de juicio, ni tampoco preparación espiritual, precedían á esta abominación: los granaderos hacían fuego una ó dos veces, y los sacrificados se revolvían en charcos de sangre con espantosa agonía.

Algunos acababan en el acto; pero los más padecían largo martirio antes de expirar, y hubo muchos que, heridos por las balas en las extremidades y desangrados, sobrevivieron, después de pasar por muertos, hasta la mañana del día 3, en que los mismos franceses, reconociendo su mala puntería, los mandaron al hospital. Estos casos no fueron raros, y yo sé de dos ó tres á quienes cupo la suerte de vivir después de pasar por los horrores de una ejecución sangrienta. Un maestro herrero, comprendido en una de las traíllas del Retiro, dio señales de vida al día siguiente, y al borde mismo del hoyo en que se le preparaba sepultura. Lo mismo aconteció á un tendero de la calle de Carretas, y hasta hace poco tiempo ha existido uno, que era entonces empleado en la imprenta de Sancha, y fué fusilado torpemente dos veces: una en la Soledad, donde, se hizo la primera matanza; después en el patio del Buen Suceso; desde cuyo sitio pudo escapar, arrastrándose entre cadáveres y regueros de sangre hasta el hospital cercano, donde le dieron auxilio. Los franceses, aunque á quemarropa, disparaban mal, y algunos de ellos, preciso es confesarlo, con marcada repugnancia, pues sin duda conocían el envilecimiento en que habían repentinamente caído las águilas imperiales.

Casi sin esperar á que se consumara la sentencia de los que cayeron ante mí, les examiné á todos. Las linternas, puestas delante de cada grupo, alumbraban con su siniestra luz la escena. Ni entre los inmolados ni entre los que aguardaban el sacrificio ví á Inés ni á D. Celestino, aunque á veces me parecía reconocerles en cualquier bulto que se movía implorando compasión ó murmurando una plegaria.

Recuerdo que en aquel examen una mano helada cogió la mía, y al inclinarme ví un hombre desconocido que dijo algunas palabras y expiró. Repetidas veces pisé los pies y las manos de varios desgraciados, pero en trances tan terribles, parece que se extingue todo sentimiento compasivo hacia los extraños, y buscando con anhelo á los nuestros, somos impasibles para las desgracias ajenas.

Algunos franceses me obligaron á alejarme de aquel sitio; y por las palabras que oí, me juzgué en peligro de ser también comprendido en la traílla; pero á mí no me importaba la muerte, ni en tal situación hubiera dejado de mirar á un punto donde creyera distinguir el semblante de mis dos amigos, aunque me arcabucearan cien veces. Corrí hacia otro extremo del patio, donde sonaban lamentos y mucha bulla de gente, cuando un anciano se acercó á mí tomándome por el brazo.

—¿A quién busca usted?—le dije.

—¡Mi hijo, mi único hijo!—me contestó—. ¿Dónde está? ¿Eres tú mi hijo? ¿Eres tú mi Juan? ¿Te han fusilado? ¿Has salido de aquel montón de muertos?

Comprendí por su mirada y por sus palabras que aquel hombre estaba loco, y seguí adelante. Otro se llegó á mí y preguntóme á su vez que á quién buscaba. Contéle brevemente la historia, y me dijo:

—Los que fueron presos en el barrio de Maravillas no han venido aquí ni á la Casa de Correos. Están en la Moncloa. Primero los llevaron á San Bernardino, y á estas horas... Vamos allá. Yo tengo un salvoconducto de un oficial francés, y podremos salir.

Salimos, en efecto, y en el Prado aquel hombre corrió desaladamente y le perdí de vista. Yo también corrí cuanto me era posible, pues mis fuerzas, á tan terribles pruebas sujetas por tanto tiempo, desfallecían ya. No puedo decir qué calles pasé, porque ni miraba á mi alrededor, ni tenía entonces más ojos que los del alma para ver siempre dentro de mí mismo el espectáculo de aquella gran desdicha. Sólo sé que corrí sin cesar; sólo sé que ninguna voz, ninguna queja que sonasen cerca de mí me conmovían ni me interesaban; sólo sé que mientras más corría, mayores eran mi debilidad y extenuación, y que al fin, no sé en qué calle, me detuve apoyándome en la pared cercana, porque mi cuerpo se caía al suelo y no me era posible dar un paso más. Limpié el sudor de mi frente; parecíame que se había acabado el aire y que el suelo se marchaba también bajo mis pies, y que las casas se hundían sobre mi cabeza. Recuerdo haber hecho esfuerzos para seguir; pero no me fué posible, y por un espacio de tiempo que no puedo apreciar, sólo tinieblas me rodearon, acompañadas de absoluto silencio.

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