XXX

Durante mi desvanecimiento, hijo de la extenuación, traje á la memoria las arboledas de Aranjuez, con sus millares de pájaros charlatanes, aquellas tardes sonrosadas, aquellos paseos por los bordes del Jarama y el espectáculo de la unión de este con el Tajo. Me acordé de la casa del cura, y parecíame ver la parra del patio y los tiestos de la huerta, y oir los chillidos de la tía Gila, riñendo formalmente con las gallinas porque sin su permiso se habían salido del corral. Se me representaba el sonido de las campanas de la iglesia, tocadas por los cuatro muchachos ó por el ingrato padre. La imagen de Inés completaba todas estas imágenes, y en mi delirio no me parecía que estaba la desgraciada muchacha junto á mí, ni tampoco delante, sino dentro de mi propia persona, como formando parte del ser á quien reconocía como yo mismo. Nada estorbaba nuestra felicidad, ni nos cuidábamos de lo por venir; porque abandonada á su propio ímpetu la corriente de nuestras almas, se habían juntado al fin Jarama y Tajo, y mezcladas ambas corrientes cristalinas, cavaban en el ancho cauce de una sola y fácil existencia.

Sacóme de aquel estado soñoliento un fuerte golpe que me dieron en el cuerpo, y no tardé en verme rodeado de algunas personas, una de las cuales dijo, examinándome de cerca: «Está borracho».

Creí reconocer la voz del licenciado Lobo, aunque, á decir verdad, aún hoy no puedo asegurar que fuera él quien tal cosa dijo. Lo que sí afirmo es que uno de los que me miraban era Juan de Dios.

—¿Eres tú, Gabriel?—me dijo—. ¿Cómo estás por los suelos? ¡Bonito modo de buscar á la muchacha! No está en el Retiro ni en el Buen Suceso. El señor licenciado me ayuda en mis pesquisas, y estamos seguros de encontrarla, y aun de salvarla.

Estas palabras las oí confusamente, y después me quedé solo, ó mejor dicho, acompañado de algunos chicuelos que me empujaban de acá para allá jugando conmigo. No tardé en recobrar, con el completo uso de mis facultades, la idea perfecta de la terrible situación, sólo olvidada durante un rato de marasmo físico y de turbación mental. Oí distintamente las dos en un reloj cercano, y observé el sitio en que me encontraba, el cual no era otro que la plazuela del Barranco, inmediata á los Caños del Peral. Contemplar mental y retrospectivamente cuanto había pasado; medir con el pensamiento la distancia que me separaba de la Montaña, y correr hacia allá, todo pasó en el mismo instante. Sentíame ágil; la desesperación aligeraba tanto mis pasos, que en poco tiempo llegué al fin de mi viaje; y en la portalada que daba á la huerta del Príncipe Pío ví tanta gente curiosa, que era difícil acercarse. Yo lo hice, á pesar de los obstáculos, y habría sido preciso matarme para hacerme retroceder. Las mujeres allí reunidas daban cuenta de los desgraciados que habían visto penetrar para no salir más. Desde luégo quise introducirme, é intenté conmover á los centinelas con ruegos, con llantos, con razones, hasta con amenazas. Pero mis esfuerzos eran inútiles, y cuanto más clamaba, más enérgicamente me impelían hacia fuera. Después de forcejear un rato, la desesperación y la rabia me sugirieron estas palabras que dirigí al centinela:

—Déjeme entrar. Vengo á que me fusilen.

El centinela me miró con lástima, y apartóme con la culata de su fusil.

—¡Tienes lástima de mí—continué—, y no la tienes de los que busco! No, no tengas lástima. Yo quiero entrar. Quiero ser arcabuceado con ellos.

Fui nuevamente rechazado; pero de tal modo me dominaba el deseo de entrar, y tan terriblemente pesaba sobre mi espíritu aquella horrorosa incertidumbre, que la vida me parecía precio mezquino para comprar el ingreso de la funesta puerta, tras la cual agonizaban ó se disponían á la muerte mis dos amigos.

Desde fuera escuchaba un sordo murmullo, concierto lúgubre á mi parecer, de plegarias dolorosas y de violentas imprecaciones. Yo tan pronto me apartaba de la puerta como volvía á ella, á suplicar de nuevo, y la angustia me sugería razones incontestables para cualquiera, menos para los franceses. A veces golpeaba la pared con mi cabeza, á veces clavábame las uñas en mi propio cuerpo hasta hacerme sangre; medía con la vista la altura de la tapia, aspirando á franquearla de un vuelo; iba y venía sin cesar, insultando á los afligidos circunstantes, y miraba el negro cielo, por entre cuyos apelmazados celajes creía distinguir, danzando en veloz carrera, una turba de mofadores demonios.

Volvía á suplicar al centinela, diciéndole:

—¿Por qué no me fusiláis? ¿Por qué no entro, para que me maten con mis amigos? ¡Asesinos de Madrid! ¿Sabéis para qué quiero yo á vuestro Emperador? Para esto.

Y escupía con rabia á los pies de los soldados, que sin duda me tenían por loco. Luégo, concibiendo una idea que me parecía salvadora, registré ávidamente mis bolsillos, como si en ellos encerrase un tesoro, y sacando la navaja de Chinitas, que aún conservaba, exclamé con febril alegría:

—¡Ah! ¿No veis lo que tengo aquí? Una navaja, un cuchillo aún manchado de sangre. Con él he matado muchos franceses, y mataría al mismo Napoleón I. ¿No prendéis á todo el que lleva armas? Pues aquí estoy. Torpes: habéis cogido á tantos inocentes, y á mí me dejáis suelto por las calles... ¿No me andabais buscando? Pues aquí estoy. Ved, ved el cuchillo: aún gotea sangre.

Tan convincentes razones me valieron el ser aprehendido, y al fin penetré en la huerta. Apenas había dado algunos pasos hacia las personas que confusamente distinguía delante de mí, cuando un vivo gozo inundó mi alma. Inés y D. Celestino estaban allí, ¡pero de qué manera! En el momento de mi entrada, á ambos los ataban, como eslabones de la cadena humana que iba á ser entregada al suplicio. Me arrojé en sus brazos, y por un momento, estrechados con inmenso amor, los tres no fuimos más que uno sólo. Inés empezó después á llorar amargamente; mas el clérigo conservaba su semblante sereno.

—Desde que le has visto, Inés, has perdido la serenidad—dijo gravemente—Ya no estamos en la tierra. Dios aguarda á sus queridos mártires, y la palma que merecemos nos obliga á rechazar todo sentimiento que sea de este mundo.

—¡Inés!—exclamé con el dolor más vivo que he sentido en toda mi vida—. ¡Inés! Después de verte en esta situación, ¿qué puedo hacer sino morir?

Y luégo, volviéndome á los franceses ebrio de coraje, y sintiéndome con un valor inmenso, extraordinario, sobrehumano, exclamé:

—Canallas, cobardes, verdugos, ¿creéis que tengo miedo á la muerte? Haced fuego de una vez y acabad con nosotros.

Mi furor no irritaba á los franceses, que hacían los preparativos del sacrificio con frialdad horripilante. Lleváronme á presencia de uno, el cual, después de decirme algunas palabras, me envió ante otro, que al fin decidió de mi suerte. Al poco rato me ví puesto en fila junto al clérigo, cuya mano estrecho la mía.

—¿Cuándo te cogieron? ¿Te encontraron algún arma, desgraciado?—me dijo—. Pero no es esta ocasión de mostrar odio, sino resignación. Vamos á entrar en nueva y más gloriosa vida. Dios ha querido que nuestra existencia acabe en este día, y nos ha dado el laurel de mártires por la patria, que todos no tienen la dicha de alcanzar. Gabriel, eleva tu mente al cielo. Tú estás libre de todo pecado, y yo te absuelvo. Hijo mío, este trance es terrible; pero tras él viene la bienaventuranza eterna. Sigue el ejemplo de Inés. Y tú, hija mía, la más inocente de todas las víctimas inmoladas en este día, implora por nosotros si, como creo, llegas la primera al goce de la eterna dicha.

Pero yo no atendía á las razones de mi amigo, sino que me empeñaba en hablar con Inés, en distraerla de su devoto recogimiento, en pretender que dirigiera á mí las palabras que á Dios sin duda dirigía, en obligarla á alzar los ojos y mirarme, pues sin esto yo me sentía incapaz de contrición.

Un oficial francés nos pasó una especie de revista, examinándonos uno á uno.

—¿Para qué prolongáis nuestro martirio?—exclamé sin poderme contener, viendo sobre mí la impertinente mirada del francés—. Todos somos españoles, todos somos españoles; todos hemos luchado contra vosotros. Por cada vida que ahoguéis en sangre, renacerán otras mil que al fin acabarán con vosotros, y ninguno de los que estáis aquí verá la casa en que nació.

—Gabriel, modérate y perdónales como les perdono yo—me dijo el cura—. ¿Qué te importa esa gente? ¿Para qué les afeas su pasado, si harto lo verán en el turbio espejo de su conciencia? ¿Qué importa morir? Hijo mío, destruirán nuestros cuerpos, pero no nuestra alma inmortal, que Dios ha de recibir en su seno. Perdónalos; haz lo que yo, que pienso pedir á Dios por los enemigos del Príncipe de la Paz, mi amigo y hasta pariente; por Santurrias, por el licenciado Lobo, por los tíos de Inesilla, y hasta por los franceses que nos quieren quitar nuestra patria. Mi conciencia está más serena que ese cielo que tenemos sobre nuestras cabezas, y por cuyo lejano horizonte aparece ya la aurora del nuevo día. Lo mismo están nuestras almas, Gabriel, y en ellas despuntan ya los primeros resplandores del día sin fin.

—Ya amanece—dije mirando á Oriente—. Inés: no bajes los ojos, por Dios, y mírame; estréchate más contra nosotros.

—Procura serenar tu conciencia, hijo mío—continuó el clérigo—. La mía está serena. No, no he manchado mis manos con sangre, porque soy sacerdote; me encontraron un cuchillo, pero no era mío. Yo cumplí mi deber, que era arengar á aquellos valientes, y si ahora me soltaran acudiría de pueblo en pueblo repitiendo aquello de Dulce et decorum est del gran latino. Únicamente me arrepiento de no haber advertido á tiempo al señor Príncipe. ¡Ah!, si él hubiera puesto en la cárcel á aquellos perdidos..., tal vez no habría caído, tal vez no habría sido rey Fernando VII, tal vez no habrían venido los franceses..., tal vez... Pero Dios lo ha querido así... Verdad es que si yo hubiera vencido la cortedad de mi genio..., si yo hubiera prevenido á Su Alteza, que me quería tanto... ¡Ah!, no nos ocupemos ya más que de morir y perdonar. ¡Ah, Gabriel! Haz lo que yo, y verás con qué tranquilidad recibes la muerte. ¿Ves á Inés? ¿No parece su cara la de un ángel celeste? ¿No la ves como está tranquila en su recogimiento, y digna y circunspecta sin afectación? ¿No la ves cómo contempla á los franceses sin odio, y suspira dulcemente, animándonos con su mirada?

—¡Inés—exclamé yo, sin poder adquirir nunca la serenidad que D. Celestino me pedía—, tú no debes morir, tú no morirás! Señor oficial, fusiladnos á todos, fusilad al mundo entero; pero poned en libertad á esta infeliz muchacha, que nada ha hecho. Así como digo y repito y juro que he matado yo más de cincuenta franceses, digo y repito y juro que Inés no arrojó á la calle ningún caldero de agua hirviendo, como han dicho.

El francés miró á Inés, y viéndola tan humilde, tan resignada, tan bella, tan dulcemente triste en su disposición para la muerte, no pudo menos de mostrarse algo compasivo. D. Celestino, viendo aquella inclinación favorable, se echó á llorar, y dijo también: «Todos nosotros hemos pecado; pero Inés es inocente». Las lágrimas del anciano produjeron en mí trastorno tan vivo, que de improviso, á la tirantez colérica de mi irritado ánimo, sucedió una como tranquila, aunque penosísima expansión, un reblandecimiento, si así puede decirse, de mi endurecido dolor.

—Inés es inocente—exclamé de nuevo—. ¿No ven ustedes su semblante, señores oficiales? ¡Ah!, ustedes son unos caballeros muy decentes y muy honrados, y no pueden cometer la villanía de asesinar á esta niña.

—Nosotros no valemos para nada—dijo el clérigo con voz balbuciente—. Mátennos en buen hora, porque somos hombres, y el que más y el que menos... Pero ella..., señores militares... Me parece que son ustedes unas personas muy finas..., pues... ¡Ah! Inés es inocente. No tienen ustedes conciencia; ¿no tienen en su corazón una voz que les dice que esa jovencita es inocente?

El oficial, más inclinado á la compasión, pareció hasta conmovido. Acercándose, miró á Inés con interés.

Mas la huérfana se abrazó á nosotros en el momento en que los granaderos formaron la horrenda fila. Yo miraba todo aquello con ojos absortos, y sentíame nuevamente aletargado, con algo como enajenación ó delirio en mi cabeza. ví que se acercó otro oficial con una linterna, seguido de dos hombres, uno de los cuales nos examinó ansiosamente, y al llegar á Inés, paróse y dijo: «Esta».

Era Juan de Dios, acompañado del licenciado Lobo y de aquel mismo oficial francés que varias veces le visitó en nuestra tienda.

Lo que entonces pasó se me representa siempre en formas vagas, como las que pasea la mentirosa fiebre ante nuestros ojos cuando estamos enfermos.

El oficial recién venido y el que antes nos custodiaba hablaron un instante con precipitación. El segundo dirigióse enseguida á desatar á Inés para entregarla á su amigo. ¡Momento inexplicable! Inés no quería separarse de nosotros, y abrazándonos, se aferraba á la muerte con sus manos ya libres. Un violento, un irresistible egoísmo, que hundía sus poderosas raíces hasta lo más profundo de mi ser, se apoderó de mí. No sé qué íntima fuerza desarrollada de súbito me permitió romper la ligadura de un brazo, y pude asir fuertemente á Inés, mientras con angustiosa impaciencia miraba los fusiles del pelotón de granaderos.

¡Instante terrible, cuyo recuerdo hiela la sangre en las venas y paraliza el corazón, simulando la muerte! Aunque la infeliz quería compartir nuestra suerte, la tardía compasión de nuestros asesinos nos la quitaba. Ella, durante la breve lucha, dijo algo que no sé recordar. Yo también pronuncié palabras de que hoy no puedo darme cuenta. Pero nos la quitaron; no olvidé nunca la extraña sensación que experimenté al perder el calor de sus manos y de su cara. Yo estaba como loco. Pero la ví claramente cuando se la llevaron, cuando desapareció de entre las filas, arrastrada, sostenida, cargada por Juan de Dios.

Y al ver esto sentí un estruendo horroroso; después un zumbido dentro de la cabeza, y un hervidero en todo el cuerpo; después un calor intenso, seguido de penetrante frío; después una sensación inexplicable, como si algo rozara por toda mi epidermis; después como un vapor dentro del pecho que subía invadiendo mi cabeza; después una debilidad incomprensible que me hacía el efecto de quedarme sin piernas; después una palpitación vivísima en el corazón; después un súbito detenimiento en el latido de esta víscera; después la pérdida de toda sensación en el cuerpo, y en el busto, y en el cuello, y en la boca, después la inconsciencia de tener cabeza, la absoluta reconcentración de todo yo en mi pensamiento; después unas como ondulaciones concéntricas en mi cerebro parecidas á las que forma una piedra cayendo al mar; después un chisporroteo colosal que difundía por espacios mayores que cielo y tierra juntos la imagen de Inés en doscientos mil millones de luces; después oscuridad profunda, misteriosamente asociada á un agudísimo dolor en las sienes; después un vago reposo, una extinción rápida, un olvido creciente, invasor, y, por último, nada, absolutamente nada.

Madrid, julio de 1873

fin de el 19 de narzo y el 2 de mayo

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