En la soledad de su alcoba, encontrose mi hombre más dueño de sí mismo, habiendo vencido aquella turbación inexplicable con que saliera de la casa de Santa Cruz. Despidió a su criado, después de quitarse la ropa, y envuelto en su bata se tendió en el sofá. En aquellas tristes horas engañaba el insomnio paseándose a ratos por la habitación, a ratos echado y descabezando un ligero intranquilo sueño. Acudían entonces a su memoria las acciones e imágenes de aquel día o de los anteriores, a veces las de fechas muy remotas y que no tenían relación alguna con su situación presente. Aquella noche, cosa rara, apenas salió el ayuda de cámara, Moreno se quedó profundamente dormido en el sofá, sin soñar nada; pero despertó a la media hora, no pudiendo apreciar el tiempo que su letargo durara. Al despertar huyó de tal modo el sueño de su cerebro y hallábase tan inquieto, que ni siquiera admitía como probable la idea de dormir. A la manera que el jugador saca las piezas del ajedrez y las va poniendo sobre el tablero de casillas blancas y negras, así fue sacando sus ideas. Tenía por pareja a sí mismo en aquel juego... «Adelante un peón».
«¡Te has lucido! ¡Campaña como esta...! ¿Cuánto tiempo hace que estás en España? A poco más, año completo. ¿Y para qué? Para nada. ¡Pobre hombre! Lo que me pareció fácil, resulta no ya difícil, sino imposible... Para más contrariedad, delante de esa bendita y maldita mujer, me convierto en el más insípido de los colegiales. ¿Por qué es esto? Y dime otra cosa, idiota, ¿qué tiene esa mona para que de este modo te hayas embrutecido por ella? Otras son más guapas, otras tienen más ingenio, otras hay más elegantes; y sin embargo, es el número uno, el número único. De gustarme pasa a enloquecerme, y noto en mí lo que no había notado nunca, una alegría, una tristeza... ganas de llorar, de reír, y aun de hacer el tonto delante de ella. Nada, que a los cuarenta y ocho años me sale el sarampión y la edad del pavo. Tampoco me había pasado nunca lo que me pasa ahora, cortarme, sentir que quiero ser atrevido y no puedo. Le voy a decir una galantería intencionada, y me sale una simpleza. Me infunde un respeto que jamás conocí. La sigo a Biarritz, la acompaño a París; y cuanto más la trato, más atado me veo por este maldecido respeto... Me cortaría yo este respeto como se corta una mano gangrenada. ¿A qué viene tal respeto? ¿Qué quiere decir esto? Sea lo que quiera, de esa mujer digo yo lo que hasta ahora no he dicho de ninguna, y es que si fuera soltera, me casaría con ella...».
Se agitó tanto, que tuvo que levantarse y ponerse a pasear. «Vaya que este mundo es una cosa divertida. Yo desgraciado; ella desgraciada, porque su marido es un ciego y desconoce la joya que posee. De estas dos desgracias podríamos hacer una felicidad, si el mundo no fuera lo que es, esclavitud de esclavitudes y toda esclavitud... Me parece que la estoy viendo cuando le dije aquello... ¡Qué risita, qué serenidad, y qué contestación tan admirable! Me dejó pegado a la pared. Tan pegado estoy, que no he vuelto por otra, y cuando preparo algo para decírselo, ¡anda valiente!... le digo todo lo contrario. Que se vuelva uno tan estúpido, es cosa que no me cabía en la cabeza. ¡Ay! Dios, si me muero, y el pensamiento vive más allá de la muerte, estaré viendo toda la eternidad esta carita graciosa, con su expresión celestial, estos ojos serenos y risueños, esta cabellera oscura con ráfagas blancas que le hacen tanta gracia... esta boca, que no habla sin que me duela el alma. ¡Pobre ángel!, su única pasión es la maternidad, sed no satisfecha, desconsuelo inmenso. Su pasión se me comunica y me abrasa; yo también quiero tener un hijo, yo también. ¡Si me parece que le estoy viendo!, si está aquí, en los linderos de la vida, mirándome, diciéndome que le traiga, y no falta más que traerlo. Vendría si ella quisiera. Tengo la seguridad de que vendría; es una idea que se me ha clavado aquí. Y yo le digo: 'Por un niño, bien se podría dar la virtud...'. ¡Ah!, no tener valor para decirle esto... ¿Pero cómo?, ¡si no hay palabra que se preste a decirlo!...».
La palpitación que sentía era tan fuerte que tuvo que sentarse. Se ahogaba. En la región cardiaca, o cerca de ella, más al centro, sentía el golpe de sangre, con duro y contundente compás. Era como si un herrero martillase junto al mismo corazón, remachando a fuego una pieza nueva que se acababa de echar.
«Esto es horrible. Si rompe, que rompa de una vez. ¡Ay de mí!... Si me quisiera, el corazón se me curaría; como que no es enfermedad lo que tiene, sino impaciencia... hormiguilla... ¿Qué habré hecho yo para ser tan desgraciado? Ahora caigo en la cuenta de que no me he divertido nunca. Todas mis aventuras han sido el deseo corriendo detrás del fastidio. ¡Y cree la gente que yo he sido un hombre feliz, que yo estoy enfermo de congestión de goces! ¡Estúpidos!».
Sin saber cómo ni por qué, ciertas impresiones de aquel día se reprodujeron en su mente. Entre ellas la menos fugaz fue esta: Por la mañana, entrando en el Retiro, se le puso delante uno de esos pobres asquerosos que suelen pedir en los extremos de la población, y que a veces se corren hasta el centro. Era un hombre cubierto de andrajos, y que andaba con un pie y una muleta; la otra pierna era un miembro repugnante, el muslo hinchado y cubierto de costras, el pie colgando, seco, informe y sanguinolento. Mostraba aquello para excitar la compasión. Era la pierna para él su modo de vivir, su finca, su oficio, lo que para los mendigos músicos es la guitarra o el violín. Tales espectáculos indignaban a Moreno, que al verse acosado por estos industriales de la miseria humana, trinaba de ira. Pues cuando se volvía para no verle, el maldito, haciendo un quiebro con su ágil muleta, se le ponía otra vez delante, mostrándole la pierna. Al aburrido caballero se le quitaban las ganas de dar limosna, y por fin la dio para librarse de persecución tan terrorífica. Alejose del pordiosero, renegando. «¡Ni esto es país, ni esto es capital, ni aquí hay civilización!... ¡Qué ganas tengo de pasar el Pirineo!».
Pues bien, aquella noche, se le representó el pobre paralítico con tanta viveza, que casi casi creía verle en su alcoba. Hubo un instante en que la alucinación de Moreno llegó a ser tan efectiva, que se incorporó, y cogiendo un libro que en la próxima silla estaba... «Mira, si no te marchas con tu pierna podrida...». Después cayó otra vez su cabeza en el sofá y se puso la mano sobre los ojos. «El infeliz se ha de buscar la vida de alguna manera. No tiene él la culpa de que no haya en esta tierra maldita establecimientos de beneficencia. Si le veo mañana, le doy un duro... Vaya si se lo doy... ¡Qué envidia le va a tener mi tía Guillermina! Volvámonos ahora para la pared, a ver si me duermo un poco. Así; cerraré los ojos. No, mejor será que los abra, y que me figure que quiero despabilarme.
Lo que se desea no se tiene nunca. Ea, figurémonos que hago esfuerzos para no dormirme. ¿Y para qué quiero yo dormir? Mejor es estar así, pensando uno en sus cosas. Estas rayas de papel, azules y verdes, se quiebran a distancia de veinticinco centímetros; no, de veinte. La flor gris alterna con la flor azul. Bonito dibujo. ¡Cómo se le quedaría la cabeza al que lo inventó!... Y aquí hay una pequeña mancha... Creo que si me pusiera a mirar la luz, me dormiría más pronto, Vuelta otra vez».
Miró la luz puesta sobre la mesa central, grande, redonda y cubierta con rico tapete. La lámpara era de aceite, compuesta de dos candilones de bronce unidos por un vástago. Ambas luces tenían pantallas verdes, con añadidura de raso del mismo color, al modo de faldones que caían por una sola parte de las dos circunferencias. La claridad se esparcía por la mesa, y el resto de la habitación estaba en penumbra manchada, con verdosa pátina de tapiz viejo. Sobre la mesa había unos guantes, varios libros, dos retratos en bonitos marcos, uno de ellos del gordo Arnaiz, una papelera, juego de té de finísima porcelana, una cajita de marfil y otros objetos muy lindos. «Aquel guante—dijo Moreno—, que monta sobre la papelera, parece exactamente un lebrel que corre tras la caza... ¡Qué silencio tan solemne hay ahora! El chorrear de la fuente de Pontejos, es lo que se siente siempre, y alguno que otro coche que pasa por la Puerta del Sol... Son los trasnochadores, que se retiran. Así iba yo en mi cab al salir del club de Picadilly... sólo que mi cab corría como una exhalación y estos carruajes andan poco y parece que se deshacen sobre los adoquines. ¡Y cómo se me refrescan las memorias...! Parece que estoy mirando a aquella prójima que se me apareció una noche en Haymarket, al salir de aquel Bar... ¡No me ha ocurrido otra...! ¡Y cómo se parecía a esta tonta de Aurora Fenelón! Todo pasó, todo va cayendo atrás revolviéndose en la estela que deja el barco...».
De repente dio un salto, y levantándose se puso a dar paseos.
«Mañana mismo me voy—dijo—, sí, me voy para siempre. ¡Morirme yo aquí, para que me lleven en esos carros tan cursis! No; gracias a Dios que tomo una resolución; y lo que es esta viene fuertecilla. Me ha entrado de repente y con un empuje... No veo la hora de que amanezca para mandarle a Tom que haga el equipaje. Mañana haré mis compras. No puede uno ir de España sin llevar los regalitos de abanicos y panderetas... ¡Ay, qué feliz me siento con esta idea que me ha dado! ¡Irme!... ¡Si esto debiste resolverlo hace tiempo! ¿Para qué estás aquí, para consumirte más? Vamos, no dirá ella que no la obedezco; sus deseos son órdenes. Me ha dicho: 'Amigo mío, vete', y me voy.
¿Me querrá cuando me vaya? ¿Pensará en mí...? Bien podría ser... ¡Si se convenciera de que el amor que tiene a su marido es como echar rosas a un burro para que se las coma, si se convenciera de esto...! Pero vaya usted a esperar que se convenza. No puede ser. Quiere locamente a ese mico, y se morirá queriéndole. A mí se me figura que le desprecia y le ama: hay estos dualismos en el corazón humano. Pero yo digo: ¿no pasará por su mente alguna vez la idea de quererme a mí? Me contentaría con esto, con que la idea hubiera pasado una vez; vamos, dos veces. Bien puede haber dicho: '¡qué bueno es este Moreno!, si yo fuera su mujer, no me daría disgustos, y habríamos tenido un chiquillo, dos o más'. Quién sabe... ¿Habrá dicho esto alguna vez? No sé por qué me figuro que sí lo ha dicho. Qué sé yo... dentro de mí anida este convencimiento como un germen de esperanza, como una semilla que está dentro de la tierra y que no ha brotado pero que vive... Si me constara que ella se ha dicho esto, yo al verla tan religiosa, me volvería el hombre más católico del mundo... Por agradarle, ¡cuántas funciones y misas había de costear yo! Y no haría esto con hipocresía, porque amándola, vendría la fe, la fe, sí, que se ha ido yo no sé adónde... Creo que ya amanece. No tengo sueño, ni lo tendré más. Mañana me voy, y me iría esta tarde, si tuviera tiempo de arreglar el viaje... Y otra cosa.
¿Iré a despedirme de ella? No sé qué determinar. Si la veo no me voy. ¿Pues por qué no? Me iré. Ella me ha dicho que me vaya, desea que me vaya. De lejos la querré lo mismo que de cerca, y ella me querrá tal vez. Seré para ella como un sueño, y los sueños suelen herir el corazón más que la realidad».
Volvió a echarse, y se entretuvo contemplando con errante mirada las paredes de la habitación. Había allí un San José, cuadro grande, de familia, que como pintura valía poco, pero Moreno lo tenía en gran estima, porque estuvo muchos años en la alcoba donde él nació. Se asociaba a las impresiones de su niñez aquel santo tan guapote, reclinado sobre nubes, con su vara, su niño, y aquella capa amarilla cuyos pliegues hacían competencia al celaje. Se le refrescó de tal modo al buen caballero en aquel momento la memoria de su padre, que parecía que le estaba viendo, y oyéndole el metal de voz. A su madre no la había conocido, porque murió siendo él muy niño. También se acordó de cuando su hermana y él (aquella misma hermana viuda que allí vivía), iban a la casa del abuelito, en la Concepción Jerónima, cogidos de la mano. Y una tarde, al revolver la calle Imperial, se perdieron, es decir, se perdió ella, y él por poco se muere del susto. Pues un día que iba por la Plaza de Provincia, vio el burro de un aguador, suelto: el dueño estaba en la taberna próxima. Entráronle ganas a Manolito de montarse en el pollino, y como lo pensó lo hizo. Pero el condenado animal, en cuanto sintió el jinete salió escapado, y aunque el chico hacía esfuerzos por detenerlo, no podía... Total, que llegó hasta la calle de Segovia, muy cerca del puente. Y no fue que el burro se parara, sino que el jinete se cayó, abriéndose la cabeza. Todavía tenía la señal. Por suerte, los hermanos García, boteros, que tenían su taller de corambres debajo del Sacramento, y le vieron caer, le conocían, y recogiéndole, le llevaron a casa de su abuelito. ¡La que se armó allí! Acordábase D. Manuel de aquel lance como si hubiera ocurrido el día anterior; veía a su abuelito, D. Antonio Moreno, que todavía usaba chorreras, corbatín de suela y casaca a todas las horas del día. Hasta en el almacén (droguería al por mayor), estaba de frac. Pues luego vino el papá y estuvo dudando si pegarle o no... Lo peor de todo, fue que al asno no se le vio más el pelo, y la familia tuvo que pagar por él una fuerte indemnización. «Si parece que fue ayer» decía Moreno, tocándose la frente, en el sitio donde estaba la cicatriz.
Cuando ya clareaba el día, sintió ruido en la casa; mas al punto comprendió lo que era. «Ya está en pie la rata eclesiástica. Ahora se va a oír siete misas lo menos... y a tratar de tú a la Santísima Trinidad. ¡Pobrecilla, qué sacará de eso!... Pero en fin, saque o no saque, es una felicidad ser así...».