Guillermina dio dos golpecitos en la puerta, y abriéndola un poco, asomó por ella su cara sonrosada y sus ojos vivos. «Hijo, al ver la luz en tu alcoba, dije: ese pobrecillo estará en vela todavía. Veo que acerté. ¿Qué es eso?, ¿has pasado otra mala noche?».
—Ya lo ves. Pasa. No he dormido nada. ¿Y tú?
—¿Yo?, del lado que me acuesto, amanezco. No duermo más que cuatro horas; pero van de un tirón. ¿No ves que llego a casa rendida? Y lo que tengo que cavilar lo cavilo por el día.
—¡Qué felicidad! ¿Te vas ahora a misa?
—Sí, para lo que gustes mandar—replicó la santa; y su semblante recién lavado despedía tanta frescura como regocijo.
—¡Y tan tranquila...!, porque tú estás muy tranquila... con tus misas por la mañana, y el resto del día dando cada sablazo que tiembla el misterio. ¿Sabes una cosa?, te tengo envidia... me cambiaría por ti...
—Pues tonto (avanzando hacia él), lo que yo hago es lo fácil, ¿qué más tienes que... hacerlo?
—Siéntate un ratito—dijo Moreno, haciéndolo en el sofá y dando una palmada en el asiento—. Más santidad que en oír siete misas, hay en practicar las obras de misericordia, acompañando a los enfermos y dando un ratito de conversación a quien se ha pasado toda la noche en vela. Dime una cosa. ¿Cómo llevas las obras de tu asilo?
—¿Pues no lo sabes? (sentándose). Bien. Gracias a las almas caritativas, la construcción va echado chispas. Jacinta lo ha tomado con tanto calor, que hoy trabaja más que yo, y maneja el sable con un garbo que me deja tamañita.
—Tienes unas amigas que valen cualquier cosa. Esta noche he pensado en ti y en tus devociones. Te asombrarás si te digo que desde la madrugada se me ha metido aquí un sentimiento desconocido, algo como ganas de hacerme religioso, de pensar en Dios, de dedicarme a obras de piedad...
—¡Manolo!... (poniéndose muy seria). Si empiezas con tus bromitas, me voy.
—No, no es broma—replicó él; y tenía en su cara tal expresión de abatimiento, que la santa se quedó como lela mirándole...
—¿Pero estás de chanza o...? Manolo, ¿en qué piensas?... ¿Qué te pasa?
—Hay horas en la vida, que parecen siglos por las mudanzas que traen. Hace un rato, verás ¡qué cosa tan extraña! Me acordé de un pobre que me pidió limosna esta mañana... Era un infeliz que tiene una pierna deforme y repugnante, llena de úlceras... Me pidió limosna y le arrojé una moneda de cobre, diciéndole con horror: «Quítese usted de delante de mí, so pillete». Pues esta noche he tenido aquí la visita de aquel hombre... Le he visto, como te estoy viendo a ti, y primero me inspiraba repugnancia, después compasión, y acabé por decirle: «¿Quieres cambiarte conmigo?». Porque con su pierna podrida, su muleta y su libertad, disfruta él de una tranquilidad que yo no tengo. Su conciencia está como un charco empozado en el cual no cae jamás la piedra más pequeña. ¡Pobre de mí!, cambiaría con él; cambiaría mi riqueza por su mendicidad, mi corazón enfermo por su pierna inerte, y mi desasosiego por su paz. ¿Qué crees tú?
—Creo que Dios te toca en el corazón—dijo la dama guiñando los ojos, y poniendo sobre la cabeza del triste caballero su mano derecha, en la cual tenía el libro de misa y el rosario—. No tienes tú cara de bromas. Alguna procesión muy grande te anda por dentro. Y si otras veces te da la vena por decirme herejías y hacerme rabiar, no creas que te he tenido por malo. Eres un bendito; y si vivieras siempre con nosotras y no te pasaras la vida entre protestantes y ateos, tú serías otro.
—¿Pero no sabes que me voy mañana?
—¿Te vas?, ¿de veras?—con vivo desconsuelo—.
Mal negocio. Buscando siempre la frialdad; huyendo siempre del calor de la familia.
—No, si aquí es donde no me quieren—manifestó Moreno con aire sombrío.
—¿Que no te queremos? Vaya con lo que sales... Tontín, no digas disparates.
—Mi vida está completamente truncada y rota. No hay manera de soldarla ya... Cree que si me quisieran yo me quedaría aquí, yo sería bueno, y por darte gusto a ti y a tus amigas, me haría muy religioso, muy amigo de Dios y de la Virgen; emplearía todo mi dinero en obras de caridad, protegería la devoción...
El asombro de la santa era tan grande, que no lo podía expresar. Abría la boca, maravillada, cual si presenciara un milagro.
«Pero de veras que tú... Mira, hijo, si quieres que yo crea en ese estado de tu espíritu, es preciso que me lo pruebes...».
—¿Cómo he de probártelo?
—Vamos a ver—dijo la virgen y fundadora, con resolución—. ¿A que no haces una cosa?
—¿A que sí la hago?—¿A que no te vienes conmigo a San Ginés?
—A que sí. Levantose para tirar de la campanilla.
«Necesito verlo para creerlo—dijo Guillermina, echando de sus ojos chispazos de alegría—. Deja, yo llamaré a Tomás. El pobre chico no se habrá levantado todavía».
—Creo que sí... ¡Tom!...
—Yo te haré el té... Vamos, vete vistiendo.
Aquella salida matinal le agradaba, porque rompía las tediosas rutinas de su existencia.
«Vaya que si voy a la iglesia... (disponiéndose con actividad febril). Y oiré todas las misas que quieras, y rezaré contigo... Dime, ¿no va Jacinta a esta hora a San Ginés?».
—Hombre, tan temprano no. Un poco más tarde que yo, suele ir Bárbara.
—Pues me alegro de que seamos nosotros los primeros, los más madrugadores, los más impacientes por cumplir y santificarnos... ¡Tom!
El inglés entró, y a poco, cuando ya su amo estaba vestido, le trajo el té. Guillermina, sirviéndole el desayuno, le decía: «Abrígate bien, que las mañanas están frescas. No sea cosa que por empezar tu vida nueva, vayas a coger una pulmonía».
—Mejor... me he convencido de que vivir es la mayor de las sandeces—le dijo él, bajando la escalera—. ¿Para qué vive uno? Para padecer. El pobre de la pierna es el que lo pasa regularmente. Porque aquello no duele. Lleva su pierna por delante como si fuera una cosa bonita que el público desea conocer.
—Hay mucha miseria—observó la dama, tomando el tema por otro lado—, y los que tenemos qué comer nos quejamos de vicio. Mientras más padezcamos aquí, más gozaremos allá.
(El misántropo no dijo nada a esto. Seguía tan pensativo.)
«El mendigo de la pierna se irá al Cielo derechito, con su muleta, y muchos de los ricos que andan por ahí en carretela, irán tan muellemente en ella a pasearse por los infiernos. Yo le pido a Dios que me dé la más asquerosa de las enfermedades, y... no me quiere hacer caso; siempre tan sana. Paciencia; Él nos da siempre lo que nos conviene».
Tampoco a esto dijo nada Moreno. Entraron en San Ginés, y Guillermina se fue derecha a la capilla de la Soledad, a punto que empezaba la primera misa. Mientras esta duró, la ilustre dama, aunque no apartaba su atención del Oficio, pudo advertir que su sobrino estaba tras ella, cumpliendo con todo el ritual como cualquier devoto, arrodillándose y levantándose en las ocasiones convenientes. Pero a la segunda misa observole distraído e inquieto. Iba de un lado para otro, examinaba los altares y las imágenes como si estuviera en un museo. Esto la disgustó, y tal fue su incomodidad, que no se atrevió a comulgar aquel día, porque no se encontraba con el espíritu absolutamente sereno y limpio. Ya en la cuarta misa, el caballero aquel, no sólo se distraía sino que perturbaba la devoción de los fieles, pasando delante de los altares, donde se decía misa, sin hacer la más ligera genuflexión ni reverencia. «Tendré que decirle que se vaya—pensaba la santa—. Esa no es manera de estar en la iglesia».
Hallábase Moreno contemplando una imagen yacente, encerrada en lujosa urna de cristal, cuando sintió a su lado este susurro:
«Bonita efigie ¿verdad? Es el Cristo que sacamos en la procesión del Santo Entierro».
Volviose y vio a su lado a Estupiñá, calado hasta las orejas el gorro negro de punto, señalando la imagen con gesto de cicerone.
«La mortaja de fina holanda la bordaron las señoras Micaelas, y es regalo de doña Bárbara. Escultura soberbia... y es de movimiento, porque le clavamos en la cruz o le descendemos según conviene».
Y como el caballero no le dijese nada, Plácido se alejó rezando entre dientes. Sentose en un banco, y desde entonces, sin dejar de atender a sus devociones, no le quitaba ojo al señor de Moreno, sin poder explicarse su presencia en la parroquia. «Es lo que me quedaba que ver—decía—, D. Manolo aquí... ¡él, que no tiene religión! Es que gusta de ver las buenas imágenes... Por ahí empecé yo».
Menudo réspice le echó la fundadora a su sobrino cuando salieron. «Pero, hijo, me has quitado la devoción con tus paseos por la iglesia. Ya decía yo que te habías de cansar».
—Pues tía, para primer día de curso, no puedes quejarte. Todo es empezar. Ya ves que oí una misita. ¿Qué querías? ¿Que fuera como tú? Te aseguro que me satisfizo el ensayo. Pasé un rato muy agradable, en un estado de tranquilidad que me ha hecho mucho bien. ¿Te quejas de que me paseaba por la iglesia?... Es que cuando uno va a hacer vida nueva, le gusta enterarse... Quería yo mirar bien las imágenes. Créelo; si siguiera en Madrid, me haría amigo de todas ellas. Me gusta verlas tan hermosas, con sus ropas de lujo y sus miradas fijas en un punto. Parece que están viendo venir algo que no acaba de venir. Las que nos miran parece que nos dicen algo cuando las miramos, y que efectivamente nos han de consolar si les pedimos algo. Comprendo el misticismo; lo veo claro... ¡Ay!, si yo me quedara aquí...
—¿Por qué no te quedas?... ¡Qué tonto!—le dijo la santa con desconsuelo.
—¡Imposible!... me tengo que marchar... Y allá voy a estar muy triste; como si lo viera...
—Entonces... quédate. ¿Quieres que te dé una ocupación? Buena falta te hace. Te nombro sobrestante de mis obras, administrador de mis colectas y sacristán mayor de mi capilla nueva, cuando esté concluida.
Moreno se echó a reír con gana.
«¡Monaguillo mayor...! Lo aceptaría. Te juro que lo aceptaría... Me estoy volviendo enteramente infantil. ¡Monaguillo en jefe! Y yo encendería las velas, yo quitaría el polvo a las imágenes y las pondría tan guapas; ¡yo charlaría con las beatas...! No lo creerás; pero dentro de mí está naciendo algo que se compagina muy bien con ese oficio humilde».
—Si eres tú un buenazo. La ociosidad, lo mucho que te has divertido y el esplín inglés te ponen así. Y yo te juro que te aburrirás más si no vuelves a Dios tus miradas. Haz lo que yo, Manolo; dale un puntapié al mundo; hazte chiquito para ser grande; bájate para subir. Tú ya no eres pollo; tú no te has de casar ya. Ni te conviene el andar siempre de viaje, como una carta con el sobre mal puesto, que recorre todas las estafetas del mundo. Mujeres, ¿para qué sirven sino de perdición? Ten un cuarto de hora de arrojo, y ofrécele a Dios lo que te queda de vida. No es esto decir que te metas fraile: hay mil maneras de ganarse la dicha eterna. Oye lo que se me ocurre. ¿Por qué no dedicas tu dinero, tu actividad y todo tu espíritu a una obra grande y santa, no a una obra pasajera, sino a esas que quedan, para bien de la humanidad y gloria de Dios? Levanta de nueva planta un buen edificio, un asilo para este o el otro fin, por ejemplo, un gran manicomio en que se recoja y cuide a los pobrecitos que han perdido la razón...
—Tú tienes la manía de los edificios, y quieres pegármela a mí...
—Es lo primero que se me ha ocurrido. ¿Te parece mala idea? Un manicomio modelo, como los que habrás visto en el extranjero. Aquí estamos en eso muy atrasados. Harías una inmensa obra de caridad, y Madrid y España te bendecirán.
—¡Un manicomio!—dijo Moreno, sonriendo de un modo que le heló la sangre a su generosa tía—. Sí, no me parece mal. Y lo estrenaríamos tú y yo...