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Comió con regular apetito en compañía de su hermana y de Guillermina. Cuando concluyeron, dijo a esta que había dado orden en el escritorio de que le entregaran el sobrante de su cuenta personal, con cuya noticia su puso la fundadora como unas castañuelas, y no pudiendo contener su alegría, se fue derecha a él, y le dijo: «¡Cuánto tengo que agradecer a mi querido ateo de mi alma! Sigue, sigue dándome esas pruebas de tu ateísmo, y los pobres te bendecirán... ¿Ateo tú? ¡Ni aunque me lo jures lo he de creer!». Moreno se sonreía tristemente. Tal entusiasmo le entró a la santa, que le dio un beso... «Toma, perdido, masón, luterano y anabaptista; ahí tienes el pago de tu limosna».

Sentíase él tan propenso a la emoción, que cuando los labios de la santa tocaron su frente, le entró una leve congoja y a punto estuvo de darlo a conocer. Estrechó suavemente a la santa contra su pecho, diciéndole: «Es que lo uno no quita lo otro, y aunque yo sea incrédulo, quiero tener contenta a mi rata eclesiástica, por lo que pudiera tronar. Supongamos que hay lo que yo creo que no hay... Podría ser... Entonces mi querida rata se pondría a roer en un rincón del cielo para hacer un agujerito, por el cual me colaría yo...».

—Y nos colaríamos todos—indicó la hermana de Moreno, gozosa, pues le hacían mucha gracia aquellas bromas.

—¡Vaya si le haré el agujerito!—dijo Guillermina—. Roe que te roe me estaré yo un rato de eternidad, y si Dios me descubre y me echa una peluca, le diré: «Señor, es para que entre mi sobrino, que era muy ateo... de jarabe de pico, se entiende; y me daba para los pobres». El Señor se quedará pensando un rato, y dirá: «Vaya, pues que entre sin decir nada a nadie».

A las diez estaba el misántropo en su habitación, disponiéndose para acostarse. «¿Se te ofrece algo?» le dijo su hermana.

—No. Trataré de dormir... Mañana a estas horas estaré oyendo cantar el botijo e leche. ¡Qué aburrimiento!

—Pero, hombre, ¿qué más te da? Con no comprárselo si no te gusta... Si esa gente vive de eso, déjales vivir.

—No, si yo no me opongo a que vivan todo lo que quieran—replicó Moreno con energía—. Lo que no quita que me cargue mucho, pero mucho, oír el tal pregón...

—Vaya por Dios... Otras cosas hay peores y se llevan con paciencia.

Después llegó Tom, y la hermana de Moreno se retiró a punto que entraba Guillermina con la misma cantinela: «¿Quieres algo?... A ver si te duermes, que no es mal ajetreo el que vas a llevar mañana. Mira; de París telegrafías, para que sepamos si vas bien...».

Daba algunos pasos hacia fuera y volvía: «Lo que es mañana no te llamo. Necesitas descanso. Tiempo tienes, hijo, tiempo tienes de darte golpes de pecho. Lo primero es la salud».

—Esta noche sí que voy a dormir bien—anunció D. Manuel con esa esperanza de enfermo que es gozo empapado en melancolía—. No tengo sueño aún; pero siento dentro de mí un cierto presagio de que voy a dormir.

—Y yo voy a rezar porque descanses. Verás, verás tú. Mientras estés allá, rezaré tanto por ti, que te has de curar, sin saber de dónde te viene el remedio. Lo que menos pensarás tú, tontín, es que la rata eclesiástica te ha tomado por su cuenta y te está salvando sin que lo adviertas. Y cuando te sientas con alguna novedad en tu alma, y te encuentres de la noche a la mañana con todas esas máculas ateas bien curadas, dirás «¡milagro, milagro!» y no hay tal milagro, sino que tienes el padre alcalde, como se suele decir. En fin, no te quiero marear, que es tarde... Acuéstate prontito, y duérmete de un tirón siete horas.

Le dio varios palmetazos en los hombros, y él la vio salir con desconsuelo. Habría deseado que le acompañase algún tiempo más, pues sus palabras le producían mucho bien.

«Oye una cosa... Si quieres llamarme temprano, hazlo... Yo te prometo que mañana estaré más formal que hoy».

—Si estás despierto, entraré. Si no, no—dijo Guillermina volviendo—. Más te conviene dormir que rezar. ¿Necesitas algo? ¿Quieres agua con azúcar?

—Ya está aquí. Retírate, que tú también has de dormir. Pobrecilla, no sé cómo resistes... ¡Vaya un trabajo que te tomas!...

Iba a decir «¿y todo para qué?» pero se contuvo. Nunca le había sido tan grata la persona de su tía como aquella noche, y se sintió atraído hacia ella por fuerza irresistible. Por fin se fue la santa, y a poco, Moreno ordenó a su criado que se retirara. «Me acostaré dentro de un ratito—dijo el caballero—; pues aunque creo que he de dormir, todavía no tengo ni pizca de sueño. Me sentaré aquí y revisaré la lista de regalos, a ver si se me queda alguno. ¡Ah!, conviene no olvidar las mantas. La hermana de Morris se enfadará si no le llevo algo de mucho carácter...». La idea de las mantas llevó a su mente, por encadenamiento, el recuerdo de algo que había visto aquella tarde. Al ir a la tienda de la Plaza Mayor en busca de aquel original artículo, tropezó con una ciega que pedía limosna. Era una muchacha, acompañada por un viejo guitarrista, y cantaba jotas con tal gracia y maestría, que Moreno no pudo menos de detenerse un rato ante ella. Era horriblemente fea, andrajosa, fétida, y al cantar parecía que se le salían del casco los ojos cuajados y reventones, como los de un pez muerto. Tenía la cara llena de cicatrices de viruelas. Sólo dos cosas bonitas había en ella: los dientes, que eran blanquísimos, y la voz pujante, argentina, con vibraciones de sentimiento y un dejo triste que llenaba el alma de punzadora nostalgia. «Esto sí que tiene carácter» pensaba Moreno oyéndola, y durante un rato tuviéronle encantado las cadencias graciosas, aquel amoroso gorjeo que no saben imitar las celebridades del teatro. La letra era tan poética como la música.

Moreno había echado mano al bolsillo para sacar una peseta. Pero le pareció mucho, y sacó dos peniques (digo, dos piezas del perro), y se fue.

Pues aquella noche se le representaron tan al vivo la muchacha ciega, su fealdad y su canto bonito, que creía estarla viendo y oyendo. La popular música revivió en su cerebro de tal modo, que la ilusión mejoraba la realidad. Y la jota esparcía por todo su ser tristeza infinita, pero que al propio tiempo era tristeza consoladora, bálsamo que se extendía suavemente untado por una mano celestial. «Debí darle la peseta» pensó, y esta idea le produjo un remordimiento indecible. Era tan grande su susceptibilidad nerviosa, que todas las impresiones que recibía eran intensísimas, y el gusto o pena que de ellas emanaban, le revolvían lo más hondo de sus entrañas. Sintió como deseos de llorar... Aquella música vibraba en su alma, como si esta se compusiera totalmente de cuerdas armoniosas. Después alzó la cabeza y se dijo: «¿Pero estoy dormido o despierto? De veras que debí darle la peseta... ¡Pobrecilla! Si mañana tuviera tiempo, la buscaría para dársela».

El reloj de la Puerta del Sol dio la hora. Después Moreno advirtió el profundísimo silencio que le envolvía, y la idea de la soledad sucedió en su mente a las impresiones musicales. Figurábase que no existía nadie a su lado, que la casa estaba desierta, el barrio desierto, Madrid desierto. Miró un rato la luz, y bebiéndola con los ojos, otras ideas le asaltaron. Eran las ideas principales, como si dijéramos las ideas inquilinas, palomas que regresaban al palomar después de pasearse un poco por los aires. «Ella se lo pierde...—se dijo con cierta convicción enfática—. Y en el desdén se lleva la penitencia, porque no tendrá nunca el consuelo que desea... Yo me consolaré con mi soledad, que es el mejor de los amigos. ¿Y quién me asegura que el año que viene, cuando vuelva, no la encontraré en otra disposición? Vamos a ver... ¿por qué no había de ser así? Se habrá convencido de que amar a un marido como el que tiene es contrario a la naturaleza; y su Dios, aquel buen Señor que está acostado en la urna de cristal, con su sábana de holanda finísima, aquel mismo Dios, amigo de Estupiñá, le ha de aconsejar que me quiera. ¡Oh!, sí, el año que viene vuelvo... en Abril ya estoy andando para acá. Ya verá mi tía si me hago yo místico, y tan místico, que dejaré tamañitos a los de aquí... ¡Oh!... mi niña adorada bien vale una misa. Y entonces gastaré un millón, dos millones, seis millones, en construir un asilo benéfico. ¿Para qué dijo Guillermina? ¡Ah!, para locos; sí, es lo que hace más falta... y me llamarán la Providencia de los desgraciados, y pasmaré al mundo con mi devoción... Tendremos uno, dos, muchos hijos, y seré el más feliz de los hombres... Le compraré al Cristo aquel tan lleno de cardenales una urna de plata... y...».

Se levantó, y después de dar dos o tres paseos, volvió a sentarse junto a la mesa donde estaba la luz, porque había sentido una opresión molestísima. Las pulsaciones, que un instante cesaron, volvieron con fuerza abrumadora, acompañadas de un sentimiento de plenitud torácica. «¡Qué mal estoy ahora!... pero esto pasará, y me dormiré. Esta noche voy a dormir muy bien... Ya va pasando la opresión. Pues sí, en Abril vuelvo, y para entonces tengo la seguridad de que...».

Tuvo que ponerse rígido, porque desde el centro del cuerpo le subía por el pecho un bulto inmenso, una ola, algo que le cortaba la respiración. Alargó el brazo como quien acompaña del gesto un vocablo; pero el vocablo, expresión de angustia tal vez, o demanda de socorro, no pudo salir de sus labios. La onda crecía, la sintió pasar por la garganta y subir, subir siempre. Dejó de ver la luz. Puso ambas manos sobre el borde de la mesa, e inclinando la cabeza, apoyó la frente en ellas exhalando un sordo gemido. Dejose estar así, inmóvil, mudo. Y en aquella actitud de recogimiento y tristeza, expiró aquel infeliz hombre.

La vida cesó en él, a consecuencia del estallido y desbordamiento vascular, produciéndole conmoción instantánea, tan pronto iniciada como extinguida. Se desprendió de la humanidad, cayó del gran árbol la hoja completamente seca, sólo sostenida por fibra imperceptible. El árbol no sintió nada en sus inmensas ramas. Por aquí y por allí caían en el mismo instante hojas y más hojas inútiles; pero la mañana próxima había de alumbrar innumerables pimpollos, frescos y nuevos.

Ya de día, Guillermina se acercó a la puerta y aplicó su oído. No sentía ningún rumor. No había luz. «Duerme como un bendito... Buen disparate haría si le despertara». Y se alejó de puntillas.

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