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Despidiose Guillermina a la puerta de la casa, para ir al asilo, y él subió. ¡Cosa más rara! Apenas se cansaba al acometer la escalera. Sentíase muy bien aquella mañana, el espíritu confortado, la palpitación muy adormecida, el apetito despierto. Al entrar en su casa, pidió más té, y mientras Tom se lo servía, le dijo en español:

«Mañana nos vamos. Haz el equipaje. Avisarás a Estupiñá... Que me haga el favor de venir, para que me traiga de las tiendas algunas cosillas. No puede uno ir de España a Inglaterra sin llevar a los amigos alguna chuchería que tenga color local».

Luego siguió hablando consigo mismo: «Es un mareo. Si no lleva usted panderetas con figuras de toros, chulos u otras porquerías así, se lo comen vivo. Veremos si encuentro algunas acuarelas. También necesito mantas, moñas de toros, y trataré de encontrar algún cacharro de carácter. No hay peor calamidad que ser amigo de coleccionistas». Estupiñá, que en aquella temporada frecuentaba el trato de Moreno, por haberle este confiado la administración de su casa de la Cava, se presentó dispuesto a llevarle todo el contenido de las tiendas de Madrid para que escogiese. Panderetas de las más abigarradas, abanicos y algunos cuadritos fueron llegando sucesivamente en todo el transcurso del día, y D. Manuel escogía y pagaba. Aquello le entretuvo agradablemente, y se reía pensando en la felicidad que iba a repartir entre sus amistades londonenses. «Esta suerte de picas con el caballo pisándose las tripas está pintiparada para las de Simpson, que son tan marimachos. Esta pandereta, con la chula tocando la guitarra, para miss Newton. Si ella viera los originales, ¡qué desilusión! Esta pareja del andaluz a caballo y la maja en la reja pelando la pava, para la sentimental y romancesca mistress Mitchell, que pone los ojos en blanco al hablar de España, el país del amor, del naranjo y de las aventuras increíbles... ¡Ah!, este D. Quijote reventando a cuchilladas los cueros de vino, para el amigo Davidson, que llama a D. Quijote don Cuiste, y se las tira de hispanófilo... Bien, bien. De cacharros estamos tal cual. Estos botijos son horribles. Toda la cerámica moderna española no vale dos cuartos. A ver, Plácido, ¿serías tú capaz de buscarme un vestido de torero completo?... Lo quiero para un amigo que sueña con ponérselo en un baile de trajes... Estará hecho un mamarracho. Pero a nosotros no nos importa. ¿Podrás buscármelo?».

—Pues ya lo creo—dijo Plácido, para quien no había nunca dificultades tratándose de compras—. ¿Usado o sin usar?

—Hombre, sin usar... En fin, como le encuentres...

Salió Estupiñá como si Mercurio le hubiera prestado sus alados borceguíes, y a poco entró el doméstico, a quien su amo tenía también ocupado en la busca de ciertos encargos. Tom se había aficionado mucho a los toros; no perdía corrida, y entre sus amigos contaba a varias eminencias del arte del cuerno. Por esto le dio Moreno el encargo de buscarle alguna moña, de las que guardan los aficionados como veneradas reliquias, y convenía que tuviesen manchas de sangre y muchos pisotones, con señales de la trágica brega. Muy desconsolado entró el inglés, diciendo que no encontraba moñas ni aun ofreciendo por ellas un ojo de la cara.

«Mira, chico—le dijo su amo—, no te apures. Puesto que no se encuentran moñas, llevaremos otra cosa. ¿Has visto por ahí, en el Prado y Recoletos, a un tío muy feo que lleva una cesta y en ella, puestos en cañas, formando como un gran árbol, multitud de molinillos de papel dorado y plateado y de todos los colores...? ¿sabes?, ¿molinillos que dan vueltas con el viento, y que los niños compran por dos o tres peniques? Pues tráete una docena, los llevamos y decimos que esas son las moñas que se les ponen a los toros cuando salen a la plaza, brrrr... reventando al mundo entero con aquellos cuernos tan afilados... Y se lo creen... Si conoceré yo a mi gente».

Tom se reía; pero en su interior rechazaba aquella superchería por dos móviles de conciencia, el móvil de la rectitud inglesa y el de la formalidad del aficionado a toros. Con el fraude propuesto por su amo se cometían dos graves faltas, engañar a una nación y ultrajar el respetable arte de la Tauromaquia, el verdadero sport trágico. No sé qué se decidió de esto. En tanto Rossini llenaba la casa de abanicos y panderetas, y Moreno escogía y pagaba, entreteniéndose luego en envolverlos en papeles y en ponerles rótulos con el nombre del destinatario.

Había resuelto hacer muy pocas visitas de despedida, pretextando el mal estado de su salud. Después de almorzar, bajó al escritorio, y se ocupó de liquidar y poner en claro su cuenta personal. No intervenía en ningún negocio; y el trabajo de banca, que en otro tiempo le había gustado tanto, aburríale ya. Pero aquel día pareció que se le despertaban las aficiones, porque habló largamente de negocios con Ruiz Ochoa, recomendándole no dejase de interesarse en alguna subasta de pastas de oro para el Banco. «Me parece que este año he de comprar algún oro... Bien podéis andar aquí con mucho pulso en eso de acuñar tanta plata, porque este metal va para abajo y ha de ir mucho más. Al precio que tienen aquí las libras, vale más expedir oro, y por mi parte, me he de llevar todo el que pueda». En esto entró Ramón Villuendas, preguntando a cómo tomaban las libras, y la conversación vino a recaer sobre el mismo tema. Él estaba mandando oro y más oro...

«Este pico, dádselo a Guillermina» dijo Moreno al ver, en la cuenta de alquileres de sus casas, un sobrante con que no contaba.

Entraron otras personas y se habló de muy diferentes cosas. Mientras duró aquella conversación, pensaba Moreno si iría o no a despedirse de los de Santa Cruz. Si no iba, se ofendería quizás su padrino, y yendo, podían sobrevenirle contrariedades mayores, incluso la de arrepentirse del viaje y aplazarlo... No había más remedio que ir. ¿Pero a qué hora? ¿A la de comer? Titubeaba, y de vuelta a su casa, estuvo discurriendo un largo rato sobre aquel problema de la hora. «Adoptado un partido—se dijo—, lo mejor será que no la vea más en carne y hueso, porque lo que es en idea, viéndola estoy a todas horas. ¡Qué chiquillo me he vuelto!... En fin, tengo tiempo de pensarlo de aquí a mañana, porque lo que es hoy, no iré».

A eso de las cinco fue el misántropo a una tienda de la Plaza Mayor a ver las mantas granadinas con que quería obsequiar a sus amigos ingleses. Allí estuvo un cuarto de hora, y el tendero le propuso mandarle con Plácido lo mejor que tenía, para que escogiese. Ya era casi de noche, y valía más que el señor examinase de día el género. Así se convino y volviose a su casa. Al entrar en el portal sintió un golpecito en el hombro. Era Jacinta que le pegaba un paraguazo. Quedose el buen señor como si le hubieran dado un tiro. Quiso hablar y no pudo. Jacinta le cogió del brazo, y rebasados los primeros escalones, empezó el diálogo.

«¿Con que al fin se va usted?».

—Al fin me arranco. Ya era tiempo...

—Pero qué, ¿se cansa usted mucho hoy...? Pues vamos despacio, más despacio si usted quiere... ¡Ah!, ya me ha contado Guillermina que hoy estuvo usted muy santito... Así me gusta a mí la gente.

—¿Por qué no fue usted a verme?... ¡Estaba yo más salado...!

—Si no lo sabía. ¿Vuelve usted mañana?

—¿De veras que va usted a ir a verme?... ¡Cómo se reirá de mí!

—¡Reírme! ¡Qué cosas se le ocurren! Iré a tomar ejemplo.

—¿A que no va?—¿A que sí?—Pues allí me tendrá, haciéndole la competencia a Estupiñá... Verá usted, verá usted... cada día más.

—¡Cada día! ¿Pero no se va usted mañana?

—Es verdad, no me acordaba... Bueno, pues no me iré.

—Eso no; le conviene a usted marcharse, y allí seguirá haciendo su noviciado.

—Allá no vale.—¿Cómo que no vale?—Porque allá me cogen por su cuenta unas amigas protestantes que tengo, y que quiera que no, me hacen renegar... Usted tendrá la culpa; sobre su conciencia va. ¿Conque me quedo o me voy?

—Pues con esa responsabilidad tan grande no me atrevo a aconsejarle. Haga usted lo que le parezca mejor... Vaya, por fin llegamos. ¿Se ha cansado usted mucho?

—Un poquitito... pero con usted siempre contento. ¿Quiere usted volver a bajar?

—¿Otra vez?—Sí, para volver a subir... Como si quisiera usted ir al cuarto piso.

—No me lo perdonaría, si usted me acompañaba, fatigándose tanto.

Entraron, y Jacinta se metió en el cuarto de la santa. Moreno fuese al suyo y se dejó caer en el sofá, echándose el sombrero para atrás. Pensaba descansar un ratito y pasar luego a la habitación de Guillermina. «No, no paso; no quiero verla más. ¿Para qué atormentarme? Se acabó. Pongámosle encima una losa». Al poco rato, sintiendo que Jacinta salía, acercose a la puerta con ánimo de verla. Pero no puedo ver nada. Como aún no habían encendido la luz del recibimiento, sólo columbró un bulto, una sobra y pudo oír dos o tres palabras que se dijeron, al despedirse, Jacinta y la rata eclesiástica. Esta fue entonces al cuarto de su sobrino, y hallole dando vueltas en él. «¿Qué tal te encuentras, catecúmeno?» le dijo con mucho cariño.

—Regular, casi bien... Espero dormir esta noche.

—Recógete temprano.—Eso pienso hacer... y mañana... Oye una cosa: ¿no te ha dicho Jacinta que mañana pienso volver a San Ginés?

—No, no me lo ha dicho.—¿No te ha dicho que ella iría a verme tan devoto?

—No... no hemos hablado una palabra de ti.

—¿Ni dijo que había subido conmigo y que...?

—No... nada. Moreno sintió que la horrible pulsación de su pecho era anegada por una onda glacial. En aquel punto tuvo que sentarse, porque le flaqueaban las piernas, y se le desvanecía la cabeza.

«Pues si quieres volver mañana, yo vendré a llamarte. Se entiende, si pasas buena noche».

—Iremos a pasar un rato—dijo Moreno de una manera lúgubre—, y a echarle a mi desesperación una hora de esparcimiento, como se le echa carne a una fiera para que no muerda.

—Si tú le pidieras al Señor... pero bien pedido... que te curara esos esplines, te los curaría... Pídeselo, hijo; ¡pero si sabré yo lo que me digo!

—¿Qué has de saber tú?... ¿Qué has de saber lo que hay del lado de allá de la puerta negra?

—¿Ahora sales con eso?... Tú podrás haber perdido parte de la fe; pero toda no se pierde nunca. Esas cosas se dicen sin creer en ellas, por fatuidad. Con todas sus bromas, si te rascan, aparece el creyente...

—No, tonta, yo no creo en nada, en nada, en nada—le dijo Moreno con énfasis, complaciéndose en mortificarla.

—Todo sea por Dios... Entonces, ¿para qué vienes conmigo a la iglesia?

—Toma, por distraerme un rato, por verte a ti, por ver a Estupiñá, figuras raras de la humanidad, excentricidades, tipos, como todo esto que yo llevo a Londres para los aficionados a lo característico y al color local.

Guillermina daba suspiros. No quería incomodarse.

«Para rarezas tú...—dijo al fin echándose a reír—. A ti sí que te debían enseñar por las ferias... a dos reales, un real los niños y soldados. Cree que ganaba dinero el que te expusiera».

—Con un cartelón que dijese: «se enseña aquí el hombre más desgraciado del mundo».

—Por su culpa, por su culpa; hay que añadir eso. Ser desgraciado y no volver los ojos a Dios es lo último que me quedaba que ver. Eso es, bruto, encenágate más; hazte más materialista y más gozón, a ver si te sale la felicidad... Eres un soberbio, un tonto... Mira, sobrino, me voy, porque si no me voy te pego con tu propio bastón.

Y él estaba tan abstraído que ni siquiera la sintió salir.

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