-iv-

Al ver dormido a su esposo, pareciole a Fortunata que se alejaba; encontrose sola, rodeada de un silencio alevoso y de una quietud traidora. Dio varias vueltas por la casa, sin apartar el pensamiento y las miradas de los tabiques que separaban su cuarto del inmediato, y los tales tabiques se le antojaron transparentes, como delgadas gasas, que permitían ver todo lo que de la otra parte pasaba. Andando de puntillas por los pasillos y por la sala, percibió rumor de voces. Si aplicara el oído a la pared, oiría quizás claramente; pero no se atrevió a aplicarlo. Por la ventana del comedor que daba a un patio medianero, veíase otra ventana igual con visillos en los cristales. Allí lucía una lámpara con pantalla verde, y alrededor de ella pasaban bultos, sombras, borrosas imágenes de personas, cuyas caras no se podían distinguir.

Después de hacer estas observaciones, fue a la cocina, donde estaba la criada preparando los trastos para el día siguiente. Era tan hacendosa y tan corrida en el oficio, que la misma doña Lupe se sorprendía de verla trabajar, porque despachaba las cosas en un decir Jesús, sin atropellarse. Pero a Fortunata le era antipática por aquella amabilidad empalagosa tras de la cual vislumbraba la traición.

«Patricia—le dijo su ama, afectando una curiosidad indiferente—. ¿Sabe usted qué gente es esa del cuarto de al lado?».

—Señorita—replicó la criada sin dejarla concluir—; como estoy aquí desde el día antes de salir usted del convento, ya conozco a toda la vecindad... ¿sabe? En ese cuarto vive una señora muy fina que la llaman doña Cirila. Su marido es no sé qué del tren. Tiene una gorra con galones y letras. Esta noche, cuando bajé por las bujías, me encontré a la vecina en la tienda y me preguntó por el señorito. Dijo que cualquier cosa que se ofreciera... ¿sabe? Es muy amable. Ayer entró aquí a ver la casa, y yo pasé a la suya... Dice que tiene muchas ganas de hacerle a usted la visita.

—¡A mí!—replicó Fortunata sentándose en la silla de la cocina, junto a la mesa de pino blanco—. ¡Qué confianzudo está el tiempo! Y usted, ¿para qué se ha metido allá, sin más ni más?... ¿Qué sabía usted si a mí me gustaba o no me gustaba entrar en relaciones...?

—Yo... señorita... calculé que...

—Nada, estoy vendida...—pensó Fortunata—, y esta mujer es el mismo demonio.

Un rato estuvo meditando, hasta que Patricia, mientras ponía los garbanzos de remojo, la sacó de su abstracción con estas mañosas palabras:

«Díjome doña Cirila que es usted muy linda, ¿sabe?... que esta mañana la vio a usted en la iglesia y que le fue muy simpática. Verá usted, cuando la trate, que también ella se deja querer. Dice que se alegrará mucho de que usted pase a su casa cuando guste... con confianza, y que de noche están jugando a la brisca hasta las doce».

—¡Que pase yo allá!... ¡yo!

—Claro... y esta noche misma puede pasar, puesto que el señorito duerme y no son más que las diez... Digo, si quiere distraerse un rato.

«¿Pero qué está usted diciendo? ¡Distraerme yo!».

Fortunata se habría dejado llevar del primer impulso de cólera, si en su alma no hubiera nacido otro impulso de tolerancia, unido a cierta relajación de conciencia. Se calló, y en aquel instante llamaron a la puerta.

«¡Llaman!... No abra usted, no abra usted» dijo con presentimiento de un cercano peligro.

—¿Por qué, señorita?... ¿A qué esos miedos...? Miraré por el ventanillo.

Y fue hacia el recibimiento. Desde la cocina oyó Fortunata cuchicheo en la puerta. Duró poco, y la criada volvió diciendo:

«Los de al lado... la misma señorita Cirila fue la que llamó. Nada; que si teníamos por casualidad azucarillos... Le he dicho que no. Me preguntó cómo seguía el señorito. Le contesté que duerme como un lirón».

Fortunata salió de la cocina sin decir nada, cejijunta y con los labios temblorosos. Fue a la alcoba y observó a su marido que dormía profundamente, pronunciando en su delirio opiáceo palabras amorosas entremezcladas con términos de farmacia: «Ídolo... De acetato de morfina, un centigramo... Cielo de mi vida... Clorhidrato de amoniaco, tres gramos... disuélvase...».

Volviendo a la cocina, mandó a la criada que se acostase; pero la señora Patria no tenía sueño. «Mientras la señorita no se acueste, ¿para qué me he de acostar yo? Podría ofrecerse algo». Y la muy picarona quería entablar conversación con su ama; mas esta no le respondía a nada. De pronto, el despierto oído de Fortunata, cuyo pensamiento estaba reconcentrado en la trampa que a su parecer se le armaba, creyó sentir ruido en la puerta. Parecía como si cautelosamente probaran llaves desde fuera para abrirla. Fue allá muerta de miedo, y al acercarse cesó el ruido; ella no las tenía todas consigo, y llamó a Patria: «Juraría que alguien anda en la puerta... Pero qué, ¿no ha echado usted el cerrojo?».

Observó entonces que el cerrojo no estaba echado, y lo corrió con mucho cuidado para no hacer ruido.

«¡Vaya, que si yo me fiara de usted para guardar la casa!... A ver, atención... ¿No siente usted un ruidito como si alguien estuviera tentando la cerradura?... ¿Ve usted?, ahora empujan... ¿qué es esto?».

—Señorita... ¿sabe?, es el viento que rebulle en la escalera. No sea usted tan medrosica...

Lo más particular era que la misma Fortunata, al correr el cerrojo con tanto cuidado, había sentido, allá en el más apartado escondrijo de su alma, un travieso anhelo de volverlo a descorrer. Podría ser ilusión suya; pero creía ver, cual si la puerta fuera de cristal, a la persona que tras esta, a su parecer, estaba... Le conocía, ¡cosa más rara!, en la manera de empujar, en la manera de rasguñar la fechadura en la manera de probar una llave que no servía. Durante un rato, señora y criada no se miraron. A la primera le temblaban las manos y le andaba por dentro del cráneo un barullo tumultuoso. La sirviente clavaba en la señora sus ojos de gato, y su irónica sonrisa podría ser lo mismo el único aspecto cómico de la escena que el más terrible y dramático. Pero de repente, sin saber cómo, criada y ama cruzaron sus miradas, y en una mirada pareció que se entendieron. Patria le decía con sus ojuelos que arañaban: «Abra usted, tonta, y déjese de remilgos». La señora decía: «¿Le parece a usted bien que abra?... ¿Cree usted que...?».

Pero a Fortunata la ganó de súbito el decoro, y tuvo un rechazo de honor y dignidad.

«Si esto sigue—dijo—, despertaré a mi marido. ¡Ah!, ya parece que se retira el ladrón, pues ladrón debe de ser...».

Tocó el cerrojo para cerciorarse de que estaba corrido, y se fue a la sala. Patricia volvió a la cocina.

«En todo caso, es demasiado pronto» pensó Fortunata sentándose en una silla y poniéndose a pensar. Fue como una concesión a las ideas malas que con tanta presteza surgían de su cerebro, como salen del hormiguero las hormigas, en larga procesión, negras y diligentes. Después trató de rehacerse de nuevo: «Resueltamente, mañana le digo a mi marido que la casa no me gusta y que es preciso que nos mudemos. Y a esta sinvergüenza la planto en la calle».

¡Qué cosas pasan! De improviso, obedeciendo a un movimiento irresistible, casi puramente mecánico y fatal, Fortunata se levantó y saliendo de la sala, se acercó a la puerta. En aquel acto, todo lo que constituye la entidad moral había desaparecido con total eclipse del alma de la infortunada mujer; no había más que el impulso físico, y lo poco que de espiritual había en ello, engañábase a sí mismo creyéndose simple curiosidad. Aplicó el oído a la rejilla... Pues sí, la persona, el ladrón o lo que fuera, continuaba allí. Instintivamente, como el suicida pone el dedo en el gatillo, llevó la mano al cerrojo; pero así como el suicida, instintivamente también, se sobrecoge y no tira, apartó su mano del cerrojo, el cual tenía el mango tieso hacia adelante como un dedo que señala.

Entonces, por los huecos de la rejilla, de fuera adentro, penetraron estas palabras adelgazadas por la voz, cual si hubieran de pasar por un tamiz finísimo: «Nena, nena... ahora sí que no te me escapas».

Fortunata no hizo movimiento alguno. Se había convertido en estatua. Creía estar sola, y vio que Patria se acercaba pasito a pasito, pisando como los gatos. No con el lenguaje, sino con aquella cara gatesca y aquella boca que parecía que se estaba siempre relamiendo, decía: «Señorita, abra usted y no haga más papeles. Si al fin ha de abrir mañana, ¿por qué no abre esta noche?».

Como si esto hubiera sido expresado con la voz, con la voz respondió la señora: «No, no abro».

—Vaya por Dios... Largo y temeroso silencio siguió a esto. Después sintieron que se abría y se cerraba la puerta del cuarto vecino. Fortunata respiró. El otro, cansado de esperar, se retiraba.

«Vaya por Dios» repitió Patria, como si dijera: «Tanto repulgo para caerse luego...».

Pasado un cuarto de hora, sintieron que se abría otra vez la puerta de la izquierda. Corrió Fortunata al ventanillo, miró con cuidado y... el otro salía embozado en su capa con vueltas encarnadas. La emoción que sintió al verle fue tan grande, que se quedó como yerta, sin saber dónde estaba. Hacía tres años que no le había visto... Observó un hecho muy desagradable: al salir el tal, no había mirado a la puerta de la derecha, como parecía natural... Estaba enojado sin duda...

Y movida del mismo impulso mecánico, la señora de Rubín corrió al balcón de la sala, y abrió quedamente la madera... En efecto, le vio atravesar la calle y doblar la esquina de la de Don Juan de Austria. Tampoco había mirado para los balcones de la casa, como es natural mire el chasqueado expugnador de una plaza, al retirarse de sus muros.

Patricia se permitió la confianza de poner su mano en el hombro de su ama, diciéndole:

«Ahora sí que nos podemos acostar. ¡Qué susto hemos pasado!». Fortunata le respondió: «¿Susto yo?... ¡quia!». Todo esto se decía con un cuchicheo cauteloso, y lo mismo lo habrían dicho aunque no hubiera allí un enfermo cuyo sueño había que respetar. La criada se deslizó blandamente por los oscuros pasillos y el ama entró en la alcoba. Al ver a su marido, sintió como si lo que está a cien mil leguas de nosotros se nos pusiera al lado de repente. Maxi había dado vueltas en el lecho y dormía como los pájaros, con la cabeza bajo el ala. El mezquino cuerpo se perdía en la anchura de aquella cama tan grande, y allí podía pasearse en sueños el esposo como en los inconmensurables espacios del Limbo.

La esposa no se acostó, y acercando una butaca a la cama, y echándose en ella, cerró los ojos. Y allá de madrugada fue vencida del sueño, y se le armó en el cerebro un penoso tumulto de cerrojos que se descorrían, de puertas que se franqueaban, de tabiques transparentes y de hombres que se colaban en su casa filtrándose por las paredes.

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