-v-

A la mañana siguiente, Maxi estaba mejor, pero rendidísimo. Daba lástima verle. Su palidez era como la de un muerto; tenía la lengua blanca, mucha debilidad y ningún apetito.

Diéronle algo de comer, y Fortunata opinó que debía quedarse en la cama hasta la tarde. Esto no le disgustaba a Maxi, porque sentía cierto alborozo infantil de verse en aquel lecho tan grandón y rodar por él. La mujer le cuidaba como se cuida a un niño, y se había borrado de su mente la idea de que era un hombre.

Vino doña Lupe muy temprano, y enterada que Maxi estaba bien, empezó a dar órdenes y más órdenes, y a incomodarse porque ciertas cosas no se habían hecho como ella mandara. Iba de la sala a la cocina y de la cocina a la sala, dictando reglas y pragmáticas de buen gobierno. Maxi se quejaba de que su mujer estaba más tiempo fuera de la alcoba que en ella, y la llamaba a cada instante.

«Gracias a Dios, hija, que pareces por aquí. Ni siquiera me has dado un beso. ¡Qué día de boda, hija, y qué noche! Esta maldita jaqueca... pero ya pasó, y ahora lo menos en quince días no me volverá a dar... ¡Vamos!, ya estás otra vez queriendo marcharte a la cocina. ¿No está ahí esa señora Patria?».

—Ha ido a la compra. La que está es tu tía, por cierto dando tantismas órdenes, que no sabe una a cuál atender primero.

—Pues déjala. Tú, a todo di que sí, y luego haces lo que quieras, pichona. Ven acá... Que trabaje Patria; para eso está. ¡Qué bien sirve! ¿verdad? Es una mujer muy lista.

—Ya lo creo...—¿Te vas de veras?—Sí, porque si no, tu tía me va a echar los tiempos.

—¡Pues me gusta!... Entonces me levanto, y me voy también a la cocina. Yo quiero estarte mirando hasta que me harte bien. Ahora eres mía; soy tu dueño único, y mando en ti.

—Vuelvo al momentito, rico...—Estos momentitos me cargan—dijo él nadando en las sábanas como si fueran olas.

Toda la mañana tuvo Fortunata el pensamiento fijo en la casa vecina. Mientras almorzaba sola, miraba por la ventana del patio, pero no vio a nadie. Parecía vivienda deshabitada. Siempre que pasaba por la sala echaba la esposa de Rubín miradas furtivas a la calle. Ni un alma. Sin duda la trampa se armaba sólo por las noches.

A la tarde, hallándose sola con Patricia en la cocina, tuvo ya las palabras en la boca para preguntarle: «¿y los de al lado?». Pero no desplegó sus labios. Debió de penetrar la maldita gata aquella en el pensamiento de su ama, pues como si contestara a una pregunta, le dijo de buenas a primeras:

«Pues ahorita, cuando bajé a la carnicería, ¿sabe?, encontreme a la señorita Cirila. Me preguntó por el señorito, y dijo que pasaría a verla a usted, sin decir cuándo ni cuándo no.

—No me venga usted con cuentos de... esa familiona—contestó Fortunata, cuyo ánimo estaba bastante aplacado para poder tomar aquella correcta actitud—. Ni qué me importa a mí... ¿me entiende usted?

Maximiliano se levantó, dio algunas vueltas; pero estaba tan débil, que tuvo que volver a acostarse. Ella, en tanto, seguía observando. No se oía en la vecindad ningún rumor. Por la noche igual silencio. Parecía que a la doña Cirila, a su marido, el de la gorra con letras, y a los amigos que les visitaban, se les había tragado la tierra. Por la noche, sintió Fortunata tristeza y desasosiego tan grandes, que no sabía lo que le pasaba. Se habría podido creer que la contrariaba el no ver a nadie de la casa próxima, el no sentir pisadas, ni ruido de puertas, ni nada. Maximiliano, que desde media tarde había vuelto a nadar entre las agitadas sábanas del lecho, y estaba tan impertinente como un niño enfermo que ha entrado en la convalecencia, dijo a su consorte, ya cerca de las diez, que se acostase, y esta obedeció; mas la repugnancia y hastío que inundaban su alma en aquel instante eran de tal modo imperiosos, que le costó trabajo no darlos a conocer. Y el pobre chico no se encontraba en aptitud de expresarle su desmedido amor de otro modo que por manifestaciones relacionadas exclusivamente con el pensamiento y con el corazón. Palabras ardientes sin eco en ninguna concavidad de la máquina humana, impulsos de cariño propiamente ideales, y de aquí no salía, es decir, no podía salir. Fortunata le dijo con expresión fraternal y consoladora: «Mira, duérmete, descansa y no te acalores. Anoche has estado muy malito, y necesitas unos días para reponerte. Hazte cuenta que no estoy aquí, y a dormir se ha dicho». Si lo tranquilizó, no se sabe; pero ello es que se quedó dormida, y no despertó hasta las siete de la mañana.

Maxi se quedó más tiempo en la cama, hartándose de sueño, aquel reparo que su desmedrada constitución reclamaba. Púsose Fortunata a arreglar la casa y mandó a Patricia a la compra, cuando he aquí que entra doña Lupe toda descompuesta: «¿No sabes lo que pasa? Pues una friolera. Déjame sentar que vengo sofocadísima. Vaya que dan que hacer mis dichosos sobrinos. Anoche han puesto preso a Juan Pablo. Ha venido a decírmelo ahora mismo D. Basilio. Entraron los de la policía en la casa de esa mujer con quien vive ahora, ¿te vas enterando?, y después de registrar todo y de coger los papeles, trincaron a mi sobrino, y en el Saladero me le tienes... Vamos a ver, ¿y qué hago yo ahora? Francamente, se ha portado muy mal conmigo; es un mal agradecido y un manirroto. Si sólo se tratara de tenerle unos días en la cárcel, hasta me alegraría, para que escarmiente y no vuelva a meterse donde no le llaman. Pero me ha dicho D. Basilio que a todos los presos de anoche... han cogido a mucha gente... les van a mandar nada menos que a las islas Marianas; y aunque Juan Pablo se tiene bien merecido este paseo, francamente, es mi sobrino, y he de hacer cuanto pueda para que le pongan en libertad».

Maxi, que oyera desde la alcoba algunas palabras de este relato, llamó; y doña Lupe lo repitió en su presencia, añadiendo:

«Es preciso que te levantes ahora mismo y vayas a ver a todas las personas que puedan interesarse por tu hermano, que bien ganado se tiene el achuchón, ¡pero qué le hemos de hacer!... Tú verás a D. León Pintado, para que te presente al Doctor Sedeño, el cual te presentará a D. Juan de Lantigua, que aunque es un señor muy neo, tiene influencia por su respetabilidad. Yo pienso ver a Casta Moreno para que interceda con D. Manuel Moreno Isla, y este le hable a Zalamero, que está casado con la chica de Ruiz Ochoa. Cada uno por su lado, beberemos los vientos para impedir que le plantifiquen en las islas Marianas». Vistiose el joven a toda prisa, y doña Lupe, en tanto, dispuso que no se hiciese almuerzo en la cocina de Fortunata, y que esta y su marido almorzaran con ella, para estar de este modo reunidos en día de tanto trajín. Maxi salió después de desayunarse, y su mujer y su tía se fueron a la otra casa. Por el camino, doña Lupe decía: «Es lástima que Nicolás se haya ido a Toledo hace dos días, pues si estuviera aquí, él daría pasos por su hermano, y con seguridad le sacaría hoy mismo de la cárcel, porque los curas son los que más conspiran y los que más pueden con el Gobierno... Ellos la arman, y luego se dan buena maña para atarles las manos a los ministros cuando tocan a castigar. Así está el país que es un dolor... todo tan perdido... ¡Hay más miseria...!, y las patatas a seis reales arroba, cosa que no se ha visto nunca».

Púsose la viuda en movimiento con aquella actividad valerosa que le había proporcionado tantos éxitos en su vida, y Fortunata y Papitos quedaron encargadas de hacer el almuerzo. A la hora de este, volvió doña Lupe sofocada, diciendo que Samaniego, el marido de Casta Moreno, se hallaba en peligro de muerte y que por aquel lado no podía hacerse nada. Casta no estaba en disposición de acompañarla a ninguna parte. Tocaría, pues, a otra puerta, yéndose derechita a ver al Sr. de Feijoo, que era amigo suyo y había sido su pretendiente, y tenía gran amistad con don Jacinto Villalonga, íntimo del Ministro de la Gobernación. A poco llegó don Basilio diciendo que Maxi no venía a almorzar. «Ha ido con D. León Pintado a ver a no sé qué personaje, y tienen para un rato».

Fortunata determinó volverse a su casa, pues tenía algo que hacer en ella, y repitiéndole a Papitos las varias disposiciones dictadas por la autócrata en el momento de su segunda salida, se puso el mantón y cogió calle. No tenía prisa y se fue a dar un paseíto, recreándose en la hermosura del día, y dando vueltas a su pensamiento, que estaba como el Tío Vivo, dale que le darás, y torna y vira... Iba despacio por la calle de Santa Engracia, y se detuvo un instante en una tienda a comprar dátiles, que le gustaban mucho. Siguiendo luego su vagabundo camino, saboreaba el placer íntimo de la libertad, de estar sola y suelta siquiera poco tiempo. La idea de poder ir a donde gustase la excitaba haciendo circular su sangre con más viveza. Tradújose esta disposición de ánimo en un sentimiento filantrópico, pues toda la calderilla que tenía la iba dando a los pobres que encontraba, que no eran pocos... Y anda que andarás, vino a hacerse la consideración de que no sentía malditas ganas de meterse en su casa. ¿Qué iba ella a hacer en su casa? Nada. Conveníale sacudirse, tomar el aire. Bastante esclavitud había tenido dentro de las Micaelas. ¡Qué gusto poder coger de punta a punta una calle tan larga como la de Santa Engracia! El principal goce del paseo era ir solita, libre. Ni Maxi ni doña Lupe ni Patricia ni nadie podían contarle los pasos, ni vigilarla ni detenerla.

Se hubiera ido así... sabe Dios hasta dónde. Miraba todo con la curiosidad alborozada que las cosas más insignificantes inspiran a la persona salida de un largo cautiverio. Su pensamiento se gallardeaba en aquella dulce libertad, recreándose con sus propias ideas. ¡Qué bonita, verbi gracia, era la vida sin cuidados, al lado de personas que la quieren a una y a quien una quiere...! Fijose en las casas del barrio de las Virtudes, pues las habitaciones de los pobres le inspiraban siempre cariñoso interés. Las mujeres mal vestidas que salían a las puertas y los chicos derrotados y sucios que jugaban en la calle atraían sus miradas, porque la existencia tranquila, aunque fuese oscura y con estrecheces, le causaba envidia. Semejante vida no podía ser para ella, porque estaba fuera de su centro natural, Había nacido para menestrala; no le importaba trabajar como el obispo con tal de poseer lo que por suyo tenía. Pero alguien la sacó de aquel su primer molde para lanzarla a vida distinta; después la trajeron y la llevaron diferentes manos. Y por fin, otras manos empeñáronse en convertirla en señora. La ponían en un convento para moldearla de nuevo, después la casaban... y tira y dale. Figurábase ser una muñeca viva, con la cual jugaba una entidad invisible, desconocida, y a la cual no sabía dar nombre.

Ocurriole si no tendría ella pecho alguna vez, quería decir iniciativa... si no haría alguna vez lo que le saliera de entre sí. Embebecida en esta cavilación llegó al Campo de Guardias, junto al Depósito. Había allí muchos sillares, y sentándose en uno de ellos, empezó a comer dátiles. Siempre que arrojaba un hueso, parecía que lanzaba a la inmensidad del pensar general una idea suya, calentita, como se arroja la chispa al montón de paja para que arda.

«Todo va al revés para mí... Dios no me hace caso. Cuidado que me pone las cosas mal... El hombre que quise, ¿por qué no era un triste albañil? Pues no; había de ser señorito rico, para que me engañara y no se pudiera casar conmigo... Luego, lo natural era que yo le aborreciera... pues no señor, sale siempre la mala, sale que le quiero más... Luego lo natural era que me dejara en paz, y así se me pasaría esto; pues no señor, la mala otra vez; me anda rondando y me tiene armada una trampa... También era natural que ninguna persona decente se quisiera casar conmigo; pues no señor, sale Maxi y... ¡tras!, me pone en el disparadero de casarme, y nada, cuando apenas lo pienso, bendición al canto... ¿Pero es verdad que estoy casada yo?...».

Share on Twitter Share on Facebook