Miraba el hueso del dátil que se acababa de comer, y como si el hueso le dijera que sí, hizo ella un signo afirmativo y algo desconsolado... «¡Vaya si lo estoy!». Quedose tan profundamente ensimismada, que olvidó dónde estaba. Pero levantándose de repente, echó a andar hacia abajo, como los que llevan en el cerebro ese cascabel que se llama idea fija. Había subido la luenga calle con aires de paseante, distraída, alegre, vago el mirar; bajábala como los monomaniacos. Al llegar frente a la iglesia, sacola de este embebecimiento un ruido de pasos que sintió tras sí. «Estos pasos son los suyos—pensó—; pues lo que es yo no miro para atrás. ¿Qué haré? Aprisita, aprisita».
La curiosidad pudo más que nada y Fortunata miró; no era. Más adelante sintió otra vez pasos persistentes y vio una sombra que se extendía por la calle, paralela a su sombra. Aquel sí era... ¿Miraría? No; más valía no darse por entendida... Por fin, la pícara curiosidad... Miró y tampoco era. Al llegar a su casa estaba más tranquila. Cuando Patria abrió la puerta, le preguntó: «¿Ha venido alguien? ¿El señorito está?...».
—El señorito no viene hasta la noche. Mandó un recado para que no le esperase usted.
Y la taimada gata se sonreía de un modo tan zalamero, que Fortunata no pudo menos de preguntarle: «¿Quién está ahí?».
Volvió a sonreír Patricia con infernal malicia, y... «¿Qué... pero qué...?» balbució la señora acercándose de puntillas a la puerta de la sala. Empujola suavemente hasta abrir un poquito. No veía nada. Abrió más, más... Estaba pálida como si se hubiera quedado sin sangre... Abrió más... acabáramos. En el sofá de la sala, tranquilamente sentado... ¡Dios!, el otro. Fortunata estuvo a punto de perder el conocimiento. Le pasó un no sé qué por delante de los ojos, algo como un velo que baja o un velo que sube. No dijo nada. Él, pálido también, se levantó y dijo claramente: «Adelante, nena».
Fortunata no daba un paso. De repente (el demonio explicara aquello), sintió una alegría insensata, un estallido de infinitas ansias que en su alma estaban contenidas. Y se precipitó en los brazos del Delfín, lanzando este grito salvaje: «¡Nene!... ¡bendito Dios!».
Olvidados de todo, los amantes estuvieron abrazados largo rato. La prójima fue quien primero habló, diciendo: «Nene, me muero por ti...».
«Ven acá» dijo Santa Cruz cogiéndola por una brazo. Dejábase llevar ella, como la cosa más natural del mundo. Franquearon la puerta de la casa, que estaba abierta. Y la del cuarto de la izquierda, ¡qué casualidad!, abierta también.
Luego que pasaron, alguien cerró. En aquella morada reinaba una discreción alevosa. Juan la llevó a una salita muy bien puesta, junto a la cual había una alcoba perfectamente arreglada. Sentáronse en el sofá y se volvieron a abrazar. Fortunata estaba como embriagada, con cierto desvarío en el alma, perdida la memoria de los hechos recientes. Toda idea moral había desaparecido como un sueño borrado del cerebro al despertar; su casamiento, su marido, las Micaelas, todo esto se había alejado y puéstose a millones de leguas, en punto donde ni aun el pensamiento lo podía seguir. Su amante le dijo con simpática voz: «¡cuánto tenemos que hablar!» y a ella le entró una risa convulsiva, que difícilmente podía expresarse: «Ji ji ji... ¡tres años!... no, más años, más porque ji ji ji... ¿Ves cómo tiemblo? No sé lo que me pasa... pues sí, más tiempo, porque cuando estuve aquí con ji ji ji... Juárez el Negro, te vi y no te vi... y siempre él delante, y un día que le dije que te quería, sacó un cuchillo muy grande, ji ji ji... y me quiso matar... Yo muriéndome por hablarte y él que no... que no... Nuestro nenín muerto, y yo más muerta, ji ji; y en Barcelona me acordaba de ti y te mandaba besos por el aire, y en Zaragoza... besos por el aire... ji ji, y en Madrid lo mismo. Y cuando me metieron en el convento, también... ji ji ji... besos por el aire... y tú sin acordarte de mí, malo...».
—¡Sin acordarme! Desde que volví de Valencia te estoy dando caza... ¡Lo que he pasado, hija! Ya te contaré. Y al fin te he cogido... ¡ah, buena pieza! Ahora me las pagarás todas juntas... ¡Cuánto me has hecho sufrir!... ¡Más maldiciones le he echado a ese dichoso convento...! Pero qué guapa estás, nena.
—Chi.
—Estás hermosísima.—Chi... para ti.
El frío aquel de fiebre se trocó de improviso en calor violentísimo, y la risa convulsiva en explosión de llanto.
«No es día de llorar, sino de estar alegre».
—¿Sabes de qué me acuerdo? De mi nenín tan gracioso... Si hubiera vivido, le habrías querido tú, ¿verdad? Me parece que le veo, cuando se le llevaron en la cajita azul... Aquella misma noche fue cuando Juárez el Negro me sacó un cuchillote tan grande, y me dijo con aquel vocerrón: «Brr... son las ocho; reza lo que tengas que rezar, porque antes de las nueve te mato». Estaba furioso de celos... ¡Ay, qué miedo tan atroz!
—¡Cuánto tenemos que contar!... yo a ti, tú a mí. Ya sé que te has casado. Has hecho bien.
Este has hecho bien le cayó a la prójima como una gota fría en el corazón, trayéndola bruscamente a la realidad. Enjugando sus lágrimas, se acordó de Maxi, de su boda; y su casa, que se había alejado cien millas de leguas, se puso allí, a cuatro pasos, fúnebre y antipática. El rechazo de su alma ante este fenómeno le secó en un instante todas las lágrimas.
«¿Y por qué hice bien?».
—Porque así eres más libre y tienes un nombre. Puedes hacer lo que quieras, siempre que lo hagas con discreción. He oído que tu marido es un buen chico, que ve visiones...
Al oír esto, vio Fortunata levantarse en su espíritu la imagen ideal, o más bien, el espectro de su perversidad. Lo que acababa de hacer era de lo que apenas tiene nombre, por lo muy extraordinario y anormal, en el registro de las maldades humanas. El lugar, la ocasión daban a su acto mayor fealdad, y así lo comprendió en un rápido examen de conciencia; pero tenía la antigua y siempre nueva pasión tanto empuje y lozanía, que el espectro huyó sin dejar rastro de sí. Se consideraba Fortunata en aquel caso como ciego mecanismo que recibe impulso de sobrenatural mano. Lo que había hecho, hacíalo, a juicio suyo, por disposición de las misteriosas energías que ordenan las cosas más grandes del universo, la salida del Sol y la caída de los cuerpos graves. Y ni podía dejar de hacerlo, ni discutía lo inevitable, ni intentaba atenuar su responsabilidad, porque esta no la veía muy clara, y aunque la viese, era persona tan firme en su dirección, que no se detenía ante ninguna consecuencia, y se conformaba, tal era su idea, con ir al infierno.
«Esto de alquilar la casa próxima a la tuya—dijo Santa Cruz—, es una calaverada que no puede disculparse sino por la demencia en que yo estaba, niña mía, y por mi furor de verte y hablarte. Cuando supe que habías venido a Madrid, ¡me entró un delirio...! Yo tenía contigo una deuda del corazón, y el cariño que te debía me pesaba en la conciencia. Me volví loco, te busqué como se busca lo que más queremos en el mundo. No te encontré; a la vuelta de una esquina me acechaba una pulmonía para darme el estacazo... caí».
—¡Pobrecito mío!... Lo supe, sí. También supe que me buscaste. ¡Dios te lo pague! Si lo hubiera sabido antes, me habrías encontrado.
Esparció sus miradas por la sala; pero la relativa elegancia con que estaba puesta no la afectó. En miserable bodegón, en un sótano lleno de telarañas, en cualquier lugar subterráneo y fétido habría estado contenta con tal de tener al lado a quien entonces tenía. No se hartaba de mirarle.
«¡Qué guapo estás!».
—¿Pues y tú? ¡Estás preciosísima!... Estás ahora mucho mejor que antes.
—¡Ah!, no—repuso ella con cierta coquetería—. ¿Lo dices porque me he civilizado algo? ¡Quia!, no lo creas: yo no me civilizo, ni quiero; soy siempre pueblo; quiero ser como antes, como cuando tú me echaste el lazo y me cogiste.
—¡Pueblo!, eso es—observó Juan con un poquito de pedantería—; en otros términos: lo esencial de la humanidad, la materia prima, porque cuando la civilización deja perder los grandes sentimientos, las ideas matrices, hay que ir a buscarlos al bloque, a la cantera del pueblo.
Fortunata no entendía bien los conceptos; pero alguna idea vaga tenía de aquello.
«Me parece mentira—dijo él—, que te tengo aquí, cogida otra vez con lazo, fierecita mía, y que puedo pedirte perdón por todo el mal que te he hecho...».
—Quita allá... ¡perdón!—exclamó la joven anegándose en su propia generosidad—. Si me quieres, ¿qué importa lo pasado?
En el mismo instante alzó la frente, y con satánica convicción, que tenía cierta hermosura por ser convicción y por ser satánica, se dejó decir estas arrogantes palabras:
«Mi marido eres tú... todo lo demás... ¡papas!».
Elástica era la conciencia de Santa Cruz, mas no tanto que no sintiera cierto terror al oír expresión tan atrevida. Por corresponder, iba él a decir mi mujer eres tú; pero envainó su mentira, como el hombre prudente que reserva para los casos graves el uso de las armas.