Guillermina vivía, como antes se ha dicho, en la calle de Pontejos, pared por medio con los de Santa Cruz. Era aquella la antigua casa de los Morenos; allí estuvo la banca de este nombre desde tiempos remotos, y allí está todavía con la razón social de Ruiz Ochoa y Compañía. El edificio, por lo angosto y alto, parecía una torre. El jefe actual de la banca no vivía allí; pero tenía su escritorio en el entresuelo; en el principal moraba D. Manuel Moreno-Isla, cuando venía a Madrid, su hermana doña Patrocinio, viuda, y su tía Guillermina Pacheco; en el segundo vivía Zalamero, casado con la hija de Ruiz Ochoa, y en el tercero, dos señoras ancianas, también de la familia, hermanas del obispo de Plasencia, Fray Luis Moreno-Isla y Bonilla.
Entró Guillermina en su casa a las nueve y media de aquel día que debía de ser memorable. Tan temprano, y ya había andado aquella mujer medio mundo, oído tres misas y visitado el asilo viejo y el que estaba en construcción, despachando de paso algunas diligencias. Llegose un instante a su gabinete, pensando en la visita que aquel día esperaba, pero el interés de este asunto no le hizo olvidar los suyos propios, y sin quitarse el manto, volvió a salir y fue al despacho de su sobrino. «¿Se puede?» preguntó abriendo suavemente la puerta.
«Pasa, rata» replicó Moreno, que se acababa de dar un baño y estaba sentado, escribiendo en su pupitre, con bata y gorro, clavados los lentes de oro en el caballete de la nariz.
—Buenos días—dijo la santa entrando; él la miraba por encima de los quevedos—. No vengo a molestarte... Pero ante todo. ¿Cómo estás hoy? ¿No se ha repetido el ahoguillo?
—Estoy bien. Anoche he dormido. Me parece mentira que haya descansado una noche. Todo lo llevo con paciencia; pero esos desvelos horribles me matan. Hoy, ya lo ves, hablo un rato seguido y no me canso.
—Vaya... cosas de los nervios... y resultado también de la vida ociosa que llevas... Pero vamos a mi pleito. Sólo te quería decir que ya que no me acabes el piso, me des siquiera unas vigas viejas que tienes en tu solar de la calle de Relatores... Ayer fui a verlas. Si me las das, yo las mandaré aserrar...
—Vaya por las vigas, que no son viejas.
—¡Si están medio podridas!
—¡Qué han de estar! Pero en fin, tarasca, tuyas son—replicó Moreno volviendo a escribir—. ¡Cuándo querrá Dios que acabes tu dichoso asilo, a ver si descansa el género humano! Mira, no sabes lo antipática que te haces con tus petitorios. Eres la pesadilla de todas las familias y cuando te ven entrar, no lo dudes, aunque te pongan buena cara, ¡te echan de dientes adentro cada maldición...!
A estas palabras, dichas con seriedad que más bien parecía broma, contestole Guillermina sentándose junto al pupitre, apoyando un codo en él, y mirando frente a frente al sobrino, cuya barba acarició con sus dedos, entre los cuales tenía enredado aún el rosario.
«Todo eso lo dices por buscarme la lengua. Eres muy pillincito. Por de pronto vengan esos maderos que no te sirven para nada».
—Carga con ellos y así te perniquiebres—repuso D. Manuel sonriendo.
—Pero no basta eso. Es preciso que pongas una orden a tu administrador para que me los entregue. Aquí, en este papelito... Ya que tienes la pluma en la mano no me voy sin la orden. Luego acabarás tu carta.
Diciendo esto, cogía de la papelera un pliego timbrado y se lo ponía delante, apartando con su propia mano la carta que estaba a medio escribir.
—¡Dios tenga compasión de mí! Y el diablo cargue con estas santas cursis, con estas fundadoras de establecimientos que no sirven para nada.
—Escribe, tontito. Si todo eso que hablas es bulla. ¡Si eres lo más bueno... y lo más cristiano...!
—¡Cristiano yo!—exclamó el caballero enmascarando su benevolencia con una fiereza histriónica—. ¡Cristiano yo! ¡Mal pecado! Para que no te vuelvas a acercar más a mí, me voy a hacer protestante, judío, mormón... Quiero que huyas de mí como de la peste.
—Vamos, no tontees. Te advierto que de ninguna manera te has de librar de mí, pues aunque te vuelvas el mismo Demonio, te he de pedir dinero y te lo he de sacar. Vamos; ponme eso.
—No me da la gana. Y diciéndolo empezaba a redactar la orden.
—Así, así...—decía Guillermina dictando—. «Sr. D... haga usted el favor de dar los palos...».
—Por ahí... los palos... Leña, que te den leña es lo que a ti te viene bien.
Durante el silencio de la escritura, oyose en el pasillo próximo rumor de faldas, voces de mujeres y estallido de besos. Moreno levantó la pluma diciendo: «¿Quién es?».
—No te interrumpas... ¿Qué te importa a ti? Debe de ser Jacinta. Sigue.
—Pues que pase aquí. ¿Por qué no pasa?
—Está hablando con tu hermana. ¡Jacinta, Jacintilla!, entra: el monstruo quiere verte.
Abriose la puerta y aparecieron Jacinta y Patrocinio, la hermana de Moreno. Esta se reía de ver a su hermano enzarzado con la santa, y riéndose se retiró.
—Venga usted... Jacinta por Dios—dijo Moreno echando la firma al documento—, y sáqueme de este Calvario. Crea usted que su amiguita me está crucificando.
«Calle usted, cicatero—le contestó la joven avanzando hacia la mesa—. Usted es el que la crucifica a ella, porque pudiendo darle todo lo que le pide, que bien de sobra lo tiene, no se lo da: y hace muy mal en atormentarla si piensa dárselo al fin».
—Vamos, usted se me ha pasado al enemigo. Ya no hay salvación—afirmó él quitándose los lentes y frotándose los ojos, cansados de tanto escribir—. Estamos perdidos.
—¿Eh?, ¿qué tal? ¿Tengo buenos abogados?—dijo Guillermina recogiendo su papel.
—¡Cicatero!—repitió Jacinta—. ¡Negarle tres o cuatro mil tristes duros para acabar el piso...!, ¡un hombre que no tiene hijos, que está nadando en dinero! ¡Usted que antes era tan bueno, tan caritativo...!
—Es que me he vuelto protestante, hereje, y me voy a volver judío, a ver si esta calamidad me deja en paz.
—No, no le dejaremos, ¿verdad?—insistió la santa—. Mira, Manolo: Jacinta y yo pedimos ahora juntas. Aunque te vuelvas turco, ya te cayó que hacer.
—No, Jacinta no se mete en esos enredos—dijo Moreno mirándola fijamente en los ojos.
—Vaya que sí me meto. El asilo es mío; lo he comprado.
—¿Sí?, pues si ha dado usted dos pesetas por él ha hecho un mal negocio. Todavía está a la mitad y ya se está cayendo.
—Primero te caerás tú.
—Es mío—afirmó la señora de Santa Cruz avanzando más y poniendo la palma de la mano sobre el pupitre—. A ver, rico avariento, dé usted para la obra de Dios.
—¡Otra! Ya he dado unas vigas que valen cualquier cosa—replicó Manolo, mirando embelesado, tan pronto la cara de la mendicante como su mano de ángel, sonrosada y gordita.
—Eso no basta. Necesitamos acabar el piso principal, y...
—Eso... eso...—interrumpió Guillermina—. Pero no te dará ni una mota. ¿Sabes? Se va a hacer mormón, y necesita el dinero para tantísimas mujeres como tendrá que mantener.
—Poco a poco, señoras mías—observó el rico avariento, echándose sobre el respaldo del sillón—. La cosa varía de aspecto. ¡Jacinta metida a santa fundadora! ¡Qué compromiso! Ahora sí que no sé cómo salir del paso, porque ahora sí que me condeno de veras, si me obstino en la negativa. Porque no hay duda de que esta mano que pide, mano del Cielo es...
—Y tan del Cielo—indicó la propia Delfina sacudiendo la mano—. Decidirse pronto, caballero. Es la primera vez que ejerzo de santa. Si me echa la limosnita, usted me estrena.
—¿Sí?...—dijo él moviéndose en el sillón con gran desasosiego—. Pues doy, pues doy.
Guillermina empezó a dar palmadas, gritando: «Hosanna... ya le tenemos cogido». Y con vivacidad, semejante a la de una jovenzuela, echó mano a la llave que estaba puesta en uno de los cajones de la mesa.
—Eh... ¿qué libertades son estas?—gritó su sobrino sujetándole la mano.
—El talonario del Banco...—decía la rata eclesiástica, luchando por desasirse y por sofocar la risa—. Aquí, aquí lo tienes, perro hereje... sácalo pronto y pon cuatro números, cuatro letras y el garabato de tu firma. Jacinta, abre... sácalo... no tengas miedo.
—Orden, orden, señoras—arguyó Moreno a quien la risa cortaba la respiración—. Esto ya es un allanamiento, un escalo. Tengan calma, porque si no me veré en el caso de llamar a una pareja.
—¡El talonario, el talonario!—chillaba Jacinta, dando también palmadas.
—Paciencia, paciencia. No tengo aquí el talonario. Está abajo, en el escritorio. Luego...
—¡Bah!... ¡se está burlando de nosotras!...
—No, no—dijo Guillermina con ardor—, ya no puede volverse atrás.
—Yo no me voy ya sin la firma.—Más que la firma—manifestó Moreno muy serio, poniéndose la mano sobre aquel corazón que no valía ya dos cuartos—, vale mi palabra.
Estaba pálido, casi blanco, del color del papel en que escribía.
«¿De veras?».—No hay más que hablar.—Eso sí—dijo la santa—, él es un pillo, un hereje; pero lo que es palabra, la tiene...
Dichas otras cuantas bromas, retiráronse las dos santas fundadoras, dejando al hereje con su médico. Iban tan contentas, que cuando entraron en el cuarto de Guillermina, a esta le faltaba poco para ponerse a bailar.
«¿Pero de veras nos mandará el talón?» preguntó Jacinta, incrédula.
—Como tenerlo en la mano... Has estado muy hábil... Como tiene conmigo tanta confianza, se pone muy pesado. Pero a ti no te había de negar... ¡Qué alegría!... ¡Ya tenemos piso principal! ¡Viva San José bendito! ¡Vivaaaa!... ¡Viva la Virgen del Carmen!... ¡Vivaaaa! Porque a ellos se le debe todo. Tarde o temprano, Manolo me habría dado esos cuartos. ¡Ah!, yo le conozco bien. ¡Si es un angelote, un bendito, un alma de Dios...!