-ii-

No les duró mucho el regocijo, porque oyeron el reloj de la Puerta del Sol dando las diez, y ambas mudaron súbitamente la expresión de su rostro. «Las diez, ya veremos si viene—dijo Guillermina, que aún conservaba resplandores de alegría en su cara—. Prometió venir; pero esa palabra no debe de ser tan de fiar como la de Manolo».

Y permaneciendo ambas en pie, la fundadora dijo a su amiguita:

«Esto no lo hago yo más que por ti... ¡meterme en vidas ajenas! La impresión que saqué el otro día es que por el momento no es ella quien te le distrae. Sería una actriz consumada si así no fuese. Como venga hoy, le echaremos la sonda más abajo a ver si sale algo. De todas suertes, ya la sermonearé bien para que le reciba a cajas destempladas, si él intentara... ¿Creerás una cosa? ¿Que esa mujer no me parece enteramente mala?».

—Podrá ser... Pero si usted hubiera visto la cara que me puso el otro día, una cara de rencor como usted no puede figurarse...

—Dice que después le pesó...

—¡Bribona!—exclamó Jacinta, frunciendo los labios y apretando los puños.

—Pero, en fin, hoy la tantearemos otra vez.

Como quiera que sea, su sermoncito no hay quien se lo quite. Y por si viene pronto... quedamos en que de diez a once... debes marcharte ya, no sea que te pille aquí.

Después de un rato de silencio, la Delfina dijo con resolución: «Yo no me voy».

—¡Hija, qué me dices!... ¿Estás loca?

—Yo no me voy. Me esconderé en la alcoba. Quiero oír lo que diga...

—Eso sí que no te lo consiento. ¿En mi casa escenas de comedia? No, no lo esperes.

—¡Pero qué tonta, y qué exagerada, y qué puntillosa es usted, hija! ¿Qué mal hay en eso?, a ver... Le digo a usted que no me voy.

—Pues te quedas aquí... ¡Ah!, no, eso tampoco. Márchate, niña de mi alma, y no me pongas en tan mal paso. No es de mi carácter eso.

—Déjeme... ¡por Dios! ¿Pero qué le importa a usted?... vaya... Yo me meto en la alcoba y me estoy allí como en misa.

—Hija, ni en los teatros resulta eso con sentido común... Para salir diciendo luego con voz hueca: «¡lo he oído todo!».

—Yo no chistaré. No haré más que oír... Vamos, remilgada, déjeme usted.

—Ya me figuraba yo que habías de salir con alguna tontería. Eres una voluntariosa. De esa manera me agradeces lo que hago por ti...

—¿Pero qué mal hay?... Vaya, que es usted terca. Pues que no me voy, que no me voy.

Sonó la campanilla. «¿Apostamos a que es ella?... Lo siento» dijo Guillermina, asomándose a la puerta.

Jacinta no creyó prudente discutir más, y sin decir nada metiose en la alcoba, cerrando cuidadosamente las vidrieras. Guillermina, no conformándose con el escondite, quiso salir con ánimo de recibir la visita en otra habitación; mas dispuso la fatalidad que su prima Patrocinio, al ver entrar a Fortunata, la tomara por una de las muchas personas que iban allí a pedir socorros, y la introdujese, como si dijéramos, a boca de jarro, en el gabinete de la santa. Esta se vio algo confusa, sin saber cómo salir de aquel atolladero. «¡Ah!, ¿era usted?... No la esperaba... Pase y tome asiento».

Fortunata, que iba vestida con mucha sencillez, entró como entraría una planchadora que va a entregar la ropa. Avanzaba tímidamente, deteniéndose a cada palabra del saludo, y fue preciso que Guillermina la mandase dos o tres veces sentarse para que lo hiciera. Su aire de modestia, su encogimiento, que era el mejor signo de la conciencia de su inferioridad, hacíanla en aquel instante verdadero tipo de mujer del pueblo, que por incidencia se encuentra mano a mano con las personas de clase superior. Mucho la cohibía el temor de no saber usar términos en consonancia con los que emplearía la confesora, pues en todas las ocasiones difíciles recobraba su popular rudeza, y se le iban de la memoria las pocas enseñanzas de lenguaje y modales que había recibido en su corta y accidentada vida de señora.

Pero lo verdaderamente singular era que Guillermina, tan dueña de su palabra normalmente, estaba también azorada aquel día, y no sabía cómo desenvolverse. El escondite de su amiga la llenaba de confusión, porque era un engaño, un fraude, una superchería indigna de personas formales. Lo primero que a la santa se le ocurrió, para empezar, fue una ampliación de lo que había dicho en la casa de Severiana. «Si quiere usted que seamos amigas y que le dé buenos consejos, es preciso que tenga conmigo mucha confianza y no me oculte nada, por feo y malo que sea. Hay en su vida de usted un punto muy oscuro. Usted está casada y no quiere a su marido; así me lo confesó el otro día. Crea que esto me ha dado qué pensar. Dice usted que se casó sin saber lo que hacía... Explicación escurridiza. Tengamos sinceridad, y hablemos claro. La sinceridad es difícil; pero así como los niños, que confiesan por primera vez, no confesarían si el cura no les sacara los pecadillos con cuchara, así yo voy a ayudarle a usted preguntando y echándole el anzuelo de la respuesta. Veremos si pica... Cuando usted se determinó a casarse, ¿no hizo allá en el fondo de su pensamiento, la reserva de que el matrimonio le permitiera pecar libremente, no digo que con este y con el otro, sino con el que usted quería?».

Fortunata miraba al techo, recordando.

«¿No había esa reserva? A ver... busque usted bien; busque más adentro, más abajo».

—Puede que sí la hubiera—dijo la otra al fin, con voz muy apagada y trémula—. Puede que sí...

—¿Ve usted cómo salen las heces cuando se las quiere sacar?

—Pero también le diré a usted que yo no contaba con volverle a ver... Pensé que no se acordaba de mí. Yo me llegué a creer que podría ser buena y honrada... me lo tragué. ¿Pero cómo fue ello?, que él me buscó... sí señora, me buscó y me encontró. Sin saber cómo, de repente, el casamiento y mi marido se me pusieron a cien mil leguas de distancia. Yo no sé explicarlo, no sé explicarlo.

En cuanto la conversación se corría del lado de Juanito Santa Cruz, Guillermina se aterraba. Quería apartarla de aquel extremo peligroso, y no sabía cómo llevar a su penitente a un terreno puramente ideal.

«Pero su conciencia... eso es lo que quiero saber».

—¡Mi conciencia!... esto sí que es raro... se lo cuento a usted como pasó... no se me alborotaba cuando cometía yo aquellos pecados tan refeos... Le diré a usted más, aunque se horrorice... mi conciencia me aprobaba... vamos al caso, me decía una cosa muy atroz, me decía que mi verdadero marido...

—No siga usted—interrumpió la santa alarmadísima, creyendo sentir ruido en la alcoba. Es horrible. No siga usted. ¡Virgen del Carmen! Está usted muy dañada.

—Parecíame a mí—prosiguió la penitente sin poder contener la efusión de su sinceridad—, que aquel hombre me pertenecía a mí y que yo no pertenecía al otro... que mi boda era un engaño, una ilusión, como lo que sacan en los teatros.

—Calle, cállese por Dios...

—Pero aguárdese usted... A mí me había dado palabra de casamiento... como esta es luz... Y me la había dado antes de casarse... Y yo había tenido un niño... Y a mí me parecía que estábamos los dos atados para siempre, y que lo demás que vino después no vale... eso es.

Guillermina se llevó las manos a la cabeza... Discurrió que lo mejor era diferir la conferencia para otro día, pretextando que tenía que salir. «Eso es muy grave. Hay que tratarlo despacio. Cierto que una promesa liga algo... No sostendré yo que ese joven se portó bien con usted. Pero el tiempo, la sociedad... Y sobre todo, los derechos que usted podría tener, los ha perdido con su mala conducta».—Yo no habría sido mala—dijo la de Rubín envalentonándose, al ver en su confesora un inexplicable aturdimiento—, si él no me hubiera plantado en medio del arroyo con un hijo dentro de mí—la santa vacilaba; no sabía por dónde romper. ¡Ah!, sin aquel peligroso testigo de Jacinta ya se habría explicado ella bien, enseñando a la atrevida cuántas son cinco.

—Usted, hija mía, está como trastornada—le dijo, buscando modos de hacer insignificante la conversación—. El otro día me pareció usted más razonable... ¿qué mosca la ha picado...?

—¿Qué mosca?—dijo Fortunata con cierto extravío en la mirada—. ¿Qué mosca?, pues una.

—Porque usted no se hace cargo de que ha pasado tiempo, de que ese hombre está casado con una mujer angelical, y que...

En la fisonomía de la prójima se encendió de improviso una luz vivísima. Fue como una aureola de inspiración que le envolvía toda la cara. Más hermosa que nunca, sacó de su cabeza un gallardísimo argumento, y se lo soltó a la otra como se suelta una bomba explosiva.

¡Pruuun! Guillermina se quedó atontada cuando oyó esta atrocidad:

«¡Angelical!... sí, todo lo angelical que usted quiera; pero no tiene hijos. Esposa que no tiene hijos, no es tal esposa».

Guillermina se quedó tan pasmada, que no pudo responder.

«Es idea mía—prosiguió la otra con la inspiración de un apóstol y la audacia criminal de un anarquista—. Dirá usted lo que guste; pero es idea mía, y no hay quien me la quite de la cabeza... Virtuosa, sí; estamos en ello; pero no le puede dar un heredero... Yo, yo, yo se lo he dado, y se lo puedo volver a dar...».

—Por Dios... cállese usted... no he visto otro caso... ¡Qué idea!... ¡qué atrevimiento! Está usted condenada.

Y la virgen y confesora llegó a tal grado de confusión, que no daba ya pie con bola.

«Yo estaré todo lo condenada que usted quiera... pero es mi idea; con esta idea me iré al Infierno, al Cielo o a donde Dios disponga que me vaya... Porque eso de que yo sea mala, muy mala, todavía está por ver».

La santa la miraba con verdadero espanto. Fortunata parecía estar fuera de sí y como el exaltado artista que no tiene conciencia de lo que dice o canta.

«¿Por qué he de ser yo tan mala como parece?... ¿porque tengo una idea? ¿No puede una tener una idea?... ¿Dice usted que la otra es un ángel? Yo no lo niego, yo no pretendo quitarle su mérito... Si a mí me gusta, si quisiera parecerme a ella en algunas cosas, en otras no, porque ella será para usted todo lo santa que se quiera, pero está por debajo de mí en una cosa: no tiene hijos, y cuando tocan a tener hijos, no me rebajo a ella, y levanto mi cabeza, sí señora... Y no los tendrá ya, porque está probado, y por lo que hace a que yo los puedo tener, también muy probado está. Es mi idea, es una idea mía. Y otra vez lo digo: la esposa que no da hijos, no vale... Sin nosotras las que los damos, se acabaría el mundo... Luego nosotras...».

«Nada, nada, esta mujer está loca y no tendré más remedio que ponerla en la calle—pensó Guillermina—. ¡Y qué trago estará pasando la otra pobre, oyendo tales lindezas!».

Notaba en ella cierta exaltación insana. No era la misma mujer con quien había hablado dos días antes. Ya tenía la palabra en la boca para despedirla con buen modo, cuando se sintió ruido como de mano golpeando en los cristales de un mirador, y luego una voz que llamaba a Guillermina. Asomose esta. Fortunata oyó claramente la voz de doña Bárbara preguntando: «¿Está ahí Jacinta?».

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