V

—Puesto que usted ha nombrado á una persona que tanta parte ha tenido en que yo abandonase el perverso siglo, y puesto que usted conoció entonces mis secretos, nada debo ocultarle. Cuando Dios me crió dispuso que padeciese, y he padecido como ningún otro mortal sobre la tierra. Antes de sentir en mi alma el rayo divino de la eterna gracia, que me alumbró el sendero de esta nueva vida, una pasión mundana me hizo desgraciado. Después que me abracé á la santa cruz para salvarme, las turbaciones, debilidades y agonías de mi espíritu han sido tales, que pienso es esto disposición de Dios para que conozca en vida infierno y purgatorio antes de subir á la morada de los justos... Amé á una mujer, mas con tanta exaltación, que mi naturaleza quedó en aquel trance trastornada. Cuando comprendí que todo había concluido, yo no tenía ya entendimiento, memoria ni voluntad. Era una máquina, señor oficial, una máquina estúpida: mis sentidos estaban muertos. Vivía en las tinieblas, pues nada veía, y en una especie de letargoso asombro. Varias veces he pensado después si como aquel estupor mío será el limbo, adonde van los que apenas han nacido.

—Justo. Así debe de ser.

—Cuando volví en mí, querido señor, formé el proyecto de hacerme fraile. Yo había concluido para el mundo. Me confesé con grandísimo fervor. El padre Busto aprobó con entusiasmo mi propósito de consagrar á la religión el resto de mis tristes días, y como yo manifestara deseo de entrar en la Orden más pobre y donde más trabajase el cuerpo y más apartada de mundanales atractivos estuviese el ánima, señalóme esta regla de hermanos hospitalarios. ¡Ay! mi alma recibió un consuelo inexplicable. Buscaba los sitios solitarios para meditar, y meditando sentía rodeada mi cabeza de celestial atmósfera. ¡Qué luz tan pura! ¡Qué dulzura y suave silencio en el aire!

—¿Y después?

—¡Ay! Después empezaron nuevamente mis infortunios bajo otra forma. Dios decretó que yo padeciese, y padeciendo estoy... Oígame usted un momento más. Comencé mis estudios y las prácticas religiosas para ingresar en la orden. Recibiéronme una mañana en el convento, donde vestí el traje de lego. Di aquel día mis lecciones más contento que nunca; asistí como fámulo á los pobres de la enfermería, y por la tarde, tomando el segundo tomo de Los nombres de Cristo, por el maestro fray Luis de León, libro que me agradaba en extremo, fuíme á la huerta, y en el sitio más secreto y callado de ella entregué mi espíritu á las delicias de la lectura. No había acabado el capítulo hermosísimo que se titula Descripción de la miseria humana y origen de su fragilidad, cuando sentí un calofrío muy intenso en todo mi cuerpo, una gran turbación, una zozobra muy viva, pues toda la sangre agolpóse en mi pecho, y experimenté una sensación que no puedo decir si era gozo profundísimo ó agudo dolor. Una extraña figura, bulto ó sombra impresionó mi vista; miré, y la ví: era ella misma, sentada en el banco de piedra junto á mí.

—¿Quién?

—¿Necesito decir su nombre?

—Ya.

—El libro se me cayó de las manos, observé la asombrosa visión, pues visión era, y el mundano amor renació violentamente en mi pecho como la explosión de una mina. Quedé absorto, señor, mudo y entre suspendido y aterrado. Era ella misma, y me miraba con sus dulces ojos, trastornándome. Separábala de mí una distancia como de media vara; mas no hice movimiento alguno para acercarme á ella, porque el mismo estupor, la admiración que tal prodigio de belleza me producía, el mismo fuego amoroso que quemaba mi ser, teníanme arrobado y sin movimiento. Estaba vestida con riquísima túnica de una blanca y sutil tela, la cual, así como las nubes ocultan el sol sin esconderlo, ocultaba su hermoso cuerpo, antes empañándolo que cubriéndolo. Bajo la falda asomaba desnudo uno de sus delicados pies; sus cabellos, ensortijados con arte incomparable, le caían en hermosas guedejas á un lado y otro de la cara, entre sartas de orientales perlas, y en la mano derecha sostenía un pequeño ramillete de olorosas flores, cuya esencia llegaba hasta mí, embriagándome el sentido.

—En verdad, Sr. Juan de Dios, que nunca he visto á la señorita Inés en semejante traje, no muy propio, por cierto, para pasear en jardines.

—¿Qué había usted de verla, si aquella imagen no era forma corporal y tangible, sino una fábrica engañosa del demonio, que desde aquel día me escogió para víctima de sus abominables experimentos?

—¿Y la joven del pié desnudo y el ramo de flores, no dijo alguna palabrilla?

—Ni media, hermano.

—¿Y usted no le dijo nada, ni traspasó el espacio de media vara que había entre los dos?

—No podía hablar. Acerquéme, sí, á ella, y en el mismo momento desapareció.

—¡Qué picardía! Pero el demonio es así, amigo mío: ofrece y no da.

—Mucho tardé en reponerme de la horrible sensación que aquello dejó en mi alma. Al fin recogí el libro y dirigí mis pensamientos á Dios. ¡Ay, qué extraña sensación! Tan extraña es, que no puedo explicarla. Figuraos, querido señor, que mis pensamientos, al remontarse al cielo tomando forma material, fueran detenidos y rechazados por una mano poderosa. Esto ni más ni menos era lo que yo sentía. Quería pensar y no tenía espíritu más que para sentir. Por mi cuerpo corrían, á modo de relámpagos del movimiento, unas convulsiones ardientes... ¡Ay!, no, no puedo de modo alguno explicar esto... En mi cuerpo chisporroteaba algo, como mechas que se van apagando, y cuyas pavesas, mitad fuego, mitad ceniza, caen al suelo... Levantéme; quise entrar en la iglesia; pero... ¿creerá usted que no podía? No, no podía. Alguien me tiraba de la cola del hábito hacia afuera. Corrí á la celda que me habían destinado, y arrojándome en el suelo, puse la frente sobre mis manos y mis manos sobre los ladrillos. Así estuve toda la noche orando y pidiendo á Dios que me librara de aquellas horribles tentaciones, diciéndole que yo no quería pecar, sino servirle; que yo quería ser bueno y puro y santo.

—¿Por qué no contó usted el caso á otros frailes experimentados en cosas de visiones y tentaciones?

—Así lo hice al punto. Consulté aquella misma tarde con el padre Rafael de los Ángeles, varón muy pío y que me mostraba gran cariño, el cual me dijo que no tuviese cuidado, pues para desnudar el entendimiento (así mismo lo dijo) de tales aprensiones imaginarias y naturales bastaba una piedad constante, una mortificación infatigable y una humildad sin limites. Añadióme que él, en los primeros años de vida monástica, había experimentado iguales aprietos y compromisos; mas que al fin, con las rudas penitencias y lecturas místicas, había convencido al demonio de la inutilidad de sus esfuerzos para pervertirlo, con lo cual le dejó tranquilo. Aconsejóme que entrase en la vida activa de la Orden; que marchase en pos de las miserias y lástimas del mundo, recogiendo enfermos por los pueblos para traerlos á los hospitales; que vagase por los campos, haciendo corporal ejercicio y alimentándome con yerbas y raíces, para que el miserable y torpe cuerpo, privado de todo regalo, adquiriese la sequedad y rigidez que ahuyentan la concupiscencia. Encargóme, además, que durmiese poco, y jamás sobre blanduras, sino más bien encima de duras rocas ó picudas zarzas, siempre que pudiere; que asimismo me apartase de toda sociedad de amigos, esquivando coloquios sobre negocios mundanos, no mostrando afición á persona alguna, sino huyendo de todos para no pensar más que en la perfección de mi alma.

—Y haciéndolo así, ha conseguido usted...

—Así lo he hecho, hermano; mas poco ó nada he conseguido. Cerca de tres años de mortificaciones, de ejercicios, de penitencias, de vigilias, de rigores, de dormir en campo raso y comer berraza y jaramagos crudos, si han fortalecido mi espíritu librándome de aquellas vaguedades voluptuosas que al principio ponían al borde del precipicio mi santidad, no me han librado de los continuos asaltos del ángel infernal, que un día y otro, señor, en el campo y bajo techo, en la dulce osbcuridad de la alta y triste noche, lo mismo que á la luz deslumbradora del sol, me pone ante los ojos la imagen de la persona que adoré en el siglo. ¡Ay!, en aquel tiempo, cuando estábamos en la tienda, yo blasfemé, sí... Me acuerdo que un día entré en la iglesia, y arrodillándome delante del Santísimo Sacramento, dije: «Señor, te aborreceré, te negaré si no me la das, para que nuestras almas y nuestros cuerpos estén siempre unidos en la vida, en la sepultura y en la eternidad» Dios me castiga por haberle amenazado.

—De modo que siempre...

—Sí, siempre, siempre la veo: unas veces en esta, otras en la otra forma, aunque por temporadas el demonio me permite descansar y no veo nada. Esta funesta desgracia mía me ha impedido hasta ahora recibir los últimos y más sublimes grados del sacramento del Orden, pues me creo indigno de que Dios baje á mis manos. ¡Es terrible sentirse uno con el corazón y el espíritu todo dispuesto á la santidad, y no poder conseguir el perfecto estado! Yo me desespero y lloro en silencio al ver cuan felices son otros frailes de mi Orden, los cuales disfrutan con la paz más pura, las delicias de visiones santas, que son el más regalado manjar del espíritu. Unos, en sus meditaciones, ven ante sí la imagen de Cristo crucificado, mirándoles con ojos amorosísimos; otros se deleitan contemplando la celestial figura del Niño Dios; á otros les embelesa la presencia de Santa Catalina de Siena ó santa Rosa de Viterbo, cuya castísima imagen y compuestos ademanes incitan á la oración y á la austeridad; pero yo, ¡desgraciado de mí!; yo, pecador abominable, que sentí quemadas mis entrañas por el mundano amor, y me alimenté con aquel rocío divino de la pasión, y empapé el alma en mil liviandades inspiradas por la fantasía, me he enfermado para siempre de impureza, me he derretido y moldeado en un desconocido crisol que me dejó para siempre en aquella ruin forma primera. No puedo ser santo, no puedo arrojar de mí esta segunda persona que me acompaña sin cesar. ¡Oh, maldita lengua mía! Yo había dicho: «quiero unirme á ella en la vida, en la sepultura y en la eternidad», y así esta sucediendo.

Fray Juan de Dios bajó la cabeza y estuvo largo rato meditando.

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