VI

—¿En qué nuevas formas se ha presentado?—le pregunté.

—Una mañana iba por el campo, y abrasado por la sed busqué un arroyo en que apagarla. Al fin, bajo unos frondosos álamos que entre peñas negruzcas erguían sus viejos troncos, ví una corriente cristalina que convidaba á beber. Después que bebí sentéme en una peña, y en el mismo instante cogióme la singular zozobra que me anunciaba siempre la influencia del ángel del mal. A corta distancia de mí estaba una pastora; ella misma, señor, hermosa como los querubines.

—¿Y guardaba algún rebaño de vacas ó carneros?

—No, señor, estaba sola, sentada, como yo, sobre una peña, y con los nevados piés dentro del agua, que movía ruidosamente, haciendo saltar frías gotas, las cuales, salpicando, me mojaron el rostro. Había desatado los negros cabellos y se los peinaba. No puedo recordar bien todas las partes de su vestido; pero sí que no era un vestido que la vestía mucho. Mirábame sonriendo. Quise hablar y no pude. Di un paso hacia ella y desapareció.

—¿Y después?

—La volví á ver en distintos puntos. Yo me encontraba dentro de Ciudad Rodrigo cuando la asaltó el lord en Enero de este mismo año. Hallábame sirviendo en el hospital cuando comenzó el cerco, y entonces otros buenos padres y yo salimos á asistir á los muchos heridos franceses que caían en la muralla. Yo estaba aterrado, pues nunca había visto mortandad semejante, é invocaba sin cesar á la divina Madre de Nuestro Señor para que por su intercesión se amansase la furia de los anglo-portugueses. El día 18, el arrabal, donde yo estaba, dióme idea de cómo es el infierno. Deshacíase en mil pedazos el convento de San Francisco, donde íbamos colocando los heridos... Los franceses burlábanse de mí, y como á los frailes nos tenían mucha ojeriza por creernos autores de la resistencia que se les hace, me maltrataron de palabra y obra... ¡Ay!, cuando entraron los aliados en la plaza, yo estaba herido, no por las balas de los sitiadores, sino por los golpes de los sitiados. Los ingleses, españoles y portugueses entraron por la brecha. Al oir aquel laberinto de imprecaciones victoriosas, pronunciadas en tres idiomas distintos, sentí gran espanto. Unos y otros se destrozaban como fieras... Yo, exánime y moribundo, yacía en tierra en un charco de sangre y fango, y rodeado de cuerpos humanos. Abrasábame una sed rabiosa; una sed, querido señor mío, tan ardiente como si mis venas estuviesen llenas de fuego, y la boca, lengua y paladar fuesen, en vez de carne viva y húmeda, estopa inerte y seca. ¡Qué tormento! Yo dije para mí: «Gracias á tí, Señor, que te has dignado llevarme á tu seno. Ha llegado la hora de mi muerte.» No había acabado de decirlo, mejor dicho, de pensarlo, cuando sentí en mis labios el celeste contacto del agua fresca. Suspiré, y mi espíritu sacudió su fúnebre sopor. Abrí los ojos, y ví pegada á mis ardientes labios una blanca mano, en cuya palma ahuecada brillaba el cristalino licor tan fresco y puro como el manar de la rústica fuente.

—¿Y en qué traza venía entonces la señorita Inés?

—Venía de monja.

—¿Y las monjas daban de beber en el hueco de la mano?

—Aquella, sí. Pintar á usted cuán hermosa estaba su cara entre las blancas tocas y cuán bien le sentaba la austeridad de la pobre estameña del traje, me sería imposible. Apenas la miré cuando voló de súbito, dejándome más sediento que antes.

—Una cosa me ocurre, Sr. Juan de Dios—dije, condolido en extremo de la extraña enfermedad del desgraciado hospitalario,— y es que siendo esa persona un artificio del más malo, del más pícaro y desvergonzado espíritu creado por Dios, y habiendo ocasionado á usted tantos disgustos, congojas, mortales ansias y acalorados paroxismos, parecía natural que la tomase usted en aborrecimiento y que viese en ella más bien una espantable y horrenda fealdad que ese portento de hermosura que con tanto deleite encarece.

Fray Juan de Dios suspiró tristemente y me dijo:

—El Malo no presenta jamás á nuestros ojos cosas aborrecibles ni repugnantes, sino antes bien, hermosas, odoríferas, gratas al paladar, al olfato, al oído y al tacto. Bien sabe él lo que se hace. Si ha leído usted la vida de la madre Santa Teresa de Jesús, habrá visto que alguna vez el demonio le pintó delante la imagen de Nuestro Señor Jesucristo para engañarla. Ella misma dice que el malo es gran pintor, y añade que cuando vemos una imagen muy buena, aunque supiésemos la ha pintado un mal hombre, no dejaríamos de estimarla.

—Eso está muy bien dicho... Se me ocurre otra cosa. Si yo hubiera sido atormentado de esa ruin manera por el espíritu maligno, el cual, según voy viendo, es un redomado tunante, habría tratado de perseguir la imagen, de tocarla, de hablarle, para ver si efectivamente era vana ilusión ó materia corpórea.

—Yo lo he hecho, querido señor y amigo mío—repuso el hospitalario con acento ya debilitado por el mucho hablar,— y nunca he podido poner mis manos sobre ella, habiendo conseguido tan sólo una vez tocar el halda de su vestido. Puedo asegurar á usted que á la vista su figura se me ha representado siempre como una criatura humana, con su natural espesor, corpulencia, y el brillo y la dulzura de los ojos, el dulce aliento de la boca, y la añadidura del vestido flotando al viento; en fin, todo en tal manera fabricado, que es imposible no creerla persona viva y como las demás de nuestra especie.

—¿Y siempre se presenta sola?

—No, señor; que algunas veces la he visto en compañía de otras muchachas, como, por ejemplo, en Sevilla el año pasado. Todas eran obra vana de la infernal industria, pues desaparecieron con ella como multitud de luces que se apagan de un solo soplo.

—¿Y siempre desaparecen así como luz que se apaga?

—No, señor; que á veces corre delante de mí, y la sigo y, ó se pierde entre la multitud, ó avanza tanto en su camino, que no puedo alcanzarla. Un día la ví en una soberbia cabalgadura que corría más que el viento, y ayer la ví en un carro.

—¿Que corría también como el viento?

—No, señor; pues apenas corría como un mal carro. La visión de ayer ofrece para mí una particularidad aterradora, y que me prueba cierta recrudescencia y gravedad del mal que padezco.

—¿Por qué?

—Porque ayer me habló.

—¿Cómo?—exclamé sonriendo, mas no asombrado del extremo á que llegaban las locuras de mi amigo.— ¿Habló, al fin, la señorita del pie desnudo, la pastora, la monja de Ciudad Rodrigo?

—Sí, señor. Iba en un carro en compañía de unos cómicos que venían, al parecer, de Extremadura.

—¡En un carro!... ¡Con unos cómicos!... ¡De Extremadura!

—Sí, señor; veo que se asombra usted, y lo comprendo, porque el caso no es para menos. Delante iban algunos hombres á caballo; luégo seguía un carro con dos mujeres, y después otro carro con decoraciones y trebejos de teatro, todos quemados y hechos pedazos.

—Hermano, usted se burla de mí—dije, levantándome de súbito y volviéndome á sentar, impulsado por ardiente desasosiego.

—Cuando la ví, señor mío, experimenté aquel calofrío, aquella sensación entre placentera y dolorosa que acompaña á las terribles crisis de mi obsesión.

—¿Y cómo iba?

—Triste, arropada en un manto negro.

—¿Y la otra mujer?

—Engañosa imaginación también, sin duda, la acompañaba en silencio.

—¿Y los hombres que iban á caballo?

—Eran cinco, y uno de ellos vestía de juglar con calzón de tres colores y montera de picos. Disputaban, y otro de ellos, que parecía mandar á todos, era una persona de buena apostura y presencia, con barba picuda como la del demonio.

—¿No sintió usted olor de azufre?

—Nada de eso, señor. Aquellos hombres hablaban con animación, y nombraron á unos soldados que les habían quemado sus infernales cachivaches.

—Sospecho, querido hermano Juan—dije con turbación,— que ya no es usted solo el endemoniado, sino que yo lo estoy también, pues esos cómicos, y esas mujeres, y esos carros, y esos trastos de teatro son reales y efectivos, y aunque no los vi, sé que estuvieron en Santibáñez de Valvaneda. ¿Sería que alguna de las cómicas se le antojó á usted ser la misma persona de marras, sin que en esto hubiese la más ligera picardía por parte de la majestad infernal?

—Bien he dicho yo—continuó el fraile con candor—que esta aparición de hoy es la más extraordinaria y asombrosa que he tenido en mi vida, pues en ella la demoníaca hechura ha presentado tales síntomas, señales y vislumbres de realidad, que al más licurgo y despreocupado engañaría. Esta es también la primera vez que la imagen querida, además de tomar cuerpo macizo de mujer, ha remedado la humana voz.

—¿Ha hablado?

—Sí, señor, ha hablado—dijo el hospitalario con terror.— Su voz no es la misma que aún resuena en mis oídos desde que la oí en casa de Requejo, así como su figura en el día de hoy me ha parecido más hermosa, más robusta, más completa y más formada. Tal como la ví en el convento, en el bosque, en la iglesia y en Ciudad Rodrigo era casi una niña, y hoy...

—Pero si habló ¿qué dijo?

—Yo me acerqué al carro; la miré; miróme ella también... Sus ojos eran rayos que me quemaban cuerpo y alma. Luégo pareció asombrada, muy asombrada... ¡Ay!, sus labios se movieron y pronunciaron mi propio nombre. «Sr. Juan de Dios—dijo,— ¿se ha hecho usted fraile?...». Me pareció que iba yo á morir en aquel mismo momento. Quise hablar y no pude. Ella hizo ademán de darme una limosna, y de pronto el hombre que parecía mandar á todos, como advirtiera mi presencia junto al carro de las cómicas, detuvo el caballo, y volviéndose me dijo con voz fiera: «Largo de aquí, holgazán pancista.» Ella dijo entonces: «Es un pobre mendicante que pide limosna.» El hombre alzó el palo para pegarme y ella dijo: «Padre, no le hagas daño.»

—¿Está usted seguro de que dijo eso?

—Sí, seguro estoy; mas el infame, como criatura infernal que era, enemigo natural de las personas consagradas al servicio de Dios, llamóme de nuevo holgazán, y recibí al mismo tiempo tal porrazo en la cabeza, que caí sin sentido.

—Sr. Juan de Dios—le dije, después de reflexionar un poco sobre lo extraño de aquella aventura,— júreme usted que es verdad cuanto ha dicho y que no es su ánimo burlarse de mí.

—¡Yo burlarme, señor oficial de mi alma!—exclamó el hospitalario, que estuvo á punto de llorar viendo que se ponía en duda su veracidad.— Cierto es lo que he dicho, y tan evidente es que hay demonio en el infierno como que hay Dios en el cielo, pues infinito es en el mundo el número de casos de obsesión, y todos los días oímos contar nuevas tropelías y estupendas gatadas del mortificador del linaje humano.

—¿Y no puede usted precisar el sitio en que ocurrió eso del carro de comediantes?

—Pasado Santibáñez de Valvaneda, como á tres leguas. Iban, á buen paso, camino de Salamanca.

El infelíz hospitalario no podía mentir, y en cuanto á la endemoniada composición de las cosas y personas referidas, yo tenía mis razones para creer que entre los primeros y el último encuentro del fraile había alguna diferencia.

De nuevo le insté para que tomase alguna cosa, y segunda vez se resistió á dar á su cuerpo regalo alguno. Ya nos disponíamos á marchar, cuando le ví palidecer, si es que cabía mayor grado de amarillez en su amojamada carne; le ví aterrado, con los ojos medio salidos del casco, el labio inferior trémulo y toda su persona desasosegada. Miraba á un punto fijo detrás de mí, y como yo rápidamente me volviese y nada hallase que pudiera motivar aquel espanto, le pregunté la causa de sus terrores, y si allí, entre tantos soldados, se atrevía Satanás á hacer de las suyas.

—Ya se ha desvanecido—dijo con voz débil y dejando caer desmayadamente los brazos.

—Pues qué, ¿otra vez ha estado aquí?

—Sí, en aquel grupo donde bailan los soldados... ¿Ve usted que hay allí unas mozas de San Esteban?

—Es cierto; pero ó yo he olvidado la cara de la señora Inés, ó no está entre ellas—repuse, sin poder contener la risa.— Si estuviera, bien se le podían decir cuatro frescas por ponerse á bailar con los soldados.

—Pues dude usted de que ahora es de día, señor mío—afirmó, no repuesto aún de la emoción;— pero no dude usted de que estaba allí. Veo que el demonio recrudece sus tentaciones y aumenta el rigor de sus ataques contra los reductos de mi fortaleza, y esto lo hace porque estoy pecando...

—¿Pecando ahora; pecando por hablar con un antiguo amigo?

—Sí, señor; pues pecar es entregar sin freno el espíritu á los deleites de la conversación con gente seglar. Además, he estado aquí descansando más de hora y media, cosa que en tres años no he hecho, y he gustado de la fresca sombra de estos árboles. ¡Alma mía—añadió con exaltado fervor,— arriba!... No duermas, vigila sin cesar al enemigo que te acecha, no te entregues al corruptor deleite de la amistad, ni desmayes un solo momento, ni pruebes las dulzuras del reposo. Alerta, alerta siempre.

—¿Se marcha usted ya?—dije, al ver que desataba al buen pollino.— Vamos, no rechazará usted este pedazo de pan para el camino.

Tomólo, y poniéndoselo en la boca al pacifico asno, que no estaba sin duda por cenobíticas abstinencias, cogió él para sí un puñado de yerba y la guardó en el seno.

—O es un farsante—dije para mí,— ó el más puro y candoroso beato que ciñe el cíngulo monacal.

—Buenas tardes, Sr. D. Gabriel—dijo con humilde acento.— Me voy á Béjar para seguir mañana á Candelario, donde tenemos un hospital. ¿Y usted, á dónde marcha?

—¿Yo? A donde me lleven; tal vez á conquistar á Salamanca, que está en poder de Marmont.

—Adiós, hermano y querido señor mío—repuso.— Gracias, mil gracias por tantas bondades.

Y tirando del ronzal, partió con el burro tras sí. Cuando su enjuta figura negruzca se alejó al bajar un cerro, parecióme ver en él un cuerpo que melancólicamente buscaba su perdida sepultura sin poder encontrarla.

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