VII

Dos días después, más allá de Dios-le-guarde, un gran acontecimiento turbó la monotonía de nuestra marcha. Y fué que á eso de la madrugada, nuestras tropas avanzadas prorrumpieron en exclamaciones de júbilo; mandóse formar dando á las compañías el marcial concierto y la buena apariencia que han menester para presentarse ante un militar inteligente, y algunos acudieron, por orden del general, á cortar ramos á los vecinos carrascales para tejer no sé si coronas, cenefas ó triunfales arcos. Al llegar al camino de Ciudad Rodrigo vimos que apareció falange numerosa de hombres vestidos de encarnado y caballeros en ligerísimos corceles; verlos y exclamar todos en alegre concierto: «¡Viva el lord!», fué todo uno.

—Es la caballería de Cotton, de la división del general Graham—dijo D. Cárlos España.— Señores, cuidado no hagamos alguna gansada. Los ingleses son muy ceremoniosos y se paran mucho en las formas. Si se coge bastante carrasca, haremos un arquito de triunfo para que pase por él el vencedor de Ciudad Rodrigo, y yo le echaré un discurso que traigo preparado, elogiando su pericia en el arte de la guerra y la Constitución de Cádiz, cosas ambas bonísimas y á las cuales deberemos el triunfo al fin y á la postre.

—No es el señor lord muy amigo de la Constitución de Cádiz—dijo D. Julián Sánchez, que á derecha mano de D. Carlos estaba—; pero á nosotros, ¿qué nos va ni qué nos viene en esto? Derrotemos á Marmont y vivan todos los milores.

Los ginetes rojos llegaron hasta nosotros, y su jefe, que hablaba español como Dios quería, cumplimentó á nuestro brigadier, diciéndole que su excelencia el señor duque de Ciudad Rodrigo no tardaría en llegar á Santi Spíritus. Al punto comenzamos á levantar el arco con ramajes y palitroques á la entrada de dicho pueblo, y vierais allí que un dómine del país apareció trayendo unos al modo de tarjetones de lienzo con sendos letreros y versos que él mismo había sacado de su cabeza, y en las cuales piezas poéticas se encomiaban hasta más allá de los cuernos de la luna las virtudes del moderno Fabio, ó sea el Sr. D. Arturo Wellesley, lord vizconde de Wellington, de Talavera, duque de Ciudad Rodrigo, Grande de España y Par de Inglaterra.

Iban llegando unos tras otros numerosos cuerpos de ejército, que se desparramaban por aquellos contornos ocupando los pueblos inmediatos, y al fin, entre los más brillantes soldados escoceses, ingleses y españoles, apareció una silla de postas, recibida con aclamaciones y vítores por las tropas situadas á un lado y otro del camino. Dentro de ella ví una nariz larga y roja bajo la cual lucieron unos dientes blanquísimos. Con la rapidez de la marcha apenas pude distinguir otra cosa que lo indicado, y una sonrisa de benevolencia y cortesía que desde el fondo del carruaje saludó á las tropas.

No debo pasar en silencio, aunque esto concuerde mal con la gravedad de la historia, que al pasar el coche bajo el arco triunfal, como este no lo habían construido ingenieros ni artífices romanos, con la sacudida y golpe que recibiera de una de las ruedas, hizo como si quisiera venirse abajo, y al fin se vino, cayendo no pocas ramas y lienzos sobre la cabeza del dómine que tuviera parte tan importante en su malhadada fábrica. Como no hubo que lamentar desgracia alguna, celebróse con risas la extraña ruína. Los chicos apoderáronse al punto de los tarjetones, que eran como de tres cuartas de diámetro, y abriéndoles en el centro un agujero y metiendo por él la cabeza, se pasearon delante de Wellington con aquella valona ó flamenca golilla.

Entre tanto, D. Cárlos España desembuchaba su discurso delante del lord, y luégo que concluyera, presentóse el dómine con el amenazador proyecto de hablar también. Consintiólo el general, que, como persona finísima, disimulaba su cansancio, y oyendo las pedanterías del orador, movía la cabeza, acompañando sus gestos de la especial sonrisa inglesa, que hace creer en la existencia de algún cordón intermandibular, del cual tiran para plegar la boca como si fuera una cortina.

—Mi comandante—me dijo con cara de júbilo mi asistente cuando me aparté de los generales para ocuparme del alojamiento,— ¿no ha visto usía el otro ejército que viene detrás?

—Serán los portugueses.

—¡Qué portugueses ni qué garambainas! Son mujeres, un ejército de mujeres. Esto se llama darse buena vida. Los ingleses, en vez de impedimenta, llevan la faldamenta. Así da gusto de hacer la guerra.

Miré, y ví veinte, ¿qué digo veinte?, cuarenta y aun cincuenta carros, coches y vehículos de distintas formas, llenos todos de mujeres, unas, al parecer, de alta, otras de baja calidad, y de distinta belleza y edad, aunque por lo general, dicho sea esto imparcialmente, predominaba el género feo. Al punto que pararon los vehículos entre nubes de polvo, vierais descender con presteza á las señoras viajeras y resonar una de las más discordes algarabías que pueden oirse. Por un lado, chillaban ellas, llamando á sus consortes, y ellos, por otro, penetraban en la femenil multitud gritando: Anna, Fanny, Mathilda, Elisabeth. En un instante formáronse alegres parejas, y un tumultuoso concierto de voces guturales y de inflexiones agudas y de articulaciones líquidas llenó los aires.

Pero como la división aliada que acababa de llegar no podía pernoctar entera en aquel pueblo, una parte de ella siguió el camino adelante hacia Aldehuela de Yeltes. Tornaron á montar en sus carricoches muchas de las hembras, formando parte del convoy de víveres y municiones, y otras quedaron en Santi-Spíritus. El día pasó, ocupándonos todos en buscar el mejor alojamiento posible; pero como éramos tantos, al caer de la tarde no habíamos resuelto la cuestión. En cuanto á mí, cuando me creía obligado á dormir en campo raso, Tribaldos me notificó que el dómine del lugar tenía sumo placer en cederme su habitación. Después de visitar á mi honrado patrono, salí á desempeñar varias obligaciones militares, y ya me retiraba á casa, cuando junto al camino sentí gritos y voces de alarma. Corrí á donde sonaban, y no era más sino que por el camino adelante venía un cochecillo, cuyo caballo le arrastraba dando tan terribles tumbos y saltos, que cada instante parecía iba á deshacerse en pedazos mil. Cuando con rapidez inmensa pasó por delante de nosotros, un grito de mujer hirió mis oídos.

—En ese coche va una mujer, Tribaldos—grité á mi asistente, que se había unido á mí.

—Es una inglesa, señor, que se quedó rezagada y detrás de las demás inglesas.

—¡Pobre mujer!... ¿Y no hay entre tantos hombres uno sólo que se atreva á detener el caballo y salvar á esa desgraciada?... Parece que no va desbocado... Detiene el paso... Corramos allá.

—El coche se ha salido del camino—dijo Tribaldos con espanto—y ha parado en un sitio muy peligroso.

Al instante ví que el carricoche estaba á punto de despeñarse. Habiéndose enredado el caballo entre unas jaras, se había ido al suelo, quedando como reventado á consecuencia del fuerte choque que recibiera. Pero como la pendiente era grande, la gravedad lo atraía hacia lo hondo del barranco.

Me era imposible ver la situación terrible de la infeliz viajera sin acudir pronto á su socorro. Había caido el coche sin romperse; mas lo peligroso estaba en el sitio. Corrí allá solo; bajé tropezando á cada paso, y despegando con mi planta piedrecillas que rodaban con siniestro ruido, y llegué al fin adonde se había detenido el vehículo. Una mujer lanzaba desde el interior lastimeras voces.

—Señora—grité,— allá voy. No tenga usted cuidado. No caerá al barranco.

El caballo pataleaba en el suelo, pugnaba por levantarse, y con sus movimientos de dolor y desesperación arrastraba el coche hacia el abismo. Un momento más y todo se perdía.

Apoyéme en una enorme piedra fija, y con ambas manos detuve el coche, que se inclinaba.

—Señora—grité con afán,— procure usted salir. Agárrese usted á mi cuello... sin miedo. Si salta usted en tierra, no hay que temer.

—No puedo, no puedo, caballero—exclamó con dolor.

—¿Se ha roto usted alguna pierna?

—No, caballero... veré si puedo salir.

—Un esfuerzo... Si tardamos un instante, los dos caeremos abajo.

No puedo describir los prodigios de mecánica que ambos hicimos. Ello es que, en casos tan apurados, el cuerpo humano, por maravilloso instinto, imprime á sus miembros una fuerza que no tiene en instantes ordinarios, y realiza una serie de admirables movimientos que después no pueden recordarse ni repetirse. Lo que sé es que, como Dios me dió á entender, y no sin algún riesgo mío, saqué á la desconocida de aquel grave compromiso en que se encontraba, y logré al fin verla en tierra. Asido á las piedras la sostuve y me fué forzoso llevarla en brazos al camino.

—¡Eh, Tribaldos, cobarde, holgazán—grité á mi asistente, que había acudido en mi auxilio,— ayúdame á salir de aquí!

Tribaldos y otros soldados, que no me habían prestado socorro hasta entonces, me ayudaron á salir; porque es condición de ciertas gentes no arrimarse al peligro que amenaza, sino al peligro vencido, lo cual es cómodo y de gran provecho en la vida.

Una vez arriba, la desconocida dió algunos pasos.

—Caballero, os debo la vida—dijo recobrando el perdido color y el brillo de los ojos.

Era como de veinte y tres años, alta y esbelta. Su airosa figura, su acento dulce, su hermoso rostro, aquel tratamiento de vos que, ceremoniosa, me daba, sin duda por poseer á medias el castellano, me hicieron honda y duradera impresión.

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