XIX

Entontréme frente á Inés, que me miraba, confundiendo en sus ojos la expresión de dos sentimientos muy distintos: la alegría y el terror. No se atrevía á hablarme; puso violentamente su mano en mi boca cuando quise articular la primera palabra; inundó de lagrimas ardientes mi pecho, y luégo, indicándome con movimientos de inquietud que yo no podía estar allí, me dijo:

—¿Y mi madre?

—Buena... ¿qué digo buena?... Medio muerta por tu ausencia... Ven al instante... Estás en mi poder... ¿Lloras de alegría?

La estreché con vehemente cariño en mis brazos y repetí:

—¡Sígueme al momento..., pobrecita!... Te ahogas aquí..., ¡tanto tiempo buscándote!... ¡Huyamos, vida y corazón mío!

La noticia de mi próxima muerte no me hubiera producido tanto dolor como las palabras de Inés cuando, temblando en mis brazos, me dijo:

—Márchate tú. Yo no.

Separéme de ella, y la miré como se mira un misterio que espanta.

—¿Y mi madre?—repitió ella.

Su voz débil y quejumbrosa apenas se oía. Resonaba tan sólo en mi alma.

—Tu madre te aguarda. ¿Ves esta carta? Es suya.

Arrebatándome la carta de las manos, la cubrió de besos y lágrimas y se la guardó en el seno. Luégo, con rapidez suma, se apartó de mí, señalándome con insistencia el patio.

El espíritu que va consentido al cielo y encuentra en la puerta á San Pedro, que le dice: «Buen amigo, no es este vuestro destino; tomad por aquella senda de la izquierda»; ese espíritu que equivoca el camino, porque ha equivocado su suerte, no se quedará tan absorto como me quedé yo.

En mi alma se confundían y luchaban también sentimientos diversos: primero, una inmensa alegría; después, la zozobra; mas sobre todos dominaron la rabia y el despecho, cuando ví que aquella criatura tan amada, á quien yo quería devolver la libertad, me despedía sin que se pudiera traslucir el motivo. ¡Era para volverse loco! Encontrarla después de tantos afanes, entrever la posibilidad de sacarla de allí para devolverla á su angustiada madre, á la sociedad, á la vida; recobrar el perdido tesoro del corazón, tomarlo en la mano y sentir rechazada esta mano...

—¡Ahora mismo vas á salir de aquí conmigo!—dije sin bajar la voz y estrechando tan fuertemente su brazo que, á causa del dolor, no pudo reprimir un ligero grito.

Arrojóse á mis plantas, y tres veces, tres veces, señores, con acento que heló la sangre en mis venas, repitió:

—No puedo.

—¿No me mandaste que viniera?—dije, recordando el papel escrito con carbón.

Tomó de una mesa un largo pliego escrito recientemente, y dándomelo, me dijo:

—Toma esa carta; vete y haz lo que te digo en ella. Te veré otro día por esta ventana.

—No quiero—grité, haciendo pedazos el papel.— No me voy sin ti.

Me asomé por la ventana, y ví que Jean-Jean y Ramoncilla habían desaparecido. Inés se arrodilló de nuevo ante mí.

—¡La llave, trae pronto la llave!—dije bruscamente.— Levántate del suelo..., ¿oyes?...

—No puedo salir—murmuró.— Vete al momento.

Sus grandes ojos, abiertos con espanto, me expulsaban de la casa.

—¡Estás loca!—exclamé.— Dime «muere», pero no digas «vete...» Ese hombre te impide salir conmigo; tiene tanto poder sobre tí que te hace olvidar á tu madre y á mí, que soy tu hermano, tu esposo; á mí, que he recorrido media España buscándote, y cien veces he pedido á Dios que tomara mi vida en cambio de tu libertad!... ¿Te niegas á seguirme?... Dime dónde está ese verdugo, porque quiero matarlo: no he venido más que á eso.

Su turbación hizo expirar las palabras en mi garganta. Estrechó amorosamente mi mano, y con voz angustiosa que apenas se oía, me dijo:

—Si me quieres todavía, márchate.

Mi furor iba á estallar de nuevo con mayor violencia, cuando un acento lejano, un eco que llegaba hasta nosotros debilitado por la distancia, clamó repetidas veces:

—Inés, Inés.

Una campanilla sonó al mismo tiempo con discorde vibración.

Levantóse ella despavorida; trató de componer su rostro y cabello secando las lágrimas de sus ojos; vino hacia mí poniendo en la mirada toda su alma para decirme que callase, que estuviese quieto, que la obedeciese retirándome, y partió velozmente por un largo pasadizo que se abría en el fondo de la habitación.

Sin vacilar un instante, la seguí. En la osbcuridad, servíanme de guía su forma blanca, que se deslizaba entre las dos negras paredes, y el ruido de su vestido al rozar contra una y otra en la precipitada marcha. Entró en una habitación espaciosa y bien iluminada, en donde entré también. Era su dormitorio, y al primer golpe de vista advertí la agradable decencia y pulcritud de aquella estancia, amueblada con arte y esmero. El lecho, las sillas, la cómoda, las láminas, la fina estera de colores, los jarros de flores, el tocador, todo era bonito y escogido.

Cuando puse mis piés en la alcoba, ella, que iba mucho más aprisa que yo, había pasado á otra pieza contigua por una puerta vidriera, cuya luz cubrían cortinas blancas de indiana con ramos azules. Allí me detuve y la ví avanzar hacia el fondo de una vasta estancia medio obscura, en cuyo recinto resonaba la voz de Santorcáz. El rencor me hizo reconocerle en la penumbra de la ancha cuadra, y distinguí la persona del miserable, doloridamente recostada en un sillón, con las piernas extendidas sobre un taburete y rodeado de almohadas y cojines.

También pude ver que la forma blanca de Inés se acercaba al sillón: durante corto rato ambos bultos estuvieron confundidos y enlazados, y sentí el estallido de amorosos besos que imprimían los labios del hombre sobre las mejillas de la mujer.

—Abre, abre esas maderas, que está muy obscuro el cuarto—dijo Santorcáz,— y no puedo verte bien.

Inés lo hizo así, y la copiosa y rica luz del mediodía iluminó la estancia. Mis ojos la escudriñaron en un segundo, observando todo, personajes y escena. A Santorcáz, con la barba crecida y casi enteramente blanca, el rostro amarillo, hundidos los ojos de fuego, surcada de arrugas la hermosa y vasta frente, huesosas las manos, fatigado el aliento, no le hubiera conocido otro que yo, porque tenía grabadas en la mente sus facciones con la claridad del rostro aborrecido. Estaba viejo, muy viejo. La pieza contenía armas puestas en bellas panoplias, algunos muebles antiguos de gastado entalle, muchos libros, diversos armarios, arcones, un lecho cuyo dosel sostenían torneadas columnas, y un ancho velador lleno de papeles en confusión revueltos.

Inés se juntó al hombre á quien por su vejez prematura puedo llamar anciano.

—¿Por qué has tardado en venir?—dijo Santorcáz con acento dulce y cariñoso, que me causó gran sorpresa.

—Estaba leyendo aquel libro..., aquel libro..., ya sabes—dijo la muchacha con turbación.

El anciano, tomando la mano de Inés, la llevó á sus labios con inefable amor.

—Cuando mis dolores—prosiguió,—me permiten algún reposo y duermo, hija mía, en el sueño me atormenta una pena angustiosa: me parece que te vas y me dejas solo, que te vas huyendo de mí. Quiero llamarte, y no puedo proferir voz alguna; quiero levantarme para seguirte, y mi cuerpo, convertido en estatua de hierro, no me obedece...

Callando un momento para reposar su habla fatigosa, prosiguió luégo así:

—Hace un instante dormía con sueño indeciso. Me parecía que estaba despierto. Sentí voces en la habitación que da al patio; te ví dispuesta á huir; quise gritar; un peso horroroso, una montaña, oprimía mi pecho... Todavía moja mi frente el sudor frío de aquella angustia... Al despertar eché de ver que todo era una nueva repetición del mismo sueño que me atormenta todas las noches... Di, ¿me abandonarás? ¿Abandonarás á este pobre enfermo, á este hombre ayer joven, hoy anciano y casi moribundo, que te ha hecho algún daño, lo confieso, pero que te ama, te adora como no suelen amar los hombres á sus semejantes, sino como se adora á Dios ó á los ángeles? ¿Me abandonarás, me dejarás solo?...

—No—dijo Inés.

Aquel monosílabo apenas llegó hasta mí.

—¿Y me perdonas el mal que te he hecho, la libertad que te he quitado? ¿Olvidas las grandezas vanas y falaces que has perdido por mí?...

—Sí—contestó la muchacha.

—Pero no me amarás nunca como yo te amo. La prevención, el horror que te inspiré en los primeros días, no podrá borrarse de tu corazón, y esto me desespera. Todos mis esfuerzos para complacerte, mi empeño en hacerte agradable esta vida, el bienestar tranquilo que te he proporcionado, todo es inútil... La odiosa imagen del ladrón no te dejará ver en mí la venerable faz del padre. ¿No estás aún convencida de que soy un hombre bueno, honrado, leal, cariñoso, y no un monstruo abominable, como creen algunos necios?

Inés no contestó. La observé dirigiendo inquietas miradas á los vidrios tras los cuales yo me ocultaba.

—Si por algo temo la muerte es por ti—continuó el anciano.— ¡Oh!, si pudiera llevarte conmigo sin quitarte la vida... Pero ¿quién asegura que moriré?... No, mi enfermedad no es mortal. Viviré muchos años á tu lado, mirándote y bendiciéndote, porque has llenado el vacío de mi existencia. ¡Bendito sea el Ser Supremo! Viviré, viviremos, hija mía; yo te prometo que serás feliz... Pero ¿no lo eres ahora? ¿Qué te falta?... ¿No me respondes?... Estás aterrada, te causo miedo...

El anciano calló un momento, y durante breve rato no se oyó en la habitación más que el batir de las tenues alas de una mosca que se sacudía contra los cristales, engañada por la transparencia de éstos.

—¡Dios mío!—exclamó él con amargura.— ¿Seré yo tan criminal como dicen? ¿Lo crees tú así? Dímelo con franqueza... ¿Me juzgas un malvado? Hay en mi vida hechos extraños, hija mía, ya lo sabes; pero todo se explica y se justifica en este mundo... ¿Qué razón hay para que te posea tu madre, que durante tanto tiempo te tuvo abandonada pudiendo recogerte, y no te posea yo, que te amo, por lo menos, tanto como ella? No, que te amo más, muchísimo más, porque en la condesa pudo siempre el orgullo más que la maternidad, y jamás te llamó hija. Te tenía á su lado como un juguete precioso ó fútil pasatiempo. Hija mía, la holgazanería, la corrupción y la vanidad de esos grandes, tan despreciables por su carácter, no tienen límites. Aborrece á esa gente; convéncete de la superioridad que tienes sobre ellos por la nobleza de tu alma; no les hagas el honor de ocupar tu entendimiento con una idea relativa á su vil orgullo. Haz tus alegrías con sus tormentos, y espera con deleite el día en que todos ellos caigan en el lodo. Apacienta tu fantasía con el espectáculo de reparación y justicia de esa gran caída que les espera, y acostúmbrate á no tener lástima de los explotadores del linaje humano, que han hecho todo lo posible para que el pueblo baile sobre sus cuerpos después de muertos... Pero ¿estás llorando, Inés?... Siempre dices que no entiendes esto. No puedo borrar de tu alma el recuerdo de otros días

Inés no contestó nada.

—Ya...—dijo Santorcáz con amarga ironía, después de breve pausa.— La señorita no puede vivir sin carroza, sin palacio, sin lacayos, sin fiestas y sin pavonearse como las cortesanas corrompidas en los palacios de los reyes... Un hombre del estado llano no puede dar esto á una señorita, y la señorita desprecia á su padre.

La voz de Santorcáz tomó un acento duro y reprensivo.

—Quizás esperes volver allá...—añadió.— Quizás trames algún plan contra mí... ¡Ah, ingrata: si me abandonas, si tu corazón se deja sobornar por otros amores, si menosprecias el cariño inmenso, infinito, de este desgraciado...! Inés, dame la mano: ¿por qué lloras?... Vamos, vamos, basta de gazmoñerías... Las mujeres son mimosas y antojadizas... Vamos, hijita, ya sabes que no quiero lágrimas. Inés, quiero un rostro alegre, una conformidad tranquila, un ademán satisfecho...

El anciano besó á su hija en la frente, y después dijo:

—Acerca una mesa, que quiero escribir.

No pudiendo contenerme más, empujé las vidrieras para penetrar en la habitación.

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