XVIII

Un instante después, Jean-Jean entraba conmigo en un aposento que no era ni obscuro ni húmedo, como suelen ser los destinados á encerrar prisioneros.

—Permitidme, señor pequeño marqués—me dijo con burlona cortesía,— que os encierre aquí mientras voy á la calle del Cáliz. Si me dais antes de partir los doblones prometidos, os dejaré libre.

—No—repuse con desprecio.— Para tener la recompensa sin el servicio, necesitas matarme, vil. Inténtalo y me defenderé como pueda.

—Pues quedaos aquí. No tardaré en volver.

Marchóse, cerrando por fuera la puerta, que era gruesísima. Al verme solo, toqué los muros, cuyo espesor de dos varas anunciaba una solidez de construcción á prueba de terremotos... ¡Triste situación la mía! Cerca del mediodía, y antes de que pudiera adquirir todos los datos que mi general deseaba, encontrábame prisionero, imposibilitado de recorrer solo y á mis anchas la población. Hablando en plata, Dios no me había favorecido gran cosa, y á tales horas poco sabía yo y nada había hecho.

Sentéme fatigado; alcé la cabeza para explorar lo que había encima, y ví una escalera que, arrancando del suelo, seguía doblándose en los ángulos y enrollándose hasta perderse en alturas que no distinguía claramente mi vista. Los negros tramos de madera subían por el prisma interior, articulándose en las esquinas como una culebra con coyunturas, y las últimas vueltas perdíanse arriba en la alta región de las campanas. Una luz vivísima, entrando por las rasgadas ventanas sin vidrios, iluminaba aquel largo tubo vertical, en cuya parte inferior me encontraba. Atracción poderosa llamábame hacia arriba, y subí corriendo. Más que subir, aquella veloz carrera mía fué como si me arrojara en un pozo vuelto del revés.

Saltando los escalones de dos en dos, llegué á un piso donde varios aparatos destruidos me indicaron que allí había existido un reloj. Por fuera, una flecha negra que estuviera dando vueltas durante tres siglos señalaba con irónica inmovilidad una hora que no había de correr más. Por todas partes pendían cuerdas; pero no había campanas. Era aquello el cadáver de una cristiana torre, mudo é inerte como todos los cadáveres. El reloj había cesado de latir marcando la oscilación de la vida, y las lenguas de bronce habían sido arrancadas de aquellas gargantas de piedra que por tanto tiempo clamaran en los espacios, saludando el alba naciente, ensalzando al Señor en sus grandes días y pidiendo una oración para los muertos. Seguí subiendo, y en lo más alto, dos ventanas, dos enormes ojos miraban atónitos el vasto cielo y la ciudad y el país, como miran los espantados ojos de los muertos, sin brillo y sin luz. Al asomarme á aquellas cavidades lancé un grito de júbilo.

Debajo de mi vista se desarrollaba un mapa de gran parte de la ciudad y sus contornos, su río y su campiña.

Un viento suave mugía en la bóveda de la torre solitaria, articulando en aquel cráneo vacío sílabas misteriosas. Figurábaseme que la mole se tambaleaba como una palmera, amenazando caer antes que las piquetas de los franceses la destruyeran piedra á piedra. A veces me parecía que se elevaba más, más todavía, y que la ciudad ilustre, la insigne Roma la chica, se desvanecía allá abajo, perdiéndose entre las brumas de la tierra. Vi otras torres, los tejados, las calles, la majestuosa masa de las dos catedrales, multitud de iglesias de diferentes formas que habían tenido el privilegio de sobrevivir; innumerables ruinas, donde centenares de hombres, parecidos á hormigas que arrastran granos de trigo, corrían y se mezclaban; ví el Tormes, que se perdía en anchas curvas hacia poniente, dejando á su derecha la ciudad y faldeando los verdes campos del Zurguen por la otra orilla; ví las plataformas, las escarpas y contraescarpas, los rebellines, las cortinas, las troneras, los cañones, los muros aspillerados, los parapetos hechos con la columnata de los templos, los espaldones amasados con el polvo y la tierra que fueron huesos y carne de venerables monjas y frailes; ví los cañones enfilados hacia afuera, los morteros, el foso, las zanjas, los sacos de tierra, los montones de balas, los parques al aire libre... ¡Oh Dios poderoso, me diste más de lo que yo pedía! Vagaba por la ciudad imposibilitado de cumplir con mi deber, amenazado de muerte, expuesto á mil peligros, vendido, perdido, condenado, sin poder ver, sin poder mirar, sin poder escuchar, sin poder adquirir idea exacta ni aun confusa de lo que me rodeaba, hasta que un brazo de piedra, recogiéndome de entre las ruinas del suelo, alzóme en los aires para que todo lo viese.

—¡Bendito sea el Señor omnipotente y misericordioso!—exclamé.— Después de esto no necesito más que ojos, y afortunadamente los tengo.

La torre de la Merced tenía suficiente elevación para observar todo desde ella. Casi á sus piés estaba el colegio del Rey; seguía San Cayetano; después, en dirección al ocaso, el colegio mayor de Cuenca, y, por último, los Benitos; en la elevación de enfrente ví una masa de edificios arruinados, cuyos nombres no conocía, pero cuyas murallas se podían determinar perfectamente, con las piezas de artillería que las guarnecían. Volviéndome al lado opuesto, ví lo que llamaban Tesoro de San Nicolás, los Mostenses, el Monte Olivete, y entre estas posiciones y aquellas, el foso y los caminos cubiertos que bajaban al puente.

Desde la puerta de San Vicente, donde estaba el rebellín con los cuatro cañones giratorios de que habló Molichard, partía un foso que se enlazaba con los Milagros. En la parte anterior y superior del foso había una línea de aspilleras sostenida por fuerte estacada. Todo el edificio de San Vicente estaba aspillerado, y sus fuegos podían dirigirse al interior de la ciudad y al campo. San Cayetano era imponente. Demolido casi por completo, habían formado espacioso terraplén con baterías de todos calibres, y sus fuegos podían barrer la plazuela del Rey, el puente y la explanada del Hospicio.

Aunque el recelo de que mi carcelero volviese pronto me obligó á trazar con mucha precipitación el dibujo que deseaba, este no salió mal, y en él representé imperfectamente, pero con mucha claridad, lo mucho y bueno que veía. Hícelo ocultándome tras el antepecho de la torre, y aunque la proyección geométrica dejaba algo que desear como obra de ciencia, no olvidé detalle alguno, indicando el número de cañones con precisión escrupulosa. Terminado mi trabajo, guardélo muy cuidadosamente y bajé hasta la entrada de la torre. Echándome sobre el primer escalón, aguardé al Sr. Jean-Jean, con intento de fingir que dormía cuando él llegase.

Tardó bastante tiempo, poniéndome en cuidado y zozobra; mas al fin apareció, y le recibí haciendo como que me despertaba de largo y sabroso sueño. La expresión de su rostro pareciome de feliz augurio. Dios había empezado á protegerme, y hubiera sido crueldad divina torcer mi camino en aquella hora, cuando tan fácil y transitable se presentaba delante de mí, llevándome derechamente á la buena fortuna.

—Podéis seguirme—dijo Jean-Jean.— He visto á vuestra adorada.

—¿Y qué?—pregunté con la mayor ansiedad.

—Me parece que os ama, señor marqués—dijo en tono de lisonja y sonriendo con el servilismo propio de quien todo lo hace por dinero.— Cuando le dí vuestro billete, se quedó más blanca que el papel en que lo escribisteis... El Sr. Santorcáz, que está muy enfermo, dormía. Yo llamé á Ramoncilla, le prometí un doblón si hacía venir á la niña delante de mí para darle el billete; pero ¡cosa imposible! La niña está encerrada, y el amo, cuando duerme, guarda la llave debajo de la almohada... Insistí, prometiendo dos doblones... Entró la muchacha, hizo señas, apareció por un ventanillo una hermosísima figura, que alargó la mano... Subíme á un tonel..., no era bastante, y puse sobre el tonel una silla... ¡Oh, señor marqués! Después de leer el papel me dijo que fueseis al momento, y luégo, como le indicase que necesitábais ver dos letras suyas para creerme, trazó con un pedazo de carbón esto que aquí veis... Si he ganado bien mis seis doblones—añadió lisonjeándome con una de esas cortesías que sólo saben hacer los franceses,— vuecencia lo dirá.

El pícaro había cambiado por completo en gesto y modales para conmigo. Tomé el papel y decía: «Ven al instante», trazado en caracteres que reconocí al momento. Los garabatos con que los ángeles deben de escribir en el libro de ingresos del cielo el nombre de los elegidos no me hubieran alegrado más.

Sin hacerme repetir la súplica indirecta, pagué á Jean-Jean.

Salimos á toda prisa de la torre, atalaya de mi espionaje, y luégo, del claustro y convento arruinado; enderezando nuestros pasos por calles ó callejuelas, pasamos por delante de la catedral, y luégo nos internamos de nuevo por varias angostas vías, hasta que al fin paróse Jean-Jean y dijo:

—Aquí es. Entremos despacito, aunque sin miedo, porque nadie nos estorba llegar hasta el patio. Ramoncilla nos dejará pasar. Después Dios dirá.

Atravesamos el portal obscuro, y empujando una puerta divisamos un patio estrecho y húmedo, donde se nos apareció Ramoncilla, la cual gravemente hizo señas de que no metiésemos ruido, y luégo inclinó su cabeza sobre la palma de la mano para indicar sin duda que el señor seguía durmiendo. Avanzamos paso á paso, y Jean-Jean, sin abandonar su sonrisa de lisonja, señalóme una estrecha ventana que se abría en uno de los muros del patio. Miré, pero nadie asomó por ella. Mi emoción era tan grande que me faltaba el aliento, y dirigía con extravío los ojos á todos lados como quien ve fantasmas.

Sentí un ruido extraño, un rumor como el de las alas de un insecto cuando surca el aire junto á nuestra cabeza, ó el roce de una sutil tela con otra. Alcé la vista y la vi: ví á Inés en la ventana, sosteniendo la cortina con la mano izquierda, fijo en la boca el índice de la derecha para imponerme silencio. Su semblante expresaba un temor semejante al que nos sobrecoge cuando nos vemos al borde de un hondo precipicio sin poder detener ya la gravitación que nos empuja hacia él. Estaba pálida como la muerte, y el mirar de sus espantados ojos me trastornaba el juicio.

Ví una escalera á mi derecha, y me precipité por ella; pero la criada y el francés dijéronme, más con signos que con palabras, que subiendo por allí no podía entrar. Moví los brazos ordenando á Inés que bajase; pero hizo ella signos negativos que me desesperaron más.

—¿Por dónde subo?—pregunté.

La infeliz llevóse ambas manos á la cabeza, lloró, y repitió su negativa. Luégo parecía quererme decir que esperase.

—Subiré—dije al francés, buscando algún objeto que disminuyese la distancia.

Pero Jean-Jean, oficioso y solícito, como quien ha recibido seis doblones, había ya rodado el tonel que en un ángulo del patio estaba y puéstolo bajo la ventana. Aquel auxilio era pequeño, pues aún faltaba gran trecho sin apoyo ni asidero alguno. Yo devoraba con los ojos la pared, ó más que pared, inaccesible montaña, cuando Jean-Jean, rápido, diligente y risueño, subió al tonel señalándome sus robustos hombros. Comprender su idea y utilizarla fué obra del mismo momento, y trepando por aquella escalera de carne francesa, así con mis trémulas manos el antepecho de la ventana. Estaba arriba.

Share on Twitter Share on Facebook