XXI

Cuando me encontré en la calle traté de reflexionar, para que la razón, enfriando mi sofocante ira, iluminara un poco mi entendimiento sobre aquel inesperado suceso; pero en mí no había más que pasión, una irritación salvaje que me hacía estúpido. Fuera ya de la escena, lejos ya de los personajes, traté de recordar palabra por palabra todo lo dicho allí, traté de recordar también la expresión de las fisonomías, para escudriñar antecedentes, indagar causas y secretos. Estos no pueden salir desde el fondo de las almas á la superficie de los apasionados discursos en un diálogo ardiente entre personas que con ardor se aman ó se odian.

A veces sentía no haber estrangulado á aquel hombre envejecido por las pasiones; á veces sentía hacia él inexplicable compasión. La conducta de Inés, tan desfavorable para mi amor propio, infundíame á ratos una ira violenta, ira de amante despreciado, y á ratos un estupor secreto, con algo de la instintiva admiración que producen las grandezas de la Naturaleza cuando está uno cerca de ellas, cuando sabe uno que las va á ver, pero no las ha visto todavía.

Mi cerebro estaba lleno con la anterior entrevista. Pasaba el tiempo, pasaba yo maquinalmente de un sitio á otro, y aún los tenía á los dos ante la vista: á ella, afligida y espantada, queriendo ser buena con su padre y conmigo; á Santorcáz, furioso, irónico, díscolo é insultante conmigo, tierno y amoroso con ella. Observando bien á Inés, ahondando en aquel dolor suyo y en aquella su patética simpatía por la miseria humana, no había realmente nada de nuevo. En él, sí: mucho.

Yo traía el pasado y lo ponía delante; registraba toda aquella parte de mi vida que había tenido relación con ambos personajes. Finalmente hice, respecto á mi propio pensar y sentir en aquella ocasión, un raciocinio que iluminó un poco mi espíritu.

—Largo tiempo, y hoy mismo al encontrarme frente á él—dije,— he considerado á ese hombre como un malvado, y no he considerado que es un padre.

Sin duda me había acostumbrado á ver aquel asunto desde un punto de vista que no era el más conveniente.

Así pensando y sintiendo, con el cerebro lleno, el corazón lleno, proyectando en redor mío mi agitado interior, lo cual me hacía ver de un modo extraño lo que me rodeaba; sin vivir más que para mí mismo, olvidado en absoluto lo que me llevara á Salamanca, discurrí por varias calles que no conocía.

De improviso, ante mi cara apareció una cara. La ví con la indiferencia que inspira un figurón pintado, y tardé mucho tiempo en llegar al convencimiento de que yo conocía aquel rostro. En las grandes abstracciones del alma, el despertar es lento y va precedido de una serie de raciocinios en que aquella disputa con los sentidos sobre si reconoce ó no lo que tiene delante. Yo razoné al fin, y dije para mí:

—Conozco estos ojuelos de ratón que tengo delante.

Recobrando poco á poco mi facultad de percepción, hablé conmigo de este modo:

—Yo he visto en alguna parte esta cara, esta nariz insolente y esta boca infernal, que se abre hasta las orejas para reir con desvergüenza y descaro.

Dos manos pesadas cayeron sobre mis hombros.

—Déjame seguir, borracho—exclamé, empujando al importuno, que no era otro que Tourlourou.

—¡Satané farceur!—gritó Molichard, que acompañaba, por mi desgracia, al otro.— Venid al cuartel.

Drole de pistolet..., venid—dijo Tourlourou, riendo diabólicamente.— Caballero Cipérez, el coronel Desmarets os aguarda...

Ventre de biche!... Os escapasteis cuando ibais á ser encerrado.

—Y sacásteis la navaja para asesinarnos.

Monseigneur Cipérez, vous serez coffré et niché.

Intenté defenderme de aquellos salvajes; pero me fué imposible, pues aunque borrachos, juntos tenían más fuerza que yo. Al mismo tiempo, como la escena en la casa de Santorcáz embargaba de un modo lamentable mis facultades intelectuales, no me ocurría ardid ni artificio alguno que me sacase de aquel nuevo conflicto, más grave sin duda que los vencidos anteriormente.

Lleváronme, mejor dicho, arrastráronme hasta el cuartel donde por la mañana tuve el honor de conocer á Molichard, y en la puerta detúvose Tourlourou, mirando al extremo de la calle.

Dame!...—chilló,— allí viene el coronel Desmarets.

Cuando mis verdugos anunciaron la proximidad del coronel encargado de la policía de la ciudad, encomendé mi alma á Dios, seguro de que si por casualidad me registraban y hallaban sobre mí el plano de las fortificaciones, no tardaría un cuarto de hora en bailar al extremo de una cuerda, como ellos decían. Volví angustiado los ojos á todas partes, y pregunté:

—¿No está por ahí el Sr. Jean-Jean?

Aunque el dragón no era un santo, le consideré como la única persona capaz de salvarme.

El coronel Desmarets se acercaba por detrás de mí. Al volverme..., ¡oh asombro de los asombros!..., le ví dando el brazo á una dama, señores míos, á una dama que no era otra que la mismísima miss Fly, la mismísima Athenais, la mismísima Pajarita.

Quedéme absorto, y ella al punto saludóme con una sonrisa vanagloriosa que indicaba su gran placer por la sorpresa que me causaba.

Molichard y su vil compañero adelantáronse hacia el coronel, hombre grave y de más que mediana edad, y con todo el respeto que su embrutecedora embriaguez les permitiera, dijéronle que yo era espía de los ingleses.

—¡Insolentes!—exclamó con indignación y en francés miss Fly.— ¿Os atrevéis á decir que mi criado es espía? Señor coronel, no hagáis caso de esos miserables á quienes rebosa el vino por los ojos. Este muchacho es el que ha traído mi equipaje y el que con vuestra ayuda he buscado inútilmente hasta ahora por la ciudad. Di... tonto, ¿dónde has puesto mi maleta?

—En el mesón de la Fabiana, señora—respondí con humildad.

—Acabáramos. Buen paseo he hecho dar al señor coronel, que me ha ayudado á buscarte... Dos horas recorriendo calles y plazas...

—No se ha perdido nada, señora—le dijo Desmarets con galantería.— Así habéis podido ver lo más notable de esta curiosísima ciudad.

—Sí; pero necesitaba sacar algunos objetos de mi maleta, y este idiota... Es idiota, señor coronel...

—Señora—dije señalando á mis dos crueles enemigos,— cuando iba en busca de su excelencia, estos borrachos me llevaron engañado á una taberna, bebieron á mi costa, y luégo que me quedé sin un real, dijeron que yo era espía y querían ahorcarme.

Miss Fly miró al coronel con enfado y soberbia, y Desmarets, que sin duda deseaba complacer á la bella amazona, recogió todo aquel femenino enojo para lanzarlo militarmente sobre los dos bravos franchutes, los cuales, al verse convertidos de acusadores en acusados, aparecieron más beodos que antes y más incapaces de sostenerse sobre sus vacilantes piernas.

—¡Al cuartel, canalla!—gritó el jefe con ira.— Yo os arreglaré dentro de un rato.

Molichard y Tourlourou, asidos del brazo, confusos y tan lastimosamente turbados en lo moral como en lo físico, entraron en el edificio dando traspiés y recriminándose el uno al otro.

—Os juro que castigaré á esos pícaros—dijo el bravo oficial.— Ahora, puesto que habéis encontrado vuestra maleta, os conduciré á vuestro alojamiento.

—Sí, lo agradeceré—dijo miss Fly poniéndose en marcha y ordenándome que la siguiera.

—Y luégo—añadió Desmarets—daré una orden para que se os permita visitar el hospital. Tengo idea de que no ha quedado en él ningún oficial inglés. Los que había hace poco, sanaron y fueron canjeados por los franceses que estaban en Fuente Aguinaldo.

—¡Oh, Dios mío! ¡Entonces habrá muerto!—exclamó con afectada pena miss Fly.— ¡Desgraciado joven! Era pariente de mi tío el vizconde de Marley... Pero ¿no me acompañáis al hospital?

—Señora, me es imposible. Ya sabéis que Marmont ha dado orden para que salgamos hoy mismo de Salamanca.

—¿Evacuáis la ciudad?

—Así lo ha dispuesto el general. Estamos amenazados de un sitio riguroso. Carecemos de víveres, y como las fortificaciones que se han hecho son excelentes, dejamos aquí ochocientos hombres escogidos, que bastarán para defenderlas. Salimos hacia Toro para esperar á que nos envíen refuerzos del norte ó de Madrid.

—¿Y marcháis pronto?

—Dentro de una hora. Sólo de una hora puedo disponer para serviros.

—Gracias... Siento que no podáis ayudarme á buscar á ese valiente joven, paisano mío, cuyo paradero se ignora y es causa de este mi intempestivo y molesto viaje á Salamanca. Fue herido y cayó prisionero en Arroyomolinos. Desde entonces no he sabido de él... Dijéronme que podía estar en los hospitales franceses de esta ciudad.

—Os proporcionaré un salvoconducto para que visitéis el hospital, y con esto no necesitáis de mí.

—Mil gracias; creo que llegamos á mi alojamiento.

—En efecto, este es.

Estábamos en la puerta del mesón de la Lechuga, distante no más de veinte pasos de aquel donde yo había dejado mi asno. Desmarets despidióse de miss Fly, repitiendo sus cumplidos y caballerescos ofrecimientos.

—Ya veis—me dijo Athenais cuando subíamos á su aposento—que hicisteis mal en no permitir que os acompañase. Sin duda habéis pasado mil contrariedades y conflictos. Yo, que conozco de antiguo al bravo Desmarets, os los hubiera evitado.

—Señora de Fly, todavía no he vuelto de mi asombro, y creo que lo que tengo delante no es la verídica y real imagen de la hermosa dama inglesa, sino una sombra engañosa que viene á aumentar las confusiones de este día. ¿Cómo ha venido usted á Salamanca? ¿Cómo ha podido entrar en la ciudad? ¿Cómo se las ha compuesto para que ese viejo relamido, ese Desmarets...?

—Todo eso que os parece raro, es lo más natural del mundo. ¡Venir á Salamanca! Existiendo el camino, ¿os causa sorpresa? Cuando con tanta grosería y vulgares sentimientos me abandonasteis, resolví venir sola. Yo soy así. Quería ver cómo os conducíais en la difícil comisión, y esperaba poder prestaros algún servicio, aunque por vuestra ingratitud no merecíais que me ocupara de vos.

—¡Oh! Mil gracias, señora. Al dejar á usted lo hice por evitarle los peligros de esta expedición. Dios sabe cuanta pena me causaba sacrificar el placer y el honor de ser acompañado por usted.

—Pues bien, señor aldeano: al llegar á las puertas de la ciudad, acordéme del coronel Desmarets, á quien recogí del campo de batalla después de la Albuera, curando sus heridas y salvándole la vida; pregunté por él, salió á mi encuentro, y desde entonces no tuve dificultad alguna ni para entrar aquí ni para buscar alojamiento. Le dije que me traía el afán de saber el paradero de un oficial inglés, pariente mío, perdido en Arroyomolinos, y como deseaba encontraros, fingí que uno de los criados que traía conmigo, portador de mi maleta, había desaparecido en las puertas de la ciudad. Deseando complacerme, Desmarets me llevó á distintos puntos. ¡Dos horas paseando!... Estaba desesperada... Yo miraba á todos lados diciendo: «¿Dónde estará ese bestia?... Se habrá quedado lelo mirando los fuertes... Es tan bobo...».

—¿Y el mozuelo que acompañaba á usted?

—Entró conmigo. ¿Os burlábais del carricoche de mistress Mitchell? Es un gran vehículo, y tirado por el caballo que me dió Simpson, parecía el carro de Apolo... Veamos ahora, señor oficial, cómo habéis empleado el tiempo, y si se ha hecho algo que justifique la confianza del señor duque.

—Señora, llevo sobre mí un plano de las fortificaciones, muy oculto... Además poseo innumerables noticias que han de ser muy útiles al general en jefe. He experimentado mil contratiempos; pero al fin, en lo relativo á mi comisión militar, todo me ha salido bien.

—¡Y lo habéis hecho sin mí!—dijo la Mariposa con despecho.

—Si tuviera tiempo de referir á usted las tragedias y comedias de que he sido actor en pocas horas...; pero estoy tan fatigado que hasta el habla me va faltando. Los sustos, las alegrías, las emociones, las cóleras de este día abatirían el ánimo más esforzado y el cuerpo más vigoroso, cuanto más el ánimo y cuerpo míos, que están, el uno, aturdido y apesadumbrado; el otro, tan vacío de toda sólida sustancia, como quien no ha comido en diez y seis horas.

—En efecto, parecéis un muerto—dijo entrando en su habitación.— Os daré algo de comer.

—Es una felicísima idea—respondí—; y pues tan milagrosamente nos hemos juntado aquí, lo cual prueba la conformidad de nuestro destino, conviene que nos establezcamos bajo un mismo techo. Voy á traer mi burro, en cuyas alforjas dejé algo digno de comerse. Al instante vuelvo. Pida usted en tanto á la mesonera lo que haya..., pero pronto, prontito...

Fuí al mesón donde había dejado mi asno, y al entrar en la cuadra sentí la voz del mesonero muy enfrascada en disputa con otra que reconocí por la del venerable señor Jean-Jean.

—Muchacho—me dijo el mesonero al entrar,— este señor francés se quería llevar tu burro.

—¡Excelencia!—afirmó cortésmente, aunque muy turbado, Jean-Jean,— no me quería llevar la bestia...; preguntaba por vos.

Acordéme de la promesa hecha al dragón y del ánima de la albarda, invención mía para salir del paso.

—Jean-Jean—dije al francés,— todavía necesito de ti. Hoy salen los franceses, ¿no es verdad?

—Sí, señor; pero yo me quedo. Quedamos veinte dragones para escoltar al gobernador.

—Me alegro—dije disponiéndome á llevar el burro conmigo.— Ahora, amigo Jean-Jean, necesito saber si el tal jefe de los masones se dispone á salir hoy también de Salamanca. Es lo más probable.

—Lo averiguaré, señor.

—Estoy en el mesón de al lado, ¿sabes?

La Lechuga, sí.

—Allí te espero. Tenemos mucho que hacer hoy, amigo Jean-Jean.

—No deseo más que servir á su excelencia.

—Y yo pago bien á los que me sirven.

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