XXII

Miss Fly, pretextando que la criada del mesón no debía enterarse de lo que hablábamos, me sirvió la frugal comida ella misma, lo cual, si no era conforme á los cánones de la etiqueta inglesa, concordaba perfectamente con las circunstancias.

—Vuestra tristeza—dijo la inglesa—me prueba que si en la comisión militar salisteis bien, no sucede lo mismo en lo demás que habéis emprendido.

—Así es en efecto, señora—repuse,— y juro á usted que mi pesadumbre y descorazonamiento son tales, que nunca he sentido cosa igual en ninguna ocasión de mi vida.

—¿No está vuestra princesa en Salamanca?

—Está, señora—repuse—; pero de tal manera, que más valdría no estuviese aquí ni en cien leguas á la redonda. Porque ¿de qué me vale hallarla si la encuentro...?

—Encantada—dijo la inglesa, interrumpiéndome con picante jovialidad,— y convertida, como Dulcinea, en rústica y fea labradora la que era finísima señora.

—Allá se va una cosa con otra—dije,— porque si mi princesa no ha perdido nada de la gallardía de su presencia ni de la sin igual belleza de su rostro, en cambio ha sufrido en su alma transformación muy grande, porque no ha querido aceptar la libertad que yo le ofrecí, y prefiriendo la compañía de su bárbaro carcelero, me ha puesto bonitamente en la puerta de la calle.

—Eso tiene una explicación muy sencilla—me dijo la dama, riendo con verdadero regocijo,— y es que vuestra archiduquesa prisionera ya no os ama. ¿No habéis pensado en el inconveniente de presentaros ante ella con ese vestido? El largo trato con su raptor le habrá inspirado amor hacia este. No os riáis, caballero. Hay muchos casos de damas robadas por los bandidos de Italia y Bohemia, que han concluido por enamorarse locamente de sus secuestradores. Yo misma he conocido á una señorita inglesa que fué robada en las inmediaciones de Roma, y al poco tiempo era esposa del jefe de la partida. En España, donde hay ladrones tan poéticos, tan caballerescos, que casi son los únicos caballeros del país, ha de suceder lo mismo. Lo que me contáis, señor mío, no tiene nada de absurdo, y cuadra perfectamente con las ideas que he formado de este país.

—La grande imaginación de usted—le dije—tal vez se equivoque al querer encontrar ciertas cosas fuera de los libros; pero de cualquier modo que sea, señora, lo que me pasa es bien triste..., porque...

—Porque amáis más á vuestra niña desde que ella adora á ese pachá de tres colas, á ese Fra Diávolo, en quien me figuro ver un grandísimo ladrón, pero hermoso como los más hermosos tipos de Calabria y Andalucía, más valiente que el Cid, gran jinete, espadachín sublime, algo brujo, generoso con los pobres, cruel con los ricos y malvados, rico como el gran turco, y dueño de inmensas pedrerías que siempre le parecen pocas para su amada. También me lo figuro como Carlos Moor, el más poético é interesante de los salteadores de caminos.

—¡Oh!, miss Fly, veo que usted ha leído mucho. Mi enemigo no es tal como usted le pinta: es un viejo enfermo.

—Pues entonces, Sr. Araceli—dijo Athenais con disgusto,— no tratéis de engañarme pintando á esa joven como una persona principal, porque si se ha aficionado al trato de un viejo enfermo, habrá sido por avaricia, cualidad propia de costureras, doncellas de labor, cómicas ú otra gente menuda, á cuyas respetables clases creo desde ahora que pertenecerá esa tan decantada señora que adoráis.

—No he engañado á usted respecto á la elevación de su clase. Respecto á la afición que ha podido sentir hacia su secuestrador, no tiene nada de vituperable, porque es su padre.

—¡Su padre!—exclamó con asombro.— Eso sí que no estaba escrito en mis libros. ¿Y á un padre que retiene consigo á su hija le llamáis ladrón? Eso sí que es extraño. No hay país como España para los sucesos raros y que en todo difieren de lo que es natural y corriente en los demás países. Explicadme eso, caballero.

—Usted cree que todos los lances de amor y de aventura han de pasar en el mundo conforme á lo que ha leído en las novelas, en los romances, en las obras de los grandes poetas y escritores, y no advierte que las cosas extrañas y dramáticas suelen verse antes en la vida real que en los libros, llenos de ficciones convencionales y que se reproducen unas á otras. Los poetas copian de sus predecesores, los cuales copiaron de otros más antiguos, y mientras fabrican este mundo vano, no advierten que la naturaleza y la sociedad van creando á escondidas del público, y recatándose de la imprenta, mil novedades que espantan ó enamoran.

Yo hacía esfuerzos de ingenio por sostener de algún modo un coloquio en que miss Fly, con su ardoroso sentimiento poético, me llevaba ventaja, y á cada palabra mía su atrevida imaginación se inflamaba más, volando en pos de sucesos raros, desconocidos, novelescos, fuente de pasión y de idealismo. No puedo negar que Athenais me causaba sorpresa, porque yo, en mi ignorancia, no conocía el sentimentalismo que entonces estaba en moda entre la gente del norte, invadiendo literatura y sociedad de un modo extraordinario.

—Referidme eso—me dijo con impaciencia.

Sin temor de cometer una indiscreción, conté punto por punto á mi hermosa acompañante todo lo que el lector sabe. Oíame tan atentamente y con tales apariencias de agrado, que no omití ningún detalle. Algunas veces creí distinguir en ella señales más bien de entusiasmo varonil que de emoción femenina; y cuando puse punto final en mi relato, levantose, y con ademán resuelto y voz animosa, hablóme así:

—¿Y vivís con esa calma, caballero, y referís esos dramas de vuestra vida como si fueran páginas de un libro que habéis leído la noche anterior? No sois español, no tenéis en las venas ese fuego sublime que impulsa al hombre á luchar con las imposibilidades. Os estáis ahí mano sobre mano contemplando á una inglesa, y no se os ocurre nada; no se os ocurre entrar en esa casa; arrancar á esa infeliz mujer del poder que la aprisiona; echar una cuerda al cuello de ese hombre para llevarle á una casa de locos; no se os ocurre comprar una espada vieja y batiros con medio mundo, si medio mundo se opone á vuestro deseo; romper las puertas de la casa; pegarle fuego, si es preciso; coger á la muchacha sin tratar de persuadirla á que os siga, y llevarla donde os parezca conveniente; matar á todos los alguaciles que os salgan al paso, y abriros camino por entre el ejército francés, si el ejército francés en masa se opone á que salgáis de Salamanca. Confieso que os creí capaz de esto.

—Señora—exclamé con ardor,— dígame usted en qué libro ha leído eso tan bonito que acaba de decirme. Quiero leerlo también, y después probaré si tales hazañas son posibles.

—¿En qué libro, menguado?—repuso con exaltación admirable.— En el libro de mi corazón, en el de mi fantasía, en el de mi alma. ¿Queréis que os enseñe algo más?

—Señora—afirmé confundido,— el alma de usted es superior á la mía.

—Vamos al instante á esa casa—dijo tomando un látigo y disponiéndose á salir.

Miré á miss Fly con admiración; pero con una admiración que no era enteramente seria, quiero decir que algo se reía dentro de mí.

—¿A dónde, señora; adónde quiere usted que vayamos?

—¡Y lo pregunta!—exclamó Athenais.— Caballero, si os hubiera creído capaz de hacerme esa pregunta, que indica las indecisiones de vuestra alma, no hubiera venido á Salamanca.

—No, si comprendo perfectamente—respondí, no queriendo aparecer inferior á mi interlocutora.— Comprendo..., vamos á esa casa, pues..., á hacer una barbaridad, una que sea sonada...; yo me atrevo á ello, y aun á cosas mayores.

—Entonces...

—Precisamente pensaba en eso. Yo no conozco el miedo.

—Ni los obstáculos, ni los peligros, ni nada. Así, así, caballero; así se responde—gritó con acalorado y sonoro acento.

Su inflamado semblante, sus brillantes ojos, el timbre de su patética voz, tenían extraño poder sobre mí y despertaban no sé qué vagas sensaciones de grandeza, dormidas en el fondo de mi corazón, tan dormidas, que yo no creía que existiesen. Sin saber lo que hacía, levantéme de mi asiento, gritando con ella:

—¡Vamos, vamos allá!

—¿Estáis preparado?

—Ahora recuerdo que necesito una espada... vieja.

—O nueva... No será malo ver á Desmarets.

—Yo no necesito de nadie: me basto y me sobro—exclamé con brío y orgullo.

—Caballero—dijo ella con entusiasmo,— eso debiera decirlo yo para parecerme á Medea.

—Decía que no podemos entrar con Desmarets—indiqué, pensando un poco en lo positivo,— porque sale hoy de Salamanca.

En aquel momento sentimos ruido en el exterior. Era el ejército francés que salía. Los tambores atronaban la calle. Apagaba luégo sus retumbantes clamores el paso de los escuadrones de caballería, y, por último, el estrépito de las cureñas hacía retemblar las paredes cual si las conmoviera un terremoto. Durante largo tiempo estuvieron pasando tropas.

—Espero ser yo quien primero lleve á lord Wellington la noticia de que los franceses han salido de Salamanca—dije en voz baja á miss Fly, mirando el desfile desde nuestra ventana.

—Allí va Desmarets—repuso la inglesa, fijando su vista en las tropas.

En efecto, pasaba á caballo Desmarets al frente de su regimiento, y saludó á miss Fly con galantería.

—Hemos perdido un protector en la ciudad—me dijo—; pero no importa: no lo necesitaremos.

En este momento sonaron algunos golpecitos en la puerta; abrí, y se nos presentó el Sr. Jean-Jean, que, sombrero en mano, hizo varios arqueos y cortesías...

—Excelencia, la mesonera me dijo que estábais aquí, y he venido á deciros...

—¿Qué?

Jean-Jean miró con recelo á miss Fly; pero al punto le tranquilicé, diciéndole:

—Puedes hablar, amigo Jean-Jean.

—Pues venía á deciros—prosiguió el soldado—que ese señor Santorcáz saldrá de la ciudad. Como Salamanca va á ser sitiada, huyen esta noche muchas familias, y el masón no será de los últimos, según me ha dicho Ramoncilla. Ha salido hace un momento de su casa, sin duda para buscar carros y caballerías.

—Entonces se nos va á escapar—dijo miss Fly con viveza.

—No saldrán—repuso—hasta después de medianoche.

—Amigo Jean-Jean, quiero que me proporciones un sable y dos pistolas.

—Nada más fácil, Excelencia—contestó servilmente.

—Y además una capa... Luégo que sea de noche, prepararás el coche...

—No se encuentra ninguno en la ciudad.

—Abajo tenemos uno. Enganchas el caballo, que también está abajo, y lo llevas á la puerta más próxima á la calle del Cáliz.

—Que es la de Santi-Epíritus... Os advierto que Santorcáz ha vuelto á su casa; le he visto acompañado de sus cinco amigotes, cinco hombres terribles, y que son capaces de cualquier cosa...

—¡Cinco hombres!...

—Que no permiten se juegue con ellos. Todas las noches se reúnen allí y están bien armados.

—¿Tienes algún amigo que quiera ganarse unos cuantos doblones y que además sea valiente, sereno y discreto?

—Mi primo Pied-de-mouton es bueno para el caso, pero está algo enfermo. No sé si Charles le Temeraire querrá meterse en tales fregados; se lo diré.

—No necesitamos de vuestros amigos—dijo miss Fly.— No queremos á nuestro lado gente soez. Iremos enteramente solos.

—Dentro de un momento tendréis las armas—afirmó Jean-Jean.— ¿Y no me decís nada de vuestro asno?

—Te lo regalaré con albarda y todo..., mas no busques ya nada en ella. Lo que merezcas te lo daré cuando nos hallemos sin peligro fuera de las puertas de la ciudad.

Jean-Jean me miró con expresión sospechosa; pero ó renació pronto en su pecho la confianza, ó supo disimular su recelo, y se marchó. Cuando de nuevo se me puso delante al anochecer y me trajo las armas, ordenéle que me esperase en la calle del Cáliz, con lo cual dimos la inglesa y yo por terminados los preparativos de aquel estupendo y nunca visto suceso, que verá el lector en los capítulos siguientes.

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