XXIII

Al llegar á esta parte de mi historia, oblígame á detenerme cierta duda penosa que no puedo arrojar lejos de mí, aunque de mil maneras lo intento. Es el caso que á pesar de la fidelidad y veracidad de mi memoria, que tan puntualmente conserva los hechos más remotos, dudo si fuí yo mismo quien acometió la temeridad en cuestión, apretado á ello por el poético y voluntarioso ascendiente de una hermosa mujer inglesa; ó si, habiéndolo yo soñado, creí que lo hice, como muchas veces sucede en la vida, por no ser fácil deslindar lo soñado de lo real; ó si en vez de ser mi propia persona la que á tales empeños se lanzara, fué otro yo quien supo interpretar los fogosos sentimientos y caballerescas ideas de la hechicera Athenais. Ello es que teniéndome por cuerdo hoy, como entonces, me cuesta trabajo determinarme á afirmar que fuí yo propio el autor de tal locura, aunque todos los datos, todas las noticias y las tradiciones todas concuerdan en que no pudo ser otro. Ante la evidencia, inclino la frente y sigo contando.

Vino, pues, la noche, envolviendo en sus sombras todo el ámbito de Roma la chica. Salimos miss Fly y yo, y atravesando la Rúa, nos internamos por las obscuras y torcidas calles que nos debían llevar al lugar de nuestra misteriosa aventura. Bien pronto, ignorantes ambos de la topografía de la ciudad, nos perdimos y marchamos al acaso, procurando brujulearnos por los edificios que habíamos visto durante el día; mas con la osbcuridad no distinguíamos bien la forma de aquellas moles que nos salían al paso. A lo mejor nos hallábamos detenidos por una pared gigantesca, cuya eminencia se perdía allá en los cielos; luégo creeríase que la enorme masa se apartaba á un lado para dejarnos libre el paso de una calleja alumbrada á lo lejos por las lamparillas de la devoción, encendidas ante una imagen.

Seguíamos adelante creyendo encontrar el camino buscado, y tropezábamos con un pórtico y una torre que en las sombras de la noche venían cada cual de distinto punto y se juntaban para ponérsenos delante. Al fin conocimos la catedral entre aquellas montañas de osbcuridad que nos cercaban. Distinguimos perfectamente su vasta forma irregular; sus torres, que empiezan en una edad del arte y acaban en otra; sus ojivas, sus cresterías, su cúpula redonda, y detrás del nuevo edificio, la catedral vieja, acurrucada junto á él buscando abrigo. Quisimos orientarnos allí, y tomando la dirección que creímos más conveniente, bien pronto tropezamos con los pórticos gemelos de la universidad, en cuyo frontispicio las grandes cabezas de los Reyes Católicos nos contemplaron con sus absortos ojos de piedra. Deslizándonos por un costado del vasto edificio, nos hallamos cercados de murallas por todas partes, sin encontrar salida.

—Esto es un laberinto, miss Fly—dije no sin mal humor—; busquemos hacia la espalda de la catedral esa dichosa calle. Si no, pasaremos la noche andando y desandando calles.

—¿Os apuráis por eso? Cuanto más tarde, mejor.

—Señora, lord Wellington me espera mañana á las doce en Bernuy. Me parece que he dicho bastante... Veremos si aparece algún transeúnte que nos indique el camino.

Pero ningún alma viviente se veía por aquellos solitarios lugares.

—¡Qué hermosa ciudad!—dijo miss Fly con arrobamiento contemplativo.— Todo aquí respira la grandeza de una edad gloriosa é ilustre. ¡Cuán excelsos, cuán poderosos no han sido los sentimientos que han necesitado tanta, tantísima piedra para manifestarse! ¿Para vos no dicen nada esas altas torres, esas largas ojivas, esos techos, esos gigantes que alzan sus manos hacia el cielo, esas dos catedrales: la una, anciana y de rodillas, arrugada, inválida, agazapada contra el suelo y al arrimo de su hija; la otra, flamante y en pié, hermosa, inmensa, lozana, respirando vida en su robusta mole? ¿Para vos no dicen nada esos cien colegios y conventos, obra de la ciencia y la piedra reunidas? ¿Y esos palacios de los grandes señores, esas paredes llenas de escudos y rejas, indicio de soberbia y precaución? ¡Dichosa edad aquella en que el alma ha encontrado siempre de qué alimentar su insaciable hambre! Para las almas religiosas, el monasterio; para las heroicas, la guerra; para las apasionadas, el amor, más hermoso cuanto más contrariado; para todas, la galantería, los grandes afectos, los sacrificios sublimes, las muertes gloriosas... La sociedad vive impulsada por una sola fuerza: la pasión. El cálculo no se ha inventado todavía. La pasión gobierna el mundo y en él pone su sello de fuego. El hombre lo atropella todo por la posesión del objeto amado, ó muere luchando ante las puertas del hogar que se le cierran... Por una mujer se encienden guerras, y dos naciones se destrozan por un beso... La fuerza que aparentemente impera no es el empuje brutal de los modernos, sino un aliento poderoso, el resoplido de los dos pulmones de la sociedad, que son el honor y el amor.

—No vendría mal el discursito—murmuré—si al fin encontráramos...

Cuando esto decía habíamos perdido de vista la catedral y nos internábamos por calles angostas y obscuras, buscando en vano la del Cáliz. Vimos una anciana que, apoyándose en un palo, marchaba lentamente arrimada á la pared y le pregunté:

—Señora, ¿puede usted decirme dónde está la calle del Cáliz?

—¿Buscan la calle del Cáliz y están en ella?—repuso la vieja con desabrimiento.— ¿Van á la casa de los masones ó á la logia de la calle de Tentenecios? Pues sigan adelante y no mortifiquen á una pobre vieja que no quiere nada con el demonio.

—¿Y la casa de los masones, cuál es, señora?

—Tiénela en la mano y pregunta...—contestó la anciana.— Ese portalón que está detrás de usted es la entrada de la vivienda de esos bribones; ahí es donde cometen sus feas herejías contra la religión; ahí donde hablan pestes de nuestros queridos reyes... ¡Malvados! ¡Ay, con cuanto gusto iría á la Plaza Mayor para verlos quemar! Dios querrá quitarnos de en medio á los franceses que tales suciedades consienten... Masones y franceses todos son unos: la pata derecha y la izquierda de Satanás.

Marchóse la vieja hablando consigo misma, y al quedarnos solos reconocí en el portalón, que cerca teníamos, la casa de Santorcáz.

—¡Cuántas veces habremos pasado por aquí sin conocer la casa!—dijo miss Fly.— Si yo la hubiese visto una sola vez... Pero parece que sois torpe, Araceli.

La puerta era un antiquísimo arco bizantino, compuesto de seis ú ocho curvas concéntricas, por donde corrían misteriosas formas vegetales gastadas por el tiempo, cascabeles y entrelazadas cintas, y en la imposta unos diablillos, monos ó no sé qué desvergonzados animales, que hacían cabriolas, confundiendo sus piernecillas enjutas con los tallos de la hojarasca de piedra. Letras ininteligibles, y que sin duda expresaban la época de la construcción, dejaban ver sus trazos grotescos y torcidos, como si un dedo vacilante las trazara al modo de conjuro. Estaba reforzada la puerta con garabatos de hierro tan mohosos como apolilladas y rotas las mal juntas tablas, y un grueso llamador en figura de culebrón enroscado pendía en el centro, aguardando una impaciente mano que lo moviese.

Yo interrogué á miss Fly con la mirada, y ví que acercaba su mano al aldabón.

—¿Ya, señora?—dije deteniendo su movimiento.

—¿Pues á qué esperáis?

—Conviene explorar primero al enemigo... La casa es sólida... Jean-Jean dijo que había dentro..., ¿cuántos hombres?

—Cincuenta, si no recuerdo mal...; pero aunque sean mil...

—Es verdad, aunque sea un millón.

Vimos que se acercaba un hombre, y al punto reconocí á Jean-Jean.

—Vienen refuerzos, señora—dije.— Vera usted qué pronto despacho.

Miss Fly, asiendo el aldabón, dió un golpe.

Yo toqué mis armas, y al ver que no se me habían olvidado, no pude evitar un sentimiento, que no sé si era burla ó admiración de mí mismo, porque á la verdad, señores, lo que yo iba á hacer, lo que yo intentaba en aquel momento, ó era una tontería, ó una acción semejante á aquellas perpetuadas en romances y libros de caballería. Yo recordaba haber leído en alguna parte que un desvalido amante llega bonitamente y sin más ayuda que el valor de su brazo, ó la protección de tal ó cual potencia nigromántica, á las puertas de un castillo donde el más barbudo y zafio moro ó gigante de aquellos agrestes confines tiene encerrada á la más delicada doncella, princesa ó emperatriz que ha peinado hebras de oro y llorado líquidos diamantes, y el tal desvalido amante grita desde abajo: «Fiero arráez, ó bárbaro sultán, vengo á arrancarte esa real persona que aprisionada guardas, y te conjuro que me la des al instante si no quieres que tu cuerpo sea partido en dos pedazos por esta mi espada; y no te rías ni me amenaces, porque, aunque tuvieras más ejércitos que llevó el parto á la conquista de la Grecia, ni uno solo de los tuyos quedará vivo».

Así, señores, así, ni más ni menos, era lo que yo iba á emprender. Cuando toqué las pistolas del cinto, y el tahalí de que pendía la tajante espada, y me eché el embozo á la capa, y el ala del ancho sombrero sobre la ceja, confieso que entre los sentimientos que luchaban en mi corazón predominó la burla, y me reí en la osbcuridad. Tenía yo un aire de personaje de valentías, guapezas y gatuperios que habría puesto miedo en el ánimo más valeroso, cuando no mofa y risa; pero miss Fly había leído sin duda las hazañas de D. Rodulfo de Pedrajas, de Pedro Cadenas, Lampuga, Gardoncha y Perotudo, y mi catadura le había de parecer más propia para enamorar que para reir.

Viendo que no respondían, cogí el aldabón y repetí los golpes.

Yo no medía la extensión del peligro que iba á afrontar, ni era posible reflexionar en ello, aunque habría bastado un destello de luz de mi razón para esclarecerme el horrible jaleo en que me iba á meter... Yo no pensaba en esto, porque sentía el inexplicable deleite que tiene para la juventud enamorada todo lo que es misterioso y desconocido, más bello y atractivo cuanto más peligroso; porque sentía dentro de mí un deseo de acometer cualquier brutalidad sin nombre, que pusiese mi fuerza y mi valor al servicio de la persona á quien más amaba en el mundo.

No se olvide que aún me duraba el despecho y la sofocación de la mañana. El recuerdo de las escenas que antes he descrito completaba mi ceguera, y realizar por la violencia lo que no pude conseguir por otro medio era, sin duda, gran atractivo para mi excitado espíritu. En la calle me aguijoneaba la fantasía, y desde dentro me llamaba el corazón, toda mi vida pasada y cuanto pudiese soñar para el porvenir... ¿Quién no rompe una pared, aunque sea con la cabeza, cuando le impulsan á ello dos mujeres, una desde dentro y otra desde fuera?

No debo negar que la hermosa inglesa había adquirido gran ascendiente sobre mí. No puedo expresar aquel dominio suyo y aquella esclavitud mía sino empleando una palabra muy usada en las novelas, y que ignoro si indicará de un modo claro mi idea; pero no teniendo á mano otro vocablo, la emplearé: miss Fly me fascinaba. Aquella grandeza de espíritu; aquel sentimiento alambicado y sin mezcla de egoísmo que había en sus palabras; aquel carácter que atesoraba, tras una extravagancia sin ejemplo, todo el material, digámoslo así, de las grandes acciones, hallaban secreta simpatía en un rincón de mi ser. Me reía de ella, y la admiraba; parecíanme disparates sus consejos, y los obedecía. Aquella inmensidad de su pensamiento tan distante de la realidad me seducía, y antes que confesarme cobarde para seguir el vuelo de su voluntad poderosa, hubiérame muerto de vergüenza.

Repetí con más fuerza los golpes, y nada se oía en el interior de la casa. Oscuridad y silencio como el de los sepulcros reinaban en ella. El animalejo, lagarto ó culebrón, que figuraba la aldaba, alzó (al menos así parecía) su cabeza llena de herrumbre, y clavando en mí los verdes ojuelos, abrió la horrible boca para reirse.

—No quieren abrir—me dijo Jean-Jean.— Sin embargo, dentro están: los he visto entrar... Son los principales afrancesados que hay en la ciudad, más masones que el gran Copto y más ateos que Judas... Mala gente. Mi opinión, señor marqués, es que os marchéis. El coche os aguarda en la puerta de Santi Spíritus.

—¿Tienes miedo, Jean-Jean?

—Además, señor marqués—continuó este,— debo advertiros que pronto ha de pasar por aquí la ronda... Vos y la señora tenéis todo el aspecto de gente sospechosa... Todavía hay quien cree que sois espía, y la señora también.

—¿Yo espía?—dijo miss Fly con desprecio.— Soy una dama inglesa.

—Márchate tú, Jean-Jean, si tienes miedo.

—Hacéis una locura, caballero—repuso el dragón. Esos hombres van á salir, y á todos nos molerán á palos.

Creí sentir el ruido de las maderas de una ventanilla que se abría en lo alto, y grité:

—¡Ah de la casa! Abrid pronto.

—Es una locura, señor marqués—dijo el dragón bruscamente.— Vámonos de aquí...

Entonces noté en el semblante hosco y sombrío de Jean-Jean una alteración muy visible, que no era ciertamente la que produce el miedo.

—Repito que os dejo solo, señor marqués... La ronda va á venir... Vamos hacia Santi Spíritus, ó no respondo de vos.

Su insistencia y el empeño de llevarnos hacia las afueras de la ciudad infundió en mí terrible sospecha.

Miss Fly redobló los martillazos, diciendo:

—Será preciso echar la puerta abajo si no abren.

Los garabatos de hierro que reforzaban la puerta se contrajeron, haciendo muecas horribles, signos burlescos, figurando no sé si extrañas sonrisas ó mohines ó visajes de misteriosos rostros.

Yo empezaba á perder la paciencia y la serenidad. Jean-Jean me causaba inquietud y temí una alevosía, no por la sospecha de espionaje, como él había dicho, sino por la tentación de robarnos. El caso no era nuevo, y los soldados que guarnecían las poblaciones del pobre país conquistado cometían impunemente todo linaje de excesos. Además, la aventura iba tomando carácter grotesco, pues nadie respondía á nuestros golpes ni asomaba rostro humano en la alta reja.

—Sin duda no hay aquí rastro de gente. Los masones se han marchado, y ese tunante nos ha traído aquí para expoliarnos á sus anchas.

De pronto ví que alguien aparecía en el recodo que hace la calle. Eran dos personas que se fijaron allí como en acecho. Dirigime hacia el dragón; pero este, sin esperar á que le hablase, nos abandonó súbitamente para unirse á los otros.

—Ese miserable nos ha vendido—exclamé rugiendo de cólera.— Señora, estamos perdidos. No contábamos con la traición.

—¡La traición!—dijo confusa miss Fly.— No puede ser.

No tuvimos tiempo de razonar, porque los dos que nos observaban y JeanJean se nos vinieron encima.

—¿Qué hacéis aquí?—me preguntó uno de ellos, que era soldado de artillería sin distintivo alguno.

—No tengo que darte cuenta—respondí.— Deja libre la calle.

—¿Es esta la tarasca inglesa?—dijo el otro, dirigiéndose á miss Fly con insolencia.

—¡Tunante!—grité desenvainando.— Voy á enseñarte como se habla con las señoras.

—El marquesito ha sacado el asador—dijo el primero.— Jóvenes, venid al cuerpo de guardia con nosotros, y vos, milady Sauterelle, dad el brazo á Charles le Temeraire para que os conduzca al Palacio del cepo.

—Araceli—me dijo miss Fly,— toma mi látigo y échalos de aquí.

Pied-de-mouton, atraviésalo—vociferó el artillero.

Pied-de-mouton, como sargento de dragones, iba armado de sable. Carlos el Temerario era artillero y llevaba un machete corto, arma de escaso valor en aquella ocasión. En un momento rapidísimo, mientras Jean-Jean vacilaba entre dirigirse á la inglesa ó á mí, acuchillé á Pied-de-mouton con tan buena suerte, con tanto ímpetu y tanta seguridad, que lo tendí en el suelo. Lanzando un ronco aullido, cayó bañado en sangre... Me arrimé á la pared para tener guardadas las espaldas, y esperé á Jean-Jean, que, al ver la caída de su compañero, se apartó de miss Fly, mientras Carlos el Temerario se inclinaba á reconocer el herido. Rápida como el pensamiento, Athenais se bajó á recoger el sable de este. Sin esperar á que Jean-Jean me atacase y viéndole algo desconcertado, fuíme sobre él; mas, sobrecogido, dió algunos pasos hacia atrás, bramando así:

Corne du Diable! Mille millions de bombardes!... ¿Creéis que os tengo miedo?

Diciéndolo, apretó á correr á lo largo de la calle, y más ligero que el viento le siguió Carlos. Ambos gritaban:

—¡A la guardia, á la guardia!

—Cerca hay un cuerpo de guardia, señora. Huyamos. Aquí dió fin el romance.

Corrimos en dirección contraria á la que ellos tomaron, mas no habíamos andado siete pasos, cuando sentimos á lo lejos pisadas de gente, y distinguimos un pelotón de soldados que á toda prisa venía hacia nosotros.

—Nos cortan la retirada, señora—dije retrocediendo.— Vamos por otro lado.

Buscamos una bocacalle que nos permitiera tomar otra dirección, y no la encontramos. La patrulla se acercaba. Corrimos al otro extremo, y sentí la voz de nuestros dos enemigos, gritando siempre:

—¡A la guardia!...

—Nos cogerán—dijo miss Fly con serenidad incomparable, que me inspiró aliento.— No importa. Entreguémonos.

En aquel instante, como pasáramos junto al pórtico en cuyo aldabón habíamos martillado inútilmente, ví que la puerta se abría y asomaba por ella la cabeza de un curioso, que sin duda no había podido dominar su anhelo de saber lo que resultaba de la pendencia... El cielo se abría delante de nosotros. La patrulla estaba cerca, pero como la calle describía un ángulo muy pronunciado, los soldados que la formaban no podían vernos. Empujé aquella puerta y á aquel hombre que curiosamente y con irónica sonrisa en el rostro se asomaba; y aunque ni una ni otro quisieron ceder al principio, hice tanta fuerza, que bien pronto miss Fly y yo nos encontramos dentro, y con presteza increíble corrí los pesados cerrojos.

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