XXVIII

Cuando me ví dueño del pueblo y al frente de la tropa y guerrillas que trabajaban en él, empecé á dictar órdenes con la mayor actividad. Excuso decir que la primera fué para librar á Monsalud del horrible tormento y descomunal castigo de los palos; mas cuando llegué al sitio de la lamentable escena, ya le habían aplicado veintitrés cataplasmas de fresno, con cuyos escozores estaba el infeliz á punto de entregar rabiando su alma al Señor. Suspendí el tormento, y aunque más parecía muerto que vivo, aseguráronme que no iría de aquella, por ser los masones gente de siete vidas, como los gatos.

Miss Fly me indicó sin pérdida de tiempo la casa que servía de asilo á Santorcáz, una de las pocas que apenas habían sido tocadas por las llamas. Vociferaban á la puerta algunas mujeres y aldeanos, acompañados de dos ó tres soldados, esforzándose las primeras en demostrar, con toda la elocuencia de su sexo, que allí dentro se guarecía el mayor pillo que desde muchos años se había visto en Babilafuente.

—El que llevaron á la plaza—decía una vieja—es un santo del cielo comparado con este que aquí se esconde, el capitán general de todos esos luciferes.

—Como que hasta los mismos franceses les dan de lado. Diga usted, señá Frasquita, ¿por qué llaman masones á esta gente? A fe que no entiendo el voquible.

—Ni yo; pero basta saber que son muy malos, y que andan de compinche con los franceses para quitar la religión y cerrar las iglesias.

—Y los tales, cuando entran en un pueblo, apandan todas las doncellas que encuentran. Pues digo: también hay que tener cuidado con los niños, pues se los roban para criarlos á su antojo, que es en la fe de Majoma.

Los soldados habían empezado á derribar la puerta y las mujeres les animaban, por la mucha inquina que había en el pueblo contra los masones. Ya vimos lo que le pasó á Monsalud. Seguramente Santorcáz, con ser el pontífice máximo de la secta trashumante, no habría salido mejor librado si en aquella ocasión no hubiese llegado yo. Luégo que la puerta cediera á los recios golpes y hachazos, ordené que nadie entrase por ella; dispuse que los soldados, custodiando la entrada, contuvieran y alejasen de allí á las mujeres chillonas y procaces, y subí. Atravesé dos ó tres salas, cuyos muebles en desorden anunciaban la confusión de la huida. Todas las puertas estaban abiertas, y libremente pude avanzar de estancia en estancia hasta llegar á una pequeña y obscura, donde ví á Santorcáz y á Inés: él, tendido en miserable lecho; ella, al lado suyo, tan estrechamente abrazados los dos, que sus figuras se confundían en la penumbra de la sala. Padre é hija estaban aterrados, trémulos, como quien de un momento á otro espera la muerte, y se habían abrazado para aguardar juntos el trance terrible. Al conocerme, Inés dió un grito de alegría.

—Padre—exclamó,— no moriremos. Mira quién esta aquí.

Santorcáz fijó en mí los ojos, que lucían como dos ascuas en el cadavérico semblante, y con voz hueca, cuyo timbre heló mi sangre, dijo:

—¿Vienes por mí, Araceli? ¿Ese tigre carnicero que os manda te envía á buscarme porque los oficiales del matadero están ya sin trabajo?... Ya despacharon á Monsalud; ahora á mí...

—No matamos á nadie—respondí acercándome.

—No nos matarán—exclamó Inés, derramando lágrimas de gozo.— Padre, cuando esos bárbaros daban golpes á la puerta; cuando esperábamos verles entrar armados de hachas, espadas, fusiles y guillotinas para cortarnos la cabeza, como dices que hacían en París, ¿no te dije que había creído escuchar la voz de Araceli? Le debemos la vida.

El masón clavaba en mí sus ojos, mirándome cual si no estuviera seguro de que era yo. Su fisonomía estaba en extremo descompuesta: hundidos los ojos dentro de las cárdenas órbitas, crecida la barba, lustrosa y amarilla la frente. Parecía que habían pasado por él diez años desde las escenas de Salamanca.

—Nos perdonan la vida—dijo con desdén.— Nos perdonan la vida cuando me ven enfermo y achacoso, sin poder moverme de este lecho, donde me ha clavado mi enfermedad. El conde de España, ¿va á subir aquí?

—El conde de España se ha ido de Babilafuente.

Cuando dije esto, el anciano respiró como si le quitaran de encima enorme peso. Incorporóse ayudado por su hija, y sus facciones, contraídas por el terror, se serenaron un poco.

—¿Se ha marchado ese verdugo... hacia Villorio?... Entonces escaparemos por..., por... Y los ingleses, ¿dónde están?

—Si se trata de escapar, en todas partes hay quien lo impida. Se acabaron las correrías por los pueblos.

—De modo que estoy preso—exclamó con estupor.— ¡Soy prisionero tuyo, prisionero de...! ¡Me has cogido como se coge á un ratón en la trampa, y tengo que obedecerte y seguirte tal vez!

—Sí, preso hasta que yo quiera.

—Y harás de mí lo que se te antoje, como un chiquillo sin piedad que martiriza al león en su jaula porque sabe que este no puede hacerle daño.

—Haré lo que debo, y ante todo...

Santorcáz, al ver que fijé los ojos en su hija, estrechóla de nuevo en sus brazos, gritando:

—No la separarás de mí sino matándola, ruin y miserable verdugo... ¿Así pagas el beneficio que en Salamanca te hice?... Manda á tus bárbaros soldados que nos fusilen; pero no nos separes.

Miré á Inés, y ví en ella tanto cariño, tan franca adhesión al anciano, tanta verdad en sus demostraciones de afecto filial, que no pude menos de cortar el vuelo á mi violenta determinación.

—Aquí encuentro un sentimiento cuya existencia no sospechaba—dije para mí—; un sentimiento grande, inmenso, que se me revela de improviso, y que me espanta, me detiene y me hace retroceder. He creído caminar por sendero continuado y seguro, y he llegado á un punto en que el sendero acaba y empieza el mar. No puedo seguir... ¿Qué inmensidad es esta que ante mí tengo? Este hombre será un malvado; será carcelero de la infeliz niña; será un enemigo de la sociedad, un agitador, un loco que merece ser exterminado; pero aquí hay algo más. Entre estos dos seres, entre estas dos criaturas tan distintas, la una tan buena, la otra odiosa y odiada, existe un lazo que yo no debo ni puedo romper, porque es obra de Dios. ¿Qué haré?

A estas reflexiones sucedieron otras de igual índole, mas no me llevaron á ninguna afirmación categórica respecto á mi conducta, y me expresé de este modo, que me pareció el más apropiado á las circunstancias:

—Si usted varía de conducta, podrá tal vez vivir cerca, cuando no al lado de su hija, y verla y tratarla.

—¡Variar de conducta!... ¿Y quién eres tú, mancebo ignorante, para decirme que varíe de conducta, y dónde has aprendido á juzgar mis acciones? Estás lleno de soberbia porque el despotismo te ha enmascarado con esa librea y puesto esas charreteras que no sirven sino para marcar la jerarquía de los distintos opresores del pueblo... ¡Qué sabes tú lo que es conducta, necio! Has oído hablar á los frailes y á D. Carlos España, y crees poseer toda la ciencia del mundo.

—Yo no poseo ciencia alguna—respondí exasperado—; pero ¿se puede consentir que criaturas inocentes y honradas y dignas por todos conceptos de mejor suerte, vivan con tales padres?

—Y á tí, extraño á ella, extraño á mí, ¿qué te importa ni qué te va en esto?—exclamó agitando sus brazos y golpeando con ellos las ropas del desordenado lecho.

—Sr. Santorcáz, acabemos. Dejo á usted en libertad para ir á donde mejor le plazca. Me comprometo á garantizarle la mayor seguridad hasta que se halle fuera del país que ocupa el ejército aliado. Pero esta joven es mi prisionera, y no irá sino á Madrid, al lado de su madre. Si han nacido por fortuna en usted sentimientos tiernos que antes no conocía, yo aseguro que podrá ver á su hija en Madrid siempre que lo solicite.

Al decir esto miré á Inés, que con extraordinario estupor dirigía los ojos á mí y á su padre alternativamente.

—Eres un loco—dijo D. Luis.— Mi hija y yo no nos separaremos. Háblale á ella de este asunto, y verás cómo se pone... En fin, Araceli, ¿nos dejas escapar, sí ó no?

—No puedo detenerme en discusiones. Ya he dicho cuanto tenía que decir. Entre tanto, quedarán en la casa, y nadie se atreverá á hacerles daño.

—¡Preso, cogido, Dios mío!—exclamó Santorcáz antes afligido que colérico, y llorando de desesperación.— ¡Preso, cogido por esta soldadesca asalariada á quien detesto; preso antes de poder hacer nada de provecho, antes de descargar un par de buenos y seguros golpes!... ¡Esto es espantoso! Soy un miserable..., no sirvo para nada..., lo he dejado todo para lo último..., me he ocupado en tonterías. Lo grave, lo formal es destruir todo lo que se pueda, ya que seguramente nada existe aquí digno de conservarse.

—Tenga usted calma, que el estado de ese cuerpo no es á propósito para reformar el linaje humano.

—¿Crees que estoy débil, que no puedo levantarme?—gritó intentando incorporarse con esfuerzos dolorosos.— Todavía puedo hacer algo..., esto pasará, no es nada..., aún tengo pulso... ¡Ay!, en lo sucesivo no perdonaré á nadie. Todo aquel que caiga bajo mi mano, perecerá sin remedio.

Inés le ponía las manos en los hombros para obligarle á estarse quieto, y recogía la ropa de abrigo, que los movimientos del enfermo arrojaban á un lado y otro.

—¡Preso, cogido como un ratón!—prosiguió este.— Es para volverse loco... ¡Cuando había fundado treinta y cuatro logias, en que se afiliaba lo más selecto, lo más atrevido y lo más revoltoso, es decir, lo mejor y lo más malo de todo el país... ¡Oh!, ¡esos indignos franceses me han hecho traición! Les he servido, y este es el pago... Araceli, ¿dices que estoy preso, que me llevarán á la cárcel de Madrid, á Ceuta tal vez?... ¡Maldigo la infame librea del despotismo que vistes! ¡Ceuta!... Bueno; me escaparé como la otra vez...: mi hija y yo nos escaparemos. Aún tengo agilidad, aliento, brío: todavía soy joven... ¡Caer en poder de estos verdugos con charreteras, cuando me creía libre para siempre y tocaba los resultados de mi obra de tantos años!... Porque sí, no sois mas que verdugos con charreteras, grados falsos y postizos honores. ¡Mujeres de la tierra, parid hijos para que los nobles los azoten, para que los frailes los excomulguen y para que estos sayones los maten!... ¡Bien lo he dicho siempre! La masonería no debe tener entrañas; debe ser cruel, fría, pesada, abrumadora como el hacha del verdugo... ¿Quién dice que yo estoy enfermo, que yo estoy débil, que me voy á morir, que no puedo levantarme más?... Es mentira, cien veces mentira: Me levantaré, y ¡ay del que se me ponga delante! Araceli, cuidado, cuidado, aprendiz de verdugo... Todavía...

Siguió hablando algún tiempo más; pero le faltaba gradualmente el aliento, y las palabras se confundían y desfiguraban en sus labios. Al fin no oíamos sino mugidos entrecortados y guturales, que nada expresaban. Su respiración era fatigosa; había cerrado los ojos; pero los abría de cuando en cuando con la súbita agitación de la fiebre. Toqué sus manos, y despedían fuego.

—Este hombre está muy malo—dije á Inés, que me miraba con perplejidad.

—Lo sé; pero en esta casa no hay nada, ni tenemos remedios, ni comida; en una palabra, nada.

Llamando á mi asistente, que estaba en la calle, le dí orden de que proporcionase á Inés cuanto fuese preciso y existiera en el lugar.

—Mi asistente no se separará de aquí mientras lo necesites—dije á mi amiga.— La puerta se cerrará. Puedes estar tranquila. En todo el día no saldremos de aquí. Adiós: me voy á la plaza, pero volveré pronto, porque tenemos que hablar, mucho que hablar.

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