XXVIX

Cuando volví, estaba sentada junto al lecho del enfermo, á quien miraba fijamente. Volviendo la cabeza, indicóme con un signo que no debía hacer ruido. Levantóse luégo, acercó su rostro al de Santorcáz, y cerciorada de que permanecía en completo y bienhechor reposo, se dispuso á salir del cuarto. Juntos fuimos al inmediato, no cerrando sino á medias la puerta, para poder vigilar al desgraciado durmiente, y nos sentamos el uno frente al otro. Estábamos solos, casi solos.

—¿Has tenido nuevas noticias de mi madre?—me preguntó conmovida.

—No; pero pronto la veremos...

—¡Aquí, Dios mío! Tanta felicidad no es para mí.

—Le escribiré hoy diciendo que te he encontrado y que no te me escaparás. Le diré que venga al instante á Salamanca.

—¡Oh! Gabriel..., haces precisamente lo mismo que yo deseaba, lo que deseaba hace tanto tiempo... Si hubieras sido prudente en Salamanca y me hubieras oído antes de...

—Querida mía, tienes que explicarme muchas cosas que no he entendido—le dije con amor.

—¿Y tú á mí? Tú sí que tienes necesidad de explicarte bien. Mientras no lo hagas, no esperes de mí una palabra, ni una sola.

—Hace seis meses que te busco, alma mía; seis meses de fatigas, de penas, de ansiedad, de desesperación ¡Cuánto me hace trabajar Dios antes de concederme lo que me tiene destinado! ¡Cuánto he padecido por ti, cuánto he llorado por ti! Dios sabe que te he ganado bien.

—Y durante ese tiempo—preguntó con graciosa malicia,— ¿te ha acompañado esa señora inglesa, que te llama su caballero y que me ha vuelto loca á preguntas?

—¿A preguntas?

—Sí; quiere saberlo todo, y para cerrarle el pico he necesitado decirle cómo y cuando nos conocimos. Lo que se refiere á mí le importa poco; tu vida es lo que le interesa; me ha mareado tanto deseando saber las locuras y sublimidades que has hecho por esta infeliz, que no he podido menos de divertirme á costa suya...

—Bien hecho, querida mía.

—¡Qué orgullosa es!... Se ríe de cuanto hablo y, según ella, no abro la boca más que para decir vulgaridades. Pero la he castigado... Como insistiese en conocer tus empresas amorosas le he dicho que después de Bailén quisieron robarme veinticinco hombres armados, y que tú solo les mataste á todos.

Inés sonreía tristemente, y yo sofocaba la risa.

—También le dije que en El Pardo, para poder hablarme, te disfrazaste de duque, siendo tal el poder de la falsa vestimenta que engañaste á toda la corte y te presentaron al emperador Napoleón, el cual se encerró contigo en su gabinete y te confió el plan de su campaña contra el Austria.

—Así te vengas tú—dije, encantado de la malicia de mi pobre amiga.— Dame un abrazo, chiquilla, un abrazo ó me muero.

—Así me vengo yo. También le dije que estando en Aranjuez pasabas el Tajo á nado todas las noches para verme; que en Córdoba entraste en el convento y maniataste á todas las monjas para robarme; que otra vez anduviste ochenta leguas á caballo para traerme una flor; que te batiste con seis generales franceses porque me habían mirado, con otras mil heroicidades, acometimientos y amorosas proezas que se me vinieron á la memoria á medida que ella me hacía preguntas. ¡Eh, caballerito, no dirá usted que no cuido de su reputación!... Te he puesto en los cuernos de la luna... Puedes creer que la inglesa estaba asombrada. Me oía con toda su hermosa boca abierta... ¿Qué crees? Te tiene por un Cid, y ella, cuando menos, se figura ser la misma Doña Jimena.

—¡Cómo te has burlado de ella!—exclamé acercando mi silla á la de Inés.— Pero ¿has tenido celos?... Dime si has tenido celos para estarme riendo tres días...

—Caballero Araceli—dijo arrugando graciosamente el ceño,— sí, los he tenido y los tengo...

—¡Celos de esa loca!—contesté riendo y con el alma inundada de regocijo.— Inés de mi vida, dame un abrazo.

Las lindas manecitas de la muchacha se sacudían delante de mí, y me azotaban el rostro al acercarme. Yo, pillándolas al vuelo, se las besaba.

—Inesilla, querida mía, dame un abrazo... ó te como.

—Hambriento estás.

—Hambriento de quererte, esposa mía, ¿Te parece...? Seis meses amando á una sombra. ¿Y tú...?

Yo no sabía qué decir. Estaba hondamente conmovido. Mi desgraciada amiga quiso disimular su emoción; pero no pudo atajar el torrente de lágrimas que pugnaba por salir de sus ojos.

—No te acuerdes de esa mujer, si no quieres que me enfade. Es imposible que tú, con la elevación de tu alma, con tu penetración admirable, hayas podido...

—No, no lloro por eso, querido amigo mío—me dijo mirándome con profundo afecto.— Lloro... no sé por qué. Creo que de alegría.

—¡Oh! Si miss Fly estuviera aquí, si nos viera juntos, si viera cómo nos amamos por bendición especial de Dios, si viera este cariño nuestro, superior á las contrariedades del mundo, comprendería cuánta diferencia hay de sus chispazos poéticos á esta fuente inagotable del corazón, á esta luz divina en que se gozan nuestras almas, y se gozarán por los siglos de los siglos.

—No me nombres á miss Fly... Si en un momento me afligió el conocerla, ya no hago caso de ella...—dijo secando sus lágrimas.— Al principio, francamente..., tuve dudas; más que dudas, celos: pero al tratarla de cerca se disiparon. Sin embargo, es muy hermosa, más hermosa que yo.

—Ya quisiera parecerse á tí. Es un marimacho.

—Es además muy rica, según ella misma dice. Es noble... Pero á pesar de todos sus méritos, miss Fly me causaba risa, no sé por qué. Yo reflexionaba y decía: «Es imposible, Dios mío. No puede ser... Caerán sobre mí todas las desgracias menos esta...». ¡Oh!, esta sí que no la hubiera soportado.

—¡Qué bien pensaste! Te reconozco, Inés. Reconozco tu grande alma. Duda de todo el mundo, duda de lo que ven tus ojos; pero no dudes de mí, que te adoro.

—Mi corazón se desborda...—exclamó oprimiéndose el seno con una mano que se escapó de entre las mías.— Hace tiempo que deseaba llorar así... delante de ti... ¡Bendito sea Dios, que empieza á hacer caso de lo que le he dicho!

—Inés, yo también he tenido celos, queridita; celos de otra clase, pero más terribles que los tuyos.

—¿Por qué?—dijo mirándome con severidad.

—¡Pobre de mí!... Yo me acordaba de tu buena madre y decía mirándote: «Esta pícara ya no nos quiere».

—¿Que no os quiero?

—Alma mía, ahora te pregunto como á los niños: ¿a quién quieres tú?

—A todos—contestó con resolución.

Esta respuesta, tan concisa como elocuente, me dejó confuso.

—A todos—repitió.— Si no te creyera capaz de comprenderlo así, ¡cuán poco valdrías á mis ojos!

—Inés, tú eres una criatura superior—afirmé con verdadero entusiasmo.— Tú tienes en tu alma mayor porción de aliento divino que los demás. Amas á tus enemigos, á tus más crueles enemigos.

—Amo á mi padre—dijo con entereza.

—Sí; pero tu padre...

—Vas á decir que es un malvado, y no es verdad. Tú no le conoces.

—Bien, amiga mía, creo lo que me dices; pero las circunstancias en que has ido á poder de ese hombre no son las más á propósito para que le tomaras gran cariño...

—Hablas de lo que no entiendes. Si yo te dijera una cosa...

—Espera..., déjame acabar... Ya sé lo que vas á decir. Es que has encontrado en él, cuando menos lo esperabas, un noble y profundo cariño paternal.

—Sí; pero he encontrado algo más.

—¿Qué?

—La desgracia. Es el hombre más desdichado, más sin ventura que existe en el mundo.

—Es verdad: la nobleza de tu alma no tiene fin...; pero díme: seguramente no hallarán eco en ella los sentimientos de odio y el frenesí de ese desgraciado.

—Yo espero reconciliarle—dijo sencillamente—con los que odia ó aparenta odiar, pues su cólera contra ciertas personas no brota del corazón.

—¡Reconciliarle!—repetí con verdadero asombro.— ¡Oh!, Inés, si tal hicieras, si tan grande objeto lograras tú con la sola fuerza de tu dulzura y de tu amor, te tendría por la más admirable persona de todo el mundo... Pero debe de haber ocurrido entre tí y él mucho que ignoro, querida mía. Cuando te viste arrebatada por ese hombre de los brazos de tu madre enferma, ¿no sentiste...?

—Un horror, un espanto...; no me recuerdes eso, amiguito, porque me estremezco toda... ¡Qué noche, qué agonía! Yo creí morir, y en verdad pedía la muerte... Aquellos hombres..., todos me parecían negros, con el pelo erizado y las manos como garfios..., aquellos hombres me encerraron en un coche. Encarecerte mi miedo, mis súplicas, aquel continuo llorar mío durante no sé cuántos días, sería imposible. Unas veces, desesperada y loca, les decía mil injurias; otras pedíales de rodillas mi libertad. Durante mucho tiempo me resistí á tomar alimento, y también traté de escaparme... Imposible, porque me guardaban muy bien... Después de algunos días de marcha, fuéronse todos, y él quedó solo conmigo en un lugar que llaman Cuéllar.

—¿Y te maltrató?

—Jamás; al principio me trataba con aspereza; pero luégo, mientras más me ensoberbecía yo, mayor era su dulzura. En Cuéllar me dijo que nunca volvería á ver á mi madre, lo cual me causó tal desesperación y angustia, que aquella noche intenté arrojarme por la ventana al campo. El suicidio, que es tan gran pecado, no me aterraba... Trájome enseguida á Salamanca, y allí le oí repetir que jamás vería á mi madre. Entonces advertí que mis lágrimas le conmovían mucho... Un día, después que largo rato disputamos y vociferamos los dos, púsose de rodillas delante de mí, y besándome las manos, me dijo que él no era un hombre malo.

—¿Y tú sospechabas algo de tu parentesco con él?

—Verás... Yo respondí que le tenía por el más malo, el más abominable ser de toda la tierra, y entonces fué cuando me dijo que era mi padre... Esta revelación me dejó tan suspensa, tan asombrada, que por un instante perdí el sentido... Tomóme en sus brazos, y durante largo rato me prodigó las más afectuosas caricias... Yo no lo quería creer... En lo íntimo de mi alma acusé á Dios por haberme hecho nacer de aquel monstruo... Después, como advirtiese mi duda, mostróme un retrato de mi madre y algunas cartas que escogió entre muchas que tenía... Yo estaba medio muerta..., aquello me parecía un sueño. En la angustia y turbación de tan dolorosa escena, fijé la vista en su rostro y un grito se escapó de mis labios.

—¿No le habías observado bien?

—Sí, yo había notado cierto incomprensible misterio en su fisonomía; pero hasta entonces no vi..., no ví que su frente era mi frente, que sus ojos eran mis ojos. Aquella noche me fué imposible dormir: entróme una fiebre terrible, y me revolvía en el lecho, creyéndome rodeada de sombras ó demonios que me atormentaban. Cuando abría los ojos, le hallaba sentado á mis pies, sin apartar de mí su mirada penetrante, que me hacía temblar. Me incorporé y le dije: «¿Por qué aborrece usted á mi querida madre?». Besándome las manos, me contestó: «Yo no la aborrezco; ella es la que me aborrece á mí. Por haberla amado, soy el más infeliz de los hombres, por haberla amado, soy este obscuro y despreciado satélite de los franceses que en mí ves; por haberla adorado, te causo espanto hoy en vez de amor». Entonces yo le dije: «Grandes maldades habrá hecho usted con mi madre para que ella le aborrezca». No me contestó... Se esforzaba en calmar mi agitación, y desde aquella noche hasta el fin de la enfermedad que padecí no se apartó de mi lado ni un momento. Cuanto puede inventarse para distraer á una criatura triste y enferma, él lo inventó: contábame historias, unas alegres, otras terribles, todas de su propia vida, y finalmente refirióme lo que más deseaba conocer de esta... Yo temblaba á cada palabra. Había empezado á inspirarme tanta compasión, que á ratos le suplicaba que callase y no dijese más. Poco á poco fuí perdiéndole el miedo: me causaba cierto respeto; pero amarle..., ¡eso, imposible!... Yo no cesaba de afirmar que no podía vivir lejos de mi madre, y esto, si le enfurecía de pronto, era motivo después para que redoblase sus cariños y consideraciones conmigo. Su empeño era siempre convencerme de que nadie en el mundo me quería como él. Un día, impaciente y acongojada por el largo encierro, le hablé con mucha dureza; él se arrojó á mis pies, pidióme perdón del gran daño que me había causado, y lloró tanto, tanto...

—¿Ese hombre ha derramado una lágrima?—dije con sorpresa.— ¿Estás segura? Jamás lo hubiera creído.

—Tantas y tan amargas derramó, que me sentí no ya compasiva, sino también enternecida. Mi corazón no nació para el odio: nació para responder á todos los sentimientos generosos, para perdonar y reconciliar. Tenía delante de mí á un hombre desgraciado, á mi propio padre, solo, desvalido, olvidado; recordaba algunas palabras obscuras y vagas de mi madre acerca de él, que me parecían un poco injustas. Lástima profunda oprimía mi pecho; la adoración, la loca idolatría que aquel infeliz sentía por mí, no podían serme indiferentes, no, de ningún modo, á pesar del daño recibido. Le dije entonces cuantas palabras de consuelo se me ocurrieron, y el pobrecito ¡me las agradeció tanto, tantísimo...Por primera vez en su vida era feliz.

—¡Angel del cielo—exclamé con viva emoción,— no digas más! Te comprendo y te admiro.

—Suplicóme entonces que le tratase con la mayor confianza; que le dijese padre y , al uso de Francia, con lo cual experimentaría gran consuelo, y así lo hice. Ese hombre terrible que espanta á cuantos le oyen y no habla más que de exterminar y de destruir, temblaba como un niño al escuchar mi voz; y olvidado de la guillotina, de los nobles y de lo que él llama el estado llano, estaba horas enteras en éxtasis delante de mí. Entonces formé mi proyecto, aunque no le dije nada, esperando que el dominio que ejercía sobre él llegase al último grado.

—¿Qué proyecto?

—Volver aquel cadáver á la vida; volverle al mundo, á la familia; desatar aquel corazón de la rueda en que sufría tormento; sacar del infierno aquel infeliz réprobo, y extirpar en su alma el odio que le consumía. Durante algún tiempo no hablé de volver al lado de mi madre, ni me quejé de la larga y triste soledad, antes bien aparecía sumisa y aun contenta. Entonces emprendimos esos horribles viajes para fundar logias; empezó la compañía de esos hombres aborrecidos, y no pude disimular mi disgusto. Cuando hablábamos los dos á solas, él se reía de las prácticas masónicas, diciendo que eran simples y tontas, aunque necesarias para subyugar á los pueblos. Su odio á los nobles, á los frailes y á los reyes continuaba siempre muy vivo; pero al hablar de mi madre, la nombraba siempre con reserva y también con emoción. Esto era señal lisonjera y un principio de conformidad con mi ardiente deseo. Yo se lo agradecí, y se lo pagué mostrándome más cariñosa con él; pero siempre reservada. Los repetidos viajes, las logias y los compañeros de masonería me inspiraban repugnancia, hastío y miedo. No se lo oculté, y él me decía: «Esto acabará pronto. No conquistaré á los necios sino con esta farsa; y como los franceses se establezcan en España, verás la que armo...». «Padre, le decía yo, no quiero que armes cosas malas ni que mates á nadie, ni que te vengues. La venganza y la crueldad son propias de almas bajas». El me ponderaba las injusticias y picardías que rigen á la sociedad de hoy, asegurando que era preciso volver todo del revés, para lo cual era necesario empezar por destruirlo todo. ¡Cuánto hemos hablado de esto! Por último tales horrores han dejado de asustarme. Tengo la convicción de que mi pobre padre no es cruel ni sanguinario, como parece...

—Así será, pues tú lo dices.

—Estábamos en Valladolid, cuando cayó enfermo, muy enfermo. Un afamado médico de aquella ciudad me dijo que no viviría mucho tiempo. Él, sin embargo, siempre que experimentaba algún alivio, se creía restablecido por completo. En uno de sus más graves ataques, hallándonos en Salamanca, me dijo: «Te robé, hija mía, para hacerte instrumento de la horrible cólera que me devora. Pero Dios, que no consiente sin duda la perdición de mi alma, me ha llenado de un profundo y celeste amor que antes no conocía. Has sido para mí el ángel de la guarda, la imagen viva de la bondad divina, y no sólo me has consolado, sino que me has convertido. Bendita seas mil veces por esta savia nueva que has dado á mi triste vida. Pero he cometido un crimen: tú no me perteneces; entré como un ladrón en el huerto ajeno y robé esta flor... No, no puedo retenerte ni un momento más al lado mío contra tu gusto». El infeliz me decía esto con tanta sinceridad, que me sentí inclinada á amarle más. Luégo siguió diciéndome: «Si tienes compasión de mí; si tu alma generosa se resiste á dejarme en esta soledad, enfermo y aborrecido, acompáñame y asísteme, pero que sea por voluntad tuya y no por violencia mía. Déjame que te bese mil veces, y márchate después si no quieres estar á mi lado». No le contesté de otro modo que abrazándole con todas mis fuerzas y llorando con él. ¿Qué podía, qué debía hacer?

—Quedarte.

—Aquella era la ocasión más propia para confiarle mis deseos. Después de repetir que no le abandonaría, díjele que debía reconciliarse con mi madre. Recibió al principio muy mal la advertencia; mas tanto rogué y supliqué, que al fin consintió en escribir una carta. Empecéla yo, y como en ella pusiera no recuerdo qué palabras pidiendo perdón, enfurecióse mucho, y dijo: «¿Pedirle perdón, pedirle perdón? Antes morir». Por último, quitando y poniendo frases, dí fin á la epístola; mas al día siguiente le ví bastante cambiado en sus disposiciones conciliadoras; y ¿qué creerás, amigo mío?... Pues rompió la carta, diciéndome: «Más adelante la escribiremos, más adelante. Aguardemos un poco». Esperé con santa resignación; y hallándonos en Plasencia, hice una nueva tentativa. El mismo escribió la carta, empleando en ella no menos de cuatro horas, y ya la íbamos á enviar á su destino, cuando uno de esos aborrecidos hombres que le acompañan entró diciéndole que la policía francesa le buscaba y le perseguía por gestiones de una alta señora de Madrid. ¡Ay, Gabriel! Cuando tal cosa supo, renovóse en él la cólera y amenazó á todo el género humano. No necesito decirte que ni enviamos la carta, ni habló más del asunto en algunos días. Pero yo insistía en mi propósito. Al volver á Salamanca le manifesté la necesidad de la reconciliación: enfadóse conmigo; díjele que me marcharía á Madrid: abrazóme, lloró, gimió, arrojóse á mis piés como un insensato, y al fin, hijo, al fin escribimos la tercera carta: la escribí yo misma. Por último, mi adorada madre iba á saber noticias de su pobre hija. ¡Ay!, aquella noche mi padre y yo charlamos alegremente; hicimos dulces proyectos; maldijimos juntos á todos los masones de la tierra, á las revoluciones y á las guillotinas habidas y por haber; nos regocijamos con supuestas felicidades que habían de venir; nos contamos el uno al otro todas las penas de nuestra pasada vida...; pero al siguiente día...

—Me presenté yo..., ¿no es eso?

—Eso es... Ya conoces su carácter... Cuando te vio y conoció que ibas enviado por mi madre, cuando le injuriaste... Su ira era tan fuerte aquel día, que me causó miedo. «Ahí lo tienes, decía: yo me dispongo á ser bueno con ella, y ella envía contra mí la policía francesa para mortificarme y un ladrón para privarme de tu compañía. Ya lo ves: es implacable... A Francia, nos iremos á Francia; vendrás conmigo. Esa mujer acabó para mí y yo para ella...». Lo demás lo sabes tú y no necesito decírtelo. ¡Esta mañana creímos morir aquí! ¡Cuánto he padecido en este horrible Babilafuente viéndole enfermo, tan enfermo, que no se restablecerá más; viéndonos amenazados por el populacho, que quería entrar para despedazarnos!... Y todo ¿por qué? Por la masonería, por esas simplezas y mojigangas que á nada conducen.

—A algo conducen, querida mía, y la semilla que tu padre y otros han sembrado dará algún día su fruto. Sabe Dios cuál será.

—Pero él no es ateo, como otros, ni se burla de Dios. Verdad es que suele nombrarle de un modo extraño, así como el Sér Supremo, ó cosa parecida.

—Llámese Dios ó Sér Supremo—exclamé, volviendo á aprisionar entre mis manos las de mi adorada amiga,— ello es que ha hecho obras acabadas y perfectas, y una de ellas eres tú, que me confundes, que me empequeñeces y anonadas más cuanto más te trato y te hablo y te miro.

—Eres tonto de veras, pues ¿qué he hecho que no sea natural?—preguntóme sonriendo.

—Para los ángeles es natural existir sin mancha, inspirar las buenas acciones, ensalzar á Dios, llevar al cielo las criaturas, difundir el bien por el mundo pecador. ¿Que qué has hecho? Has hecho lo que yo no esperaba ni adivinaba, aunque siempre te tuve por la misma bondad: has amado á ese infeliz, al más infeliz de los hombres, y este prodigio, que ahora, después de hecho, me parece tan natural, antes me parecía una aberración y un imposible. Tú tienes el instinto de lo divino, y yo no; tú realizas con la sencillez propia de Dios las más grandes cosas, y á mí no me corresponde otro papel que el de admirarlas después de hechas, asombrándome de mi estupidez por no haberlas comprendido... ¡Inesilla, tú no me quieres, tú no me puedes querer!

—¿Por qué dices eso?—preguntó con candor.

—Porque es imposible que me quieras, porque yo no te merezco.

Al decir esto, estaba tan convencido de mi inferioridad, que ni siquiera intenté abrazarla, cuando, cruzando ella las defensoras manos, parecía dejarme el campo libre para aquel exceso amoroso.

—De veras, parece que eres tonto.

—Pero, si tu corazón no sabe sino amar, si no sabe otra cosa, aunque de mil modos le enseñe el mundo lo contrario, algo habrá para mí en un rinconcito.

—¿Un rinconcito?... ¿De qué tamaño?

—¡Qué feliz soy! Pero te digo la verdad: quisiera ser desgraciado.

No me contestó sino riéndose, burlándose de mí con un descaro...

—Quiero ser desgraciado para que me ames como has amado á tu padre, para que te desvivas por mí, para que te vuelvas loca por mí, para que... Pero ¿te ríes, todavía te ríes? ¿Acaso estoy diciendo tonterías?

—Más grandes que esta casa.

—Pero hija, si estoy aturdido. Dime tú, que todo lo sabes, si hay alguna manera extraordinaria de querer, una manera nueva, inaudita...

—Así, así siempre, basta... Ni es preciso tampoco que seas desgraciado. No, dejémonos de desgracias, que bastantes hemos tenido. Pidamos á Dios que no haya más batallas en que puedas morir.

—¡Yo quiero morir!—exclamé, sintiendo que el puro y extremado afecto llevaba mi mente á mil raras sutilezas y tiquismiquis, y mi corazón á incomprensibles y quizás ridículos antojos.

—¡Morir!—exclamó ella con tristeza.— ¿Y á qué viene ahora eso? ¿Se puede saber, señor mío querido?

—Quiero morir para verte llorar por mí..., pero, en verdad, esto es absurdo, porque si muriera, ¿cómo podría verte? Dime que me amas, dímelo.

—Esto sí que está bueno. Al cabo de la vejez...

—Si nunca me lo has dicho... Puede que quieras sostener que me lo has dicho.

—¿Que no?—exclamó con jovialidad encantadora.— Pues no.

No sé qué más iba á decir ella; pero iba indudablemente á decir algo, más dulce para mí que las palabras de los ángeles, cuando sonó en la estancia una ronca voz.

—No, no te vas, paloma, sin abrazar á tu marido—exclamé estrujando aquel lindo cuerpo, que se escapó de mis brazos para volar al lado del enfermo.

Share on Twitter Share on Facebook