XXX

Acerquéme á la puerta de la triste alcoba. Santorcáz no me veía, porque su atención estaba fatigada y torpe á causa del mal, y la estancia medio á obscuras.

—Alguien estaba ahí—dijo el enfermo, besando las manos de su hija.— Me pareció sentir la voz de ese tunante de Gabriel.

—Padre, no hables mal de los que nos han hecho un beneficio; no tientes á Dios, no le provoques.

—Yo también le he hecho beneficios, y ya ves cómo me paga: prendiéndome.

—Araceli es un buen muchacho.

—¡Sabe Dios lo que harán conmigo esos verdugos!—exclamó el anciano dando un suspiro.— Esto se acabó, hija mía.

—Se acabaron, sí, las locuras, los viajes, las logias, que sólo sirven para hacer daño—afirmó Inés abrazando á su padre.— Pero subsistirá el amor de tu hija, y la esperanza de que viviremos todos, todos felices y tranquilos.

—Tú vives de dulces esperanzas—dijo—; yo, de tristes ó funestos recuerdos. Para tí se abre la vida; para mí, lo contrario. Ha sido tan horrible, que ya deseo se cierre esa puerta negra y sombría, dejándome fuera de una vez... Hablas de esperanzas: ¿y si estos déspotas me encierran en una cárcel, si me envían á que muera á cualquiera de esos muladares del Africa?...

—No te llevarán; respondo de que no te llevarán, padrito.

—Pero cualquiera que sea mi suerte, será muy triste, niña de mi alma... Viviré encerrado; y tú..., ¿tú qué vas á hacer? Te verás obligada á abandonarme... Pues qué, ¿vas á encerrarte en un calabozo?

—Sí, me encerraré contigo. Donde tú estés, allí estaré yo—dijo la muchacha con cariño.— No me separaré de ti; no te abandonaré jamás, no iré..., no; no iré á ninguna parte donde tú no puedas ir también.

No oí voz alguna, sino los sollozos del pobre enfermo.

—Pero, en cambio, padrito—continuó ella en tono de amonestación afectuosa,— es preciso que seas bueno, que no tengas malos pensamientos, que no odies á nadie, que no hables de matar gente, pues Dios tiene buena mano para hacerlo; que desistas de todas esas majaderías que te han trastornado la cabeza, y no pierdas la tranquilidad y la salud porque haya un rey de más ó de menos en el mundo; ni hagas caso de los frailes ni de los nobles, los cuales, padre querido, no se van á suprimir y á aniquilarse porque tú lo desees, ni porque así lo quiera el mal humor del señor Canencia, del Sr. Monsalud y del señor Ciruelo... He aquí tres que hablan mal de los nobles, de los poderosos y de los reyes porque hasta ahora ningún rey ni ningún señor han pensado en arrojarles un pedazo de pan para que callen y otro para que griten en favor suyo... ¿Conque serás bueno? ¿Harás lo que te digo? ¿Olvidarás esas majaderías?... ¿Me querrás mucho á mí y á todos los que me quieren?

Diciendo esto, arreglaba las ropas del lecho, acomodaba en las almohadas la venerable y hermosa cabeza de Santorcáz, destruía los dobleces y durezas que pudieran incomodarle, todo con tanto cariño, solicitud, bondad y dulzura, que yo estaba encantado de lo que veía. Santorcáz callaba y suspiraba, dejándose tratar como un chico. Allí la hija parecía, más que una hija, una tierna madre, que se finge enojada con el precioso niño porque no quiere tomar las medicinas.

—Me convertirás en un chiquillo, querida—dijo el enfermo.— Estoy conmovido... quiero llorar. Pon tu mano sobre mi frente para que no se me escape esa luz divina que tengo dentro del cerebro... pon tu mano sobre mi corazón y aprieta. Me duele de tanto sentir. ¿Has dicho que no te separarás de mí?

—No, no me separaré.

—¿Y si me llevan á Ceuta?

—Iré contigo.

—¡Irás conmigo!

—Pero es preciso ser bueno y humilde.

—¿Bueno? ¿Tú lo dudas? Te adoro, hija mía. Dime que soy bueno; dime que no soy un malvado, y te lo agradeceré más que si me vinieras á llamar de parte del Sér Sup..., de parte de Dios, decimos los cristianos. Si tú me dices que soy un hombre bueno, que no soy malo, tendré por embusteros á los que se empeñan en llamarme malvado.

—¿Quién duda que eres bueno? Para mí al menos.

—Pero á tí te he hecho algún daño.

—Te lo perdono, porque me amas, y sobre todo porque me sacrificas tus pasiones, porque consientes que sea yo la destinada á quitarte esas espinas que desde hace tanto tiempo tienes clavadas en el corazón.

—¡Y cómo punzan!—exclamó con profunda pena el infeliz masón.— Sí, quítamelas, quítamelas todas con tus manos de ángel; quítalas una á una, y esas llagas sangrientas se restañarán por sí... ¿De modo que yo soy bueno?

—Bueno, sí: yo lo diré así á quien crea lo contrario, y espero que se convencerán cuando yo lo diga. Pues no faltaba más... La verdad es lo primero. Ya verás cuánto te van á querer todos, y qué buenas cosas dirán de ti. Has padecido: yo les contaré todo lo que has padecido.

—Ven—murmuró Santorcáz con voz balbuciente, alargando los brazos para coger en sus manos trémulas la cabeza de su hija.— Trae acá esa preciosa cabeza que adoro. No es una cabeza de mujer, es de ángel. Por tus ojos mira Dios á la tierra y á los hombres, satisfecho de su obra.

El anciano cubrió de besos la hermosa frente, y yo por mi parte no ocultaré que deseaba hacer otro tanto. En aquel momento dí algunos pasos y Santorcáz me vio. Advertí súbita mudanza en la expresión de su semblante, y me miró con disgusto.

—Es Gabriel, nuestro amigo, que nos defiende y nos protege—dijo Inés.— ¿Por qué te asustas?

—Mi carcelero—murmuró Santorcáz con tristeza.— Me había olvidado de que estoy preso.

—No soy carcelero, sino amigo—afirmé adelantándome.

—Sr. Araceli—continuó él con voz grave,— ¿adónde me llevan? ¡Oh, miserable de mí! Malo es caer en las garras de los satélites del despotismo...; no, no, hija mía, no he dicho nada; quise decir que los soldados..., no puedo negar que odio un poquillo á los soldados, porque sin ellos, ya ves, sin ellos no podrían los reyes..., ¡malditos sean los reyes!...; no, no, á mí no me importa que haya reyes, hija mía; allá se entiendan. Sólo que..., francamente, no puedo menos de aborrecer un poco á ese muchacho que quiso separarte de mí. Ya se ve, le mandaban sus amos... Estos militares son gente servil que los grandes emplean para oprimir á los hijos del pueblo... No le puedo ver, ni tú tampoco, ¿es verdad?

—No sólo le puedo ver, sino que le estimo mucho.

—Pues que entre... Araceli..., también yo te estimé en otro tiempo. Inés dice que eres un buen muchacho... Será preciso creerlo... Puesto que ella te estima, ¿sabes lo que yo haría? Exceptuarte á tí solo, á tí solito; ponerte á un lado, y á todos los demás enviarles á la guillot...; no, no he dicho nada... Si otros la quieren levantar, háganlo en buen hora; yo no haré más que ver y aplaudir...; no, no, no aplaudiré tampoco: váyanse al diablo las guillotinas.

—Padre—dijo Inés,— da la mano á Araceli, que se marcha á sus quehaceres, y ruégale que vuelva á vernos después. ¡Ay!, dicen que va á darse una batalla: ¿no sientes que le suceda alguna desgracia?

—Sí, seguramente—dijo Santorcáz estrechándome la mano.— ¡Pobre joven! La batalla será muy sangrienta, y lo más probable es que muera en ella.

—¿Qué dices, padre?—exclamó Inés con terror.

—La mejor batalla del mundo, hija mía, será aquella en que perezcan por completo todos los soldados de los dos ejércitos contendientes.

—¡Pero él no, él no! Me estás asustando.

—Bueno, bueno, que viva él..., que viva Araceli. Joven, mi hija te estima, y yo..., yo también..., también te estimo. Así es que Dios hará muy bien en conservar tu preciosa vida. Pero no servirás más á los verdugos del linaje humano, á los opresores del pueblo, á los que engordan con la sangre del pueblo, á los pícaros frailes y...

—¡Jesús!, estás hablando como Canencia, ni más ni menos.

—No he dicho nada; pero este Araceli..., á quien estimo..., nos aborrece, querida mía; quiere separarnos: es agente y servidor de una persona...

—A quien estimas también, padre.

—De una persona...—continuó el masón, poniéndose tan pálido que parecía un cadáver.

—A quien amas, padre—añadió la muchacha, rodeando con sus brazos la cabeza del pobre enfermo—; á quien pedirás perdón... por...

El rostro de Santorcáz encendióse de repente con fuerte congestión; sus ojos despidieron rayo muy vivo, incorporóse en el lecho y, estirando los brazos y cerrando los puños y frunciendo el terrible ceño, gritó:

—¡Yo!... Pedirle perdón..., pedirle perdón yo... ¡Jamás, jamás!

Diciendo esto, cayó en el lecho como cuerpo del que súbitamente y con espanto huye la vida.

Inés y yo acudimos á socorrerle. Balbucía frases ardorosas... llamaba á Inés, creyéndola ausente; la miraba con extravío; me despedía con gritos y amenazas, y, finalmente, se tranquilizó, cayendo en pesado sopor.

—Otra vez será—me dijo Inés con los ojos llenos de lágrimas.— No desconfío. Haz lo que dijimos. Escribe esta tarde mismo.

—Le escribiré, y vendrá enseguida á Salamanca. Prepárate á marchar allá con tu enfermo.

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