XXXII

Antes de referir lo que hablamos, conviene que diga algo del lugar y momento en que tales hechos pasaban, porque una cosa y otra interesan igualmente á la historia y á la relación de los sucesos de mi vida que voy refiriendo. El veintiuno por la tarde pasamos el Tormes, los unos por el puente de Salamanca, los otros por los vados inmediatos. Los franceses, según todas las conjeturas, habían pasado el mismo río por Alba de Tormes, y se encontraban al parecer en los bosques que hay más allá de Cavarrasa de Arriba. Formamos nosotros una no muy extensa línea, cuya izquierda se apoyaba junto al vado de Santa Marta, y la derecha en el Arapil Chico, junto al camino de Madrid. Una pequeña división inglesa, con algunas tropas ligeras, ocupaba el lugar de Cavarrasa de Abajo, punto el más avanzado de la línea anglo-hispano-portuguesa.

En la falda del Arapil Chico, y al borde del camino, fué donde se me apareció Athenais, que volvía á caballo de Cavarrasa, y pocos instantes después la señora condesa, mi adorada protectora y amiga. Corrí hacia ella, como he dicho, y con la más viva emoción besé sus hermosas manos, que aún asomaban por la portezuela. El inmenso gozo que experimenté apenas me dejó articular otras voces que las de «madre y señora mía», voces en que mi alma, con espontaneidad y confianza sumas, esperaba iguales manifestaciones cariñosas de parte de ella. Mas, con amargura y asombro, advertí en los ojos de la condesa desdén, enojo, ira, ¡qué sé yo!... Una severidad inexplicable que me dejó absorto y helado.

—¿Y mi hija?—preguntó con sequedad.

—En Salamanca, señora—repuse.— No podría usted llegar más á tiempo. Tribaldos, mi asistente, acompañará á usted. Ha sido casualidad que nos hayamos encontrado aquí.

—Ya sabía que estabas en este sitio que llaman el Arapil Chico—me dijo con el mismo tono severo, sin una sonrisa, sin una mirada cariñosa, sin un apretón de manos.— En Cavarrasa de Abajo, donde me detuve un instante, encontré á sir Thomas Parr, el cual me dijo dónde estabas, con otras cosas acerca de tu conducta, que me han causado tanto asombro como indignación.

—¡Acerca de mi conducta, señora!—exclamé con dolor tan vivo como si una hoja de acero penetrara en mi corazón.— Yo creía que en mi conducta no había nada que pudiera desagradar á usted.

—Conocí en Cádiz á sir Thomas Parr, y es un caballero incapaz de mentir—añadió ella con indecible resplandor de ira en los ojos, que tanta ternura habían tenido en otro tiempo para mí.— Has seducido á una joven inglesa, has cometido una iniquidad, una violencia, una acción villana.

—¡Yo, señora, yo!... ¿Este hombre honrado que ha dado tantas pruebas de su lealtad...? ¿Este hombre ha hecho tales maldades?

—Todos lo dicen... No me lo ha dicho sólo sir Thomas Parr sino otros muchos; me lo dirá también Wellesley.

—Pues si Wellesley lo afirmara—exclamé con desesperación,— si Wellesley lo afirmara, yo le diría...

—Que miente...

—No, el primer caballero de Inglaterra, el primer general de Europa no puede mentir; es imposible que el duque diga semejante cosa.

—Hay hechos que no pueden disimularse—añadió con pena,— que no pueden desfigurarse. Dicen que la persona agraviada se dispone á pedir que se te obligue al cumplimiento de las leyes inglesas sobre el matrimonio.

Al oir esto, una hilaridad expansiva y una indignación terrible cruzaron sus diversos efectos en mi alma, como dos rayos que se encuentran al caer sobre un mismo objeto y por un instante se lo disputan. Me reí y estuve á punto de llorar de rabia.

—Señora, me han calumniado. Es falso, es mentira que yo...—grité introduciendo por la portezuela del coche, primero, la cabeza, y después, medio cuerpo.— Me volveré loco si usted, si esta persona á quien respeto y adoro, á quien no podré jamás engañar, da valor á tan infame calumnia.

—¿Con que es calumnia?...—dijo con verdadero dolor.— Jamás lo hubiera creído en ti... Vivimos para ver cosas horribles... Pero dime, ¿veré á mi hija enseguida?

—Repito que es falso. Señora, me está usted matando, me impulsará usted á extremos de locura, de desesperación.

—¿Nadie me estorbará que la recoja, que la lleve conmigo?—preguntó con afán y sin hacer caso del frenesí que me dominaba.— Que venga tu asistente. No puedo detenerme. ¿No decías en tu carta que todo estaba arreglado? ¿Ha muerto ese verdugo? ¿Está mi hija sola?... ¿Me espera?... ¿Puedo llevármela?... Responde.

—No sé, señora; no sé nada; no me pregunte usted nada—dije confundido y absorto.— Desde el momento que usted duda de mí...

—Y mucho... ¿En quién puede tenerse confianza?... Déjame seguir... Tú ya no eres el mismo para mí.

—Señora, señora, no me diga usted eso, porque me muero—exclamé con inmensa aflicción.

—Bueno; si eres inocente, tiempo tienes de probármelo.

—No..., no... Mañana se da una gran batalla. Puedo morir. Moriré irritado y me condenaré... ¡Mañana! ¡Sabe Dios dónde estaré mañana! Usted va á Salamanca, verá y hablará á su hija; entre las dos fraguarán una red de sospechas y falsos supuestos, donde se enmarañe para siempre la memoria del infeliz soldado, que agonizará quizás dentro de algunas horas en este mismo sitio donde nos encontramos. Es posible que no nos veamos más... Estamos en un campo de batalla. ¿Distingue usted aquellos encinares que hay hacia abajo? Pues allí detrás están los franceses. ¡Cuarenta y siete mil hombres, señora! Mañana este sitio estará cubierto de cadáveres. Dirija usted la vista por estos contornos. ¿Ve usted esa juventud de tres naciones? ¿Cuántos de estos tendrán vida mañana? Me creo destinado á perecer, á perecer rabiando, porque precipitará y amargará mi muerte la idea de haber perdido el amor de las dos personas á quienes he consagrado mi vida.

Mis palabras, ardientes como la voz de la verdad, hicieron algún efecto en la condesa, y la observé suspensa y conmovida. Tendió la vista por el campo, ocupado por tanta tropa, y luégo cubrióse el rostro con las manos, dejándose caer en el fondo del coche.

—¡Qué horror!—dijo.— ¡Una batalla! ¿No tienes miedo?

—Más miedo tengo á la calumnia.

—Si pruebas tu inocencia, creeré que he recobrado un hijo perdido.

—Sí, sí; lo recobrará usted—exclamé.— Pero ¿no basta que yo lo diga, no basta mi palabra?... ¿Nos conocemos de ayer? ¡Oh! Si á Inés se le dijera lo que á usted han dicho, no lo creería. Su alma generosa me habría absuelto sin oirme.

Una voz gritó:

—¡Ese coche, adelante ó atrás!

—Adiós—dijo la condesa—; me echan de aquí.

—Adiós, señora—respondí con profunda tristeza.— Por si no nos vemos más, nunca más, sepa usted que en el último día de mi vida conservo, todos, absolutamente todos, los sentimientos de que he hecho gala en todos los instantes de mi vida ante usted y ante otra persona que á entrambos nos es muy cara. Agradezco á usted, hoy como ayer, el amor que me ha mostrado, la confianza que ha puesto en mí, la dignidad que me ha infundido, la elevación que ha dado á mi conciencia... No quiero dejar deudas... Si no nos vemos más...

El coche partió, obligado á ello por una batería, á la cual era forzoso ceder el paso. Cuando dejé de ver á la condesa, llevaba ella el pañuelo á los ojos para ocultar sus lágrimas.

Sofocado y aturdido por la pena angustiosa que llenaba mi alma, no reparé que el cuartel general venía por el camino adelante en dirección al Arapil Chico. El duque y los de su comitiva echaron pie á tierra en la falda del cerro, dirigiendo sus miradas hacia Cavarrasa de Arriba. Llamó el lord á los oficiales del regimiento de Ibernia, uno de los establecidos allí, y habiéndome presentado yo el primero, me dijo:

—¡Ah! Es usted el caballero Araceli...

—El mismo, mi general—contesté,— y si vuecencia me permite en esta ocasión hablar de un asunto particular, le suplicaré que haga luz sin pérdida de tiempo sobre las calumnias que pesan sobre mí después de mi viaje á Salamanca. No puedo soportar que se me juzgue con ligereza, por las hablillas de gente malévola.

Lord Wellington, ocupado sin duda con asunto más grave, apenas me hizo caso. Después de registrar rápidamente todo el horizonte con su anteojo, me dijo casi sin mirarme:

—Sr. Araceli, no puedo contestar á usted otra cosa sino que estoy decidido á que la Gran Bretaña sea respetada.

Como yo no había dejado nunca de respetar á la Gran Bretaña, ni á las demás potencias europeas, aquellas palabras, que encerraban sin duda una amenaza, me desconcertaron un poco. Los oficiales generales que rodeaban al duque trabaron con él coloquio muy importante sobre el plan de batalla. Pareciéronme entonces inoportunas y aun ridículas mis reclamaciones, por lo cual, un poco turbado, contesté de este modo:

—¡La Gran Bretaña! No deseo otra cosa que morir por ella.

—Brigadier Pack—dijo vivamente Wellington á uno de los que le acompañaban,— en la ayudantía del 23 de línea, que está vacante, ponga usted á este joven español, que desea morir por la Gran Bretaña.

—Por la gloria y honor de la Gran Bretaña—añadí.

El brigadier Pack me honró con una mirada de protectora simpatía.

—La desesperación—me dijo luégo Wellington—no es la principal fuente del valor; pero me alegraré de ver mañana al señor de Araceli en la cumbre del Arapil Grande. Sr. D. José Olawlor—añadió, dirigiéndose á su íntimo amigo, que le acompañaba,— creo que los franceses se están disponiendo para adelantársenos mañana á ocupar el Arapil Grande.

El duque manifestó cierta inquietud, y por largo tiempo su anteojo exploró los lejanos encinares y cerros hacia levante. Poco se veía ya, porque vino la noche. Los cuerpos de ejército seguían moviéndose para ocupar las posiciones dispuestas por el general en jefe, y me separé de mis compañeros de Ibernia y de la división española.

—Nosotros—me dijo España—vamos al lugar de Torres, en la extrema derecha de la línea, más bien para observar al enemigo que para atacarle. ¡Plan admirable! El general Picton y el portugués d’Urban parece que están encargados de guardar el paso del Tormes, de modo que la situación de los franceses no puede ser más desventajosa. No falta más que ocupar el Arapil Grande.

—De eso se trata, mi general. La brigada Pack, á la cual desde hace un momento pertenezco, amanecerá mañana, con la ayuda de Dios, en la ermita de Santa María de la Peña, y después... Así lo exige el honor de la Gran Bretaña...

—Adiós, mi querido Araceli; pórtate bien.

—Adiós, mi querido general. Saludo á mis compañeros desde la cumbre del Arapil Grande.

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