XXXIII

¡El Arapil Grande! Era la mayor de aquellas dos esfinges de tierra, levantadas la una frente á la otra, mirándose y mirándonos. Entre las dos debía desarrollarse al día siguiente uno de los más sangrientos dramas del siglo, el verdadero prefacio de Waterlóo, donde sonaron por última vez las trompas de la Iliada del Imperio. A un lado y otro del lugar llamado de Arapiles se elevaban los dos célebres cerros, pequeño el uno, grande el otro. El primero nos pertenecía; el segundo no pertenecía á nadie en la noche del 21. No pertenecía á nadie por lo mismo que era la presa más codiciada; y el leopardo de un lado y el águila del otro le miraban con anhelo, deseando tomarlo y temiendo tomarlo. Cada cual temía encontrarse allí al contrario en el momento de poner la planta sobre la preciosa altura.

Más á la derecha del Arapil Grande, y más cerca de nuestra línea, estaba Huerta, y á la izquierda, en punto avanzado, formando el vértice de la cuña, Cavarrasa de Arriba. El de abajo, mucho más distante y á espaldas del Gran Arapil, estaba en poder de los franceses.

La noche era, como de Julio, serena y clara. Acampó la brigada Pack en un llano, para aguardar el día. Como no se permitía hacer fuego, los pobrecitos ingleses tuvieron que comer carne fría; pero las mujeres, que en esto eran auxiliares poderosos de la milicia británica, traían de Aldeatejada y aun de Salamanca fiambres muy bien aderezados, que con el ron abundante devolvieron el alma á aquellos desmadejados cuerpos. Las mujeres (y no bajaban de veinte las que ví en la brigada) departían con sus esposos cariñosamente, y según pude entender, rezaban ó se fortalecían el espíritu con recuerdos de la Verde Erin y de la bella Escocia. Gran martirio era para los highlanders que no se les consintiera en aquel sitio tocar la gaita, entonando las melancólicas canciones de su país; y formaban animados corrillos, en los cuales me metí bonitamente, para tener el extraño placer de oirles sin entenderles. Erame en extremo agradable ver la conformidad y alegría de aquella gente, transportada tan lejos de su patria, sostenida en su deber y conducida al sacrificio por la fe de la misma patria... Yo escuchaba con delicia sus palabras, y aun entendiendo muy poco de ellas, creí comprender el espíritu de las ardientes conversaciones. Un escocés fornido, alto, hermoso, de cabellos rubios como el oro y de mejillas sonrosadas como una doncella, levantóse al ver que me acercaba al corrillo, y en chapurreado lenguaje, mitad español, mitad portugués, me dijo:

—Señor oficial español, dignaos honrarnos aceptando este pedazo de carne y este vaso de ron, y brindemos á la salud de España y de la vieja Escocia.

—¡A la salud del rey Jorge III!—exclamé, aceptando sin vacilar el obsequio de aquellos valientes.

Sonoros hurras me contestaron.

—El hombre muere y las naciones viven—dijo, dirigiéndose á mí, otro escocés que llevaba bajo el brazo el enorme pellejo henchido de una zampoña.— ¡Hurra por Inglaterra! ¡Qué importa morir! Un grano de arena que el viento lleva de aquí para allá no significa nada en la superficie del mundo. Dios nos está mirando, amigos, por los bellos ojos de la madre Inglaterra.

No pude menos de abrazar al generoso escocés, que me estrechó contra su pecho, diciendo:

—¡Viva España!

—¡Viva lord Wellington!—exclamé yo.

Las mujeres lloraban, charlando por lo bajo. Su lenguaje, incomprensible para mí, me pareció un coro de pájaros picoteando alrededor del nido.

Los escoceses se distinguían por el pintoresco traje de cuadros rojos y negros, la pierna desnuda, las hermosas cabezas ossiánicas cubiertas con el sombrero de piel, y el cinto adornado con la guedeja que parecía cabellera arrancada del cráneo del vencido en las salvajes guerras septentrionales. Mezclábanse con ellos los ingleses, cuyas casacas rojas les hacían muy visibles á pesar de la osbcuridad. Los oficiales, envueltos en capas blancas y cubiertos con los sombreritos picudos y emplumados, nada airosos por cierto, semejaban pájaros zancudos de anchas alas y movible cresta.

Con las primeras luces del día, la brigada se puso en marcha hacia el Arapil Grande. A medida que nos acercábamos, más nos convencíamos de que los franceses se nos habían anticipado por hallarse en mejores condiciones para el movimiento, á causa de la proximidad de su línea. El brigadier distribuyó sus fuerzas, y las guerrillas se desplegaron. Los ojos de todos estaban fijos en la ermita situada como á la mitad del cerro y en las pocas casas dispersas, únicos edificios que interrumpían á larguísimos trechos la soledad y desnudez del paisaje.

Subieron algunas columnas sin tropiezo alguno, y llegábamos como á cien varas de Santa María de la Peña, cuando la ondulación del terreno, descendiendo á nuestros ojos á medida que adelantábamos, nos dejó ver, primero, una línea de cabezas; luégo, una línea de bustos; después, los cuerpos enteros. Eran los franceses. El sol naciente, que aparecía á espaldas de nuestros enemigos, nos deslumbraba, siendo causa de que los viésemos imperfectamente. Un murmullo lejano llegó á nuestros oídos, y del lado acá también los escoceses profirieron algunas palabras: no fué preciso más para que brotase la chispa eléctrica. Rompióse el fuego. Las guerrillas lo sostenían, mientras algunos corrieron á ocupar la ermita.

Precedía á esta un patio, semejante á un cementerio. Entraron en él los ingleses; pero los imperiales, que se habían colado por el ábside, dominaron pronto lo principal del edificio con los anexos posteriores; así es que aún no habían forzado la puerta los nuestros, cuando ya les hacían fuego desde la espadaña de las campanas y desde la claraboya abierta sobre el pórtico.

El brigadier Pack, uno de los hombres más valientes, más serenos y más caballerosos que he conocido, arengó á los highlanders. El coronel que mandaba el tercero de cazadores arengó á los suyos, y todos arengaron, en suma; incluso yo, que les hablé en español, el lenguaje más apropiado á las circunstancias. Tengo la seguridad de que me entendieron.

El veintitrés de línea no había entrado en el patio, sino que flanqueaba la ermita por su izquierda, observando si venían más fuerzas francesas. En caso contrario, la partida era nuestra, por la sencilla razón de que éramos más hasta entonces. Pero no tardó en aparecer otra columna enemiga. Esperarla, darle respiro, es decir, aparentar, siquiera fuese por un momento, que se la temía, habría sido renunciar de antemano á toda ventaja.

—¡A ellos!—grité á mi coronel.

All right!—exclamó este.

Y el 23 de línea cayó como una avalancha sobre la columna francesa. Trabóse un vivo combate cuerpo á cuerpo; vacilaron un poco nuestros ingleses, porque el empuje de los enemigos era terrible en el primer momento; pero tornando á cargar con aquella constancia imperturbable que, si no es el heroísmo mismo, es lo que más se le parece, toda la ventaja estuvo pronto de nuestra parte. Retiráronse en desorden los imperiales, ó mejor dicho, variaron de táctica, dispersándose en pequeños grupos, mientras les venían refuerzos. Habíamos tenido pérdidas casi iguales en uno y otro lado, y bastantes cuerpos yacían en el suelo; pero aquello no era nada todavía: un juego de chicos, un prefacio inocente que casi hacía reir.

Nuestra desventaja real consistía en que ignorábamos la fuerza que podían enviar los franceses contra nosotros. Veíamos enfrente el espeso bosque de Cavarrasa, y nadie sabía lo que se ocultaba bajo aquel manto de verdura. ¿Serán muchos, serán pocos? Cuando la intuición, la inspiración ó el genio zahorí de los grandes capitanes no sabe contestar á estas preguntas, la ciencia militar está muy expuesta á resultar vana y estéril como jerga de pedantes. Mirábamos al bosque, y el obscuro ramaje de las encinas no nos decía nada. No sabíamos leer en aquella verdinegra superficie, que ofrecía misteriosos cambiantes de color y de luz, fajas movibles, y oscilantes signos en su vasta extensión. Era una masa enorme de verdura, un monstruo chato y horrible que se aplanaba en la tierra con la cabeza gacha y las alas extendidas, empollando quizás bajo ellas innumerables guerreros.

Al ver en retirada la segunda columna francesa, mandó Pack redoblar la tentativa contra la ermita, y los highlanders intentaron asaltarla por distintos puntos, lo cual hubiera sido fácil si al sonar los primeros tiros no ocurriese del lado del bosque algo de particular. Creeríase que el monstruo se movía; que alzaba una de las alas; que echaba de sí un enjambre de homúnculos, los cuales distinguíanse allá lejos al costado de la madre, pequeños como hormigas. Luégo iban creciendo, íbanse acercando... De pigmeos tornábanse en gigantes; lucían sus cascos; sus espadas semejaban rayos flamígeros; subían en ademán amenazador columna tras columna, hombre tras hombre.

El coronel me miró y nos miramos los jefes todos sin decirnos nada. Con la presteza del buen táctico, Pack, sin abandonar el asedio de la ermita, nos mandó más gente y esperamos tranquilos. El bosque seguía vomitando gente.

—Es preciso combatir á la defensiva—exclamó el coronel.

—A la defensiva, sí. ¡Viva Inglaterra!

—¡Viva el Emperador!—repitieron los ecos allá lejos.

—¡Ingleses, la Inglaterra os mira!

El clamor que antes nos contestara de lejos diciendo: «¡Viva el Emperador!», resonó con más fuerza. El animal se acercaba y su feroz bramido infundía zozobra.

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