XXXIX

Tras un sueño tan largo como profundo, desperté en pleno día notablemente mejorado. La hermosa claridad del sol me produjo bienestar inmenso, y además del alivio corporal, experimentaba cierto apacible reposo del alma. Me recreaba en mi salud como un fatuo en su hermosura.

A mi lado estaban dos hombres, el hospitalario y un médico militar, que después de reconocerme hizo alegres pronósticos acerca de mi enfermedad, y me mandó que comiese algo suculento si encontraba almas caritativas que me lo proporcionasen. Marchóse á cortar no sé cuantas piernas, y el hermano, luégo que nos quedamos solos, se sentó junto á mí, y compungidamente me dijo:

—Siga usted los consejos de un pobre penitente, Sr. D. Gabriel, y en vez de cuidarse del alimento del cuerpo, atienda al del alma, que harto lo ha menester.

—Pues qué, Sr. Juan de Dios, ¿acaso voy á morir?—le dije, recelando que quisiera ensayar en mí el sistema de las silvestres yerbecillas.

—Para vivir como usted vive—afirmó el fraile con acento lúgubre,— vale más mil veces la muerte. Yo al menos la preferiría.

—No entiendo...

—Sr. Araceli, Sr. Araceli—exclamó, no ya inquieto, sino con verdadera alarma,— piense usted en Dios; llame usted á Dios en su ayuda; elimine usted de su pensamiento toda idea mundana; abstráigase usted. Para conseguirlo, recemos, amigo mío; recemos fervorosamente por espacio de cuatro, cinco ó seis horas, sin distraernos un momento, y nos veremos libres del inmenso, del horrible peligro que nos amenaza.

—Pero este hombre me va á matar—dije con miedo.— Me manda el médico que coma, y ahora resulta que necesito una ración de seis horas de rezo. Hermanuco, por amor de Dios, tráigame una gallina, un pavo, un carnero, un buey.

—¡Perdido, irremisiblemente perdido!...—exclamó con aflicción suma, elevando los ojos al cielo y cruzando las manos.— ¡Comer, comer! Regalar el cuerpo con incitativos manjares cuando el alma está amenazada; amenazada, Sr. Araceli... Vuelva usted en sí...; recemos juntos, nada más que seis horas, sin un instante de distracción..., con el pensamiento clavado en lo alto... De esta manera, el pérfido se ahuyentará, vacilará al menos antes de poner su infernal mano en un alma inocente; la encontrará atada al cielo con las santas cadenas de la oración, y quizás renuncie á sus execrables propósitos.

—Hermano Juan de Dios, quíteseme de delante, ó no sé lo que haré. Si usted es loco de atar, yo por fortuna no lo soy, y quiero alimentarme.

—Por piedad, por todos los santos, por la salvación de su alma, amado hermano mío, modérese usted, refrene esos livianos apetitos, ponga cien cadenas á la concupiscencia del mascar, pues por la puerta de la gastronomía entran todos los melindres pecaminosos.

Le miré entre colérico y risueño, porque su austeridad, que había empezado á ser grotesca, me enfadaba, y al mismo tiempo me divertía. No, no me es posible pintarle tal como era, tal como le ví en aquel momento. Para reproducir en el lienzo la extraña figura de aquel hombre, á quien los ayunos y la exaltación de la fantasía llevaran á estado tan lastimoso, no bastaría el pincel de Zurbarán, no: sería preciso revolver la paleta del gran Velázquez para buscar allí algo de lo que sirvió para la hechura de sus inmortales bobos.

Me reí de él, diciéndole:

—Tráigame usted de comer, y después rezaremos.

Por única contestación, el hospitalario se arrodilló, y sacando un libro de rezos, me dijo:

—Repita usted lo que yo vaya leyendo.

—¡Que me mata este hombre, que me mata! ¡Favor!—grité encolerizado.

Juan de Dios se levantó, y poniendo su mano sobre mi pecho, espantado y tembloroso, me habló así:

—¡Que viene!, ¡que va á venir!

—¿Quién?—pregunté, cansado de aquella farsa.

—¿Quién ha de ser, desgraciado, quién ha de ser?—dijo en voz baja y con abatimiento.— ¿Quién ha de ser sino el torpe enemigo del linaje humano, el negro rey que gobierna el imperio de las tinieblas como Dios el de la luz, aquel que odia la santidad y tiende mil lazos á la virtud para que se enrede? ¿Quién ha de ser sino la inmunda bestia que posee el arte de mudarse y embellecerse, tomando la figura y traje que más fácilmente seducen al descuidado pecador? ¿Quién ha de ser? ¡Extraña pregunta por cierto! ¡Me asombro de la inocente calma con que usted me habla, hallándose, como se halla, en el mismo estado que yo!

Mis carcajadas atronaban la estancia.

—Me alegraré en extremo de que venga—le dije.— ¿Cómo sabe usted que va á venir?

—Porque ya ha estado, pobrecito; porque ya ha puesto sus aleves manos sobre usted en señal de posesión y dominio; porque dijo que iba á volver.

—Eso me alegra sobremanera. ¿Y cuándo he tenido el honor de tal visita? No he visto nada.

—¡Cómo había usted de verlo si dormía, desgraciado!—exclamó con lástima.— ¡Dormir, dormir!, he aquí el gran peligro. El aprovecha las ocasiones en que el alma está suelta y haciendo travesuras, libre de la vigilancia de la oración. Por eso yo no duermo nunca; por eso velo constantemente.

—¿Vino mientras yo dormía?

—Sí; anoche... ¡Horrible momento! La señora inglesa que tan bien ha cuidado á usted había salido. Yo estaba solo y me distraje un poco en mis rezos. Sin saber cómo, había dejado volar el pensamiento por espacios voluptuosos y sonrosados... ¡Pecador indigno, mil veces indigno!... Yo había puesto el libro sobre mis rodillas, y cerrado los ojos, y dejádome aletargar en sabroso desvanecimiento, cuya vaporosa niebla y blando calor recreaban mi cuerpo y mi espíritu...

—Y entonces, cuando mi bendito hermanuco se regocijaba con tales liviandades, abrióse la tierra, salió una llama de azufre...

—No se abrió la tierra, sino la puerta, y apareció... ¡Ay!, apareció en aquella forma celestial, robada á las criaturas de la más alta esfera angélica; apareció cual siempre le ven mis pecadores ojos.

—Hermano, hermano, soy feliz y sentiría que no estuviera usted cuerdo.

—Apareció, como he dicho, y su vista me convirtió en estatua. Otra de igual catadura le acompañaba, también en forma mujeril, representando más edad que la primera, la tan aborrecida como adorada, que es el terror de mis noches y el espanto de mis días, y el abismo que se traga mi alma.

—¿Y en cuanto me vieron?... Adoro á esos demonios, Sr. Juan de Dios, y ahora mismo voy á mandarles un recadito con usted.

—¿Conmigo? ¡Infeliz precito! Ya vendrán por usted, y se lo llevarán con sus satánicas artes.

—Quiero saber qué hicieron, qué dijeron.

—Dijeron: «aquí nos han asegurado que está»; y luégo sus ojos, que todo lo ven en la lobreguez de la horrenda noche, vieron el miserable cuerpo, y se abalanzaron hacia él con aullidos que parecían sollozos tiernísimos, con lamentos que parecían la dulce armonía del amor materno, llorando junto á la cuna del niño moribundo.

—¡Y yo, dormido como un poste! ¡Padre Juan, es usted un imbécil, un majadero! ¿Por qué no me despertó?

—Usted deliraba aún; las dos, ¡ay!, aquellas dos apariencias hermosísimas, y tan acabadas y perfectas que sólo yo, con los perspicuos ojos del alma, podía adivinar bajo su deslumbradora estructura la mano del infernal artífice; las dos mujeres, digo, derramaron sobre el pecho y la frente de usted demoníacas chispas, con tan ingeniosa alquimia desfiguradas, que parecían lágrimas de ternura. Pusieron sus labios de fuego en las manos de usted como si las besaran, le arreglaron las ropas del lecho, y después...

—¿Y después?

—Y después buscáronme con los ojos como para preguntarme algo; mas yo, más muerto que vivo, habíame escondido bajo aquella mesa, y temblaba allí y me moría. Sr. D. Gabriel, me moría queriendo rezar y sin poder rezar, queriendo dejar de ver aquel espectáculo y viéndolo siempre... Por fin, resolvieron marcharse...; ya eran dueños del alma de usted y no necesitaban más.

—Se fueron, pues.

—Se fueron diciendo que iban á pedir licencia á no sé quién para trasladar á usted á otro punto mejor..., al infierno cuando menos. De esta manera desapareció de entre los vivos un hermano hospitalario que era gran pecador: se lo llevaron una mañana enterito y sin dejar una sola pieza de su corporal estructura.

—¿Y después?... Estoy muy alegre, hermano Juan.

—Después vino esa señora á quien llaman doña Flay, la cual es una criatura angelical, que le quiere á usted mucho. Usted empezó á salir de aquel marasmo ó trastorno en que le dejaron las embajadoras del negro averno: la señora inglesa habló largamente con usted, y yo, que me puse á escuchar tras la puerta, oí que le decía mil cositas tiernas, melosas y hechiceras.

—¿Y después?

—Y después usted se puso furioso y entré yo, y la inglesa me mandó salir, y á lo que entendí, mi D. Gabriel se durmió. La inglesa entraba y salía, sin cesar de llorar.

—¿Y nada más?

—Algo más hay, sí, sin duda lo más terrible y espantoso, porque el atormentador del linaje humano, aquel que, según un santo padre, tiene por cómplice de su infame industria á la mujer, la cual es hornillo de sus alquimias, y fundamento de sus feas hechuras; aquel que me atormenta y quiere perderme entró de nuevo en la misma duplicada forma de mujer linda...

—Y yo, ¿dormía también?

—Dormía usted con sueño tranquilo y reposado. La señora inglesa estaba junto á aquella mesa envolviendo no sé qué cosa en un papel. Entraron ellas...; no expiré en aquel momento por milagro de Dios...; se acercaron á usted, y vuelta á los aullidos que parecían llantos, y á los signos quirománticos semejantes á blandas y amorosas caricias.

—¿Y no dijeron nada? ¿No dijeron nada á miss Fly ni á usted?

—Sí—continuó después de tomar aliento, porque la fatiga de su oprimido pecho apenas le permitía hablar—: dijeron que ya tenían la licencia, y que iban á buscar una litera para trasladar á usted á un sitio que no nombraron... Pero lo más extraño es que, al oir esto, la señora inglesa, que no estaba menos absorta, ni menos suspendida, ni menos espantada que yo, debió de conocer que las tan aparatosas beldades eran obra de aquel que llevó á Jesús á la cima de la montaña y á la cúspide de la ciudad; y sobrecogida como yo, lanzó un grito agudísimo, precipitándose fuera de la habitación. Seguila, y ambos corrimos largo trecho, hasta que ella puso fin á su atropellada carrera, y apoyando la cabeza contra una pared, allí fué el verter lágrimas, el exhalar hondos suspiros y el proferir palabras vehementes, con las cuales pedía á Dios misericordia. Una hora después volví, despertó usted, y nada más. Sólo falta que recemos, como antes dije, porque sólo la oración y la vigilancia del espíritu ahuyenta al Malo, así como el pérfido sueño, las regaladas comidas y las conversaciones mundanas le llaman.

Juan de Dios no dijo más; atendía á extraños ruidos que sonaban fuera y estaba trémulo y lívido.

—¡Aquí, aquí estoy, Inesilla..., señora condesa!—exclamé, reconociendo las dulces voces que desde mi lecho oía. Aquí estoy vivo y sano y contento, y queriéndolas á las dos más que á mi vida.

¡Ay! Entraron ambas, y, desoladas, corrieron hacia mí. Una me abrazó por un costado y otra por otro. Casi me desvanecí de alegría cuando las dos adoradas cabezas oprimían mi pecho.

Juan de Dios huyó de un salto, de un vuelo ó no sé cómo.

Quise hablar y la emoción me lo impedía. Ellas lloraban y no decían nada tampoco. Al fin, Inés levantó los ojos sobre mi frente y la observé con curiosidad y atención.

—¿Qué miras?—le dije.— ¿Estoy tan desfigurado que no me conoces?

—No es eso.

La condesa miró también.

—Es que noto que te falta algo—dijo Inés sonriendo.

Me llevé la mano á la frente, y, en efecto, algo me faltaba.

—¿Dónde han ido á parar los dos largos mechones de pelo que tenías aquí?

Al decir esto, con sus deditos tocaba mi cabeza.

—Pues no sé...; tal vez en la batalla...

Las dos se rieron.

—Queridas mías, recuerdo haber visto en sueños encima de mi cabeza un animalejo frío y negro, y ahora comprendo lo que era aquello: unas tijeras. Tengo aquí sobre la sien una rozadura..., ¿la ven ustedes?... Esos pelos me molestaban, y aquí del cirujano. Es hombre entendido que no olvida el más mínimo detalle.

Tantas preguntas tenía que hacer, que no sabía por cuál empezar.

—¿Y en qué paró esa batalla?—dije.— ¿Dónde está lord Wellington?

—La batalla paró en lo que paran todas: en que se acabó cuando se cansaron de matarse—me respondió una de ellas, no sé cuál.

—Pero los franceses se retiraban cuando yo caí.

—Tanto se retiraron—dijo la condesa,— que todavía están corriendo. Wellington les va á los alcances. No tengas cuidado por eso, que ya lo harán bien sin ti... Veremos si te dan algún grado por haber cogido el águila.

—Con que yo cogí un águila...

—Un águila toda dorada, con las alas abiertas y el pico roto, puesta sobre un palo y con rayos en las garras: la he visto—dijo Inés con satisfacción, extendiéndose en pomposas descripciones de la insignia imperial.

—Te encontraron—añadió la condesa—entre muchos muertos y heridos, abrazado con el cadáver de un abanderado francés, el cual te mordía el brazo.

Era la parte de mi cuerpo que más me dolía.

—Te hemos buscado desde el 22—dijo Inés,— y hasta anoche todo ha sido correr y más correr sin resultado alguno. Creímos que habías muerto. Fuí á la zanja grande donde están enterrando los pobres cuerpos. Había tantos, tantos, que no los pude ver todos... Aquello parecía una maldición de Dios. Si cuando tal ví hubiera tenido en mi mano el águila que cogiste, la habría echado también en la zanja, y luégo tierra, mucha tierra encima.

—Bien, Inesilla; nadie mejor que tú dice las mayores verdades de un modo más sencillo. La gloria militar y los muertos de las batallas debieran enterrarse en una misma fosa... En fin, adoradas mías, vivo estoy para quererlas muchísimo, y para casarme con la una, previo el consentimiento de la otra.

La condesa frunció ligeramente el ceño é Inés me miró el cabello. La felicidad que inundaba mi alma se desbordó en francas risas y expresiones gozosas, á que Inés habría contestado de algún modo si la seriedad de su madre se lo hubiera permitido.

—Saquemos ahora de aquí á este bergante—dijo la condesa,— y después se verá. Debemos dar gracias á esa señora inglesa que te recogió en el campo de batalla y que te ha cuidado tan bien, según nos han dicho. Sé quién es y la hemos visto. La conocí en el Puerto... Por cierto, caballerito, que tenemos que hablar tú y yo.

—¿No está por aquí? ¡Athenais, Athenais!... Se empeñará en no venir cuando la necesitamos. Me alegro infinito de que se conozcan ustedes; creo que este conocimiento me ahorra un disgusto. Miss Fly es persona leal y generosa. ¡Señor Juan de Dios!... Ese no vendrá aunque le ahorquen. Ha dado en decir que son ustedes el demonio.

—¿Ese bendito hospitalario?—indicó la condesa.— El médico nos dijo que se había ya escapado dos veces de la casa de locos... Vamos á ver cómo te arreglamos en la camilla. Llamaremos á otro enfermero.

Cuando salió la condesa, dije á Inés:

—No me has dicho nada de aquella persona...

—Ya lo sabrás todo—me contestó, sin oponerse á que le comiese á besos las manos.— Ven pronto á casa..., prueba á levantarte.

—No puedo, hijita; estoy muy débil. Ese hospitalario de mil demonios se propuso hoy matarme de hambre. El agustino, empeñado en que no había de comer, y miss Fly, volviéndome loco con sus habladurías...

—¡Oh!—dijo Inés con encantadora expresión de amenaza.— ¿Esa inglesa ha de estar contigo en todas partes?... Tengo una sospecha, una sospecha terrible, y si fuera cierto... ¿Seré yo demasiado buena, demasiado confiada é inocente, y tú un grandísimo tunante?

Miró de nuevo mi frente, no ya con inquietud, sino con verdadera alarma.

—¡Inesilla de mi corazón!—exclamé.— ¡Si tienes sospechas, yo las disiparé! ¿Dudas de mí? Eso no puede ser. No ha sucedido nunca y no sucederá ahora. ¿Puedo yo dudar de ti? ¿Puede quebrantarse la fe de esta religión mutua en que ha mucho tiempo vivimos y entrañablemente nos adoramos?

—Así ha sido hasta aquí; pero ahora... tú me ocultas algo... Mi madre ha pronunciado al descuido algunas palabras... No, Gabriel, no me engañes. Dímelo, dímelo pronto. Miss Fly te recogió del campo de batalla. Ella lo ha negado; pero es verdad. Nos lo han dicho.

—¡Engañarte yo!... Eso sí que es gracioso. Aunque fuese malo y quisiera hacerlo, no podría... Pero te debo decir la verdad, toda la verdad, mujer mía, y empiezo desde este momento... ¿Por qué me miras la frente?

—Porque...porque—dijo pálida, grave y amenazadora,— porque ese mechón de pelo te lo ha quitado miss Fly. Yo lo adivino.

—Pues sí, ella misma ha sido—contesté con serenidad imperturbable.

—¡Ella misma!... ¡Y lo confiesa!—exclamó entre suspensa y aterrada.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Yo no sabía qué decirle. Pero la verdad salía en onda impetuosa de mi corazón á mis labios. Mentir, fingir, tergiversar, disimular era indigno de mí y de ella. Incorporándome con dificultad, le dije:

—Yo te contaré muchas cosas que te sorprenderán, querida mía. Demos tú y yo las gracias á esa generosa mujer que me recogió de entre los muertos en el Arapil Grande para que no te quedases viuda.

—En marcha, vamos—dijo la condesa, entrando de súbito é interrumpiéndome.— En esta litera irás bien.

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