XXXVIII

El hospitalario que antes ví entró al oir mis gritos, y ambos procuraron calmarme.

—Otra vez le empieza el delirio—dijo Juan de Dios.

—Yo he sido causa de esta alteración—dijo miss Fly muy afligida.

Mi propia debilidad me rindió, y caí en el lecho, sofocado por la indignación que sordamente se reconcentraba en mí, no encontrando ni voz suficiente ni fuerzas para expresarse fuera.

—El pobre Sr. Araceli—dijo Juan de Dios con sentimiento piadoso—se volverá loco como yo. El demonio ha puesto su mano en él.

—Callad, hermano, y no digáis tonterías—dijo miss Fly, cubriendo mis brazos con la manta y limpiando el sudor de mi frente.— ¿Qué habláis ahí de demonios?

—Sé lo que me digo—añadió el agustino, mirándome con profunda lástima.— El pobre D. Gabriel está bajo una influencia maléfica... Lo he visto, lo he visto.

Diciendo esto, destacaba de su puño cerrado dos dedos flacos y puntiagudos, y con ellos se señalaba los ojos.

—Marchad fuera á cuidar de los otros enfermos—dijo miss Fly jovialmente—y no vengáis á fastidiarnos con vuestras necedades.

Fuese Juan de Dios y nos quedamos de nuevo solos Athenais y yo. Hallándome ya en posesión completa de mi pensamiento le hablé así:

—Señora, repítame usted lo que hace poco ha dicho. No entendí bien. Creo que ni mis sentidos ni mi razón están serenos. Estoy delirando, como ha dicho aquel buen hombre.

—Os he hablado largo rato—dijo miss Fly con cierta turbación.

—Señora, no puedo apreciar sino de un modo muy confuso lo que he visto y oído esta noche... Efectivamente, he visto delante de mí una figura hermosa y consoladora; he oído palabras..., no sé qué palabras. En mi cerebro se confunden el eco de voces ajenas y el son misterioso de otras que yo mismo habré pronunciado... No distingo bien lo real de lo verdadero; durante algún tiempo he visto los objetos y los semblantes sin conocerlos.

—¡Sin conocerlos!

—He oído palabras. Algunas las recuerdo, otras no.

—Tratad de repetir lo sustancial de lo mucho que os he dicho—murmuró Athenais, pálida y grave.— Y si no habéis entendido bien, os lo repetiré.

—En verdad no puedo repetir nada. Hay dentro de mí una confusión espantosa... He creído ver delante de mí á una persona cuya representación ideal no me abandona jamás en mis sueños; una figura que quiero y respeto, porque la creo lo más perfecto que ha puesto Dios sobre la tierra... He creído oir no sé qué palabras dulces y claras, mezcladas con otras que no comprendía... He creído escuchar tan pronto una música del cielo, tan pronto el fragor de cien tempestades que bramaban dentro de un corazón... Nada puedo precisar... Al fin he visto claramente á usted, la he conocido...

—¿Y me habéis oído claramente también?—preguntó, acercando su rostro al mío.— Ya sé que no debe darse conversación á los enfermos. Os habré molestado. Pero es lo cierto que yo esperaba con ansia que pudierais oirme. Si por desgracia murierais...

—De lo que he oído, señora, sólo recuerdo claramente que había usted puesto en libertad á una persona á quien yo aprisioné.

—¿Y esto os disgusta?—preguntó la Mosquita con terror.

—No sólo me disgusta, sino que me contraría mucho, pero mucho—exclamé con inquietud, sacudiendo las ropas del lecho para sacar los brazos.

Athenais gimió. Después de breve pausa, miróme con fijeza y orgullo, y dijo:

—Caballero Araceli, ¿tanto coraje es porque se os ha escapado el ave encantada de la calle del Cáliz?

—Por eso, por eso es—repetí.

—¿Y seguramente la amáis?...

—La adoro, la he adorado toda mi vida. Ha tiempo que mi existencia y la suya están tan enlazadas como si fueran una sola. Mis alegrías son sus alegrías, y sus penas son mis penas. ¿En dónde está? Si ha desaparecido otra vez, señora Athenais de mi alma, juro á usted que todos los romances de Bernardo, del Cid, de Lanzarote y de Celindos me parecerían pocos para buscarla.

Athenais estaba lastimosamente desfigurada. Diríase que era ella el enfermo y yo el enfermero. Largo rato la ví como sosteniendo no sé qué horrible lucha consigo misma. Volvía el rostro para que no viese yo su emoción, me miraba después con ira violentísima, que se trocaba, sin quererlo ella misma, en inexplicable dulzura, hasta que, levantándose con ademán de majestuosa soberbia, me dijo:

—Caballero Araceli, adiós.

—¿Se va usted?—dije con tristeza y tomando su mano, que ella separó vivamente de la mía.— Me quedaré solo... Merezco que usted me desprecie, porque he vuelto á la vida, y mi primera palabra no ha sido para dar las gracias á esta amiga cariñosa, á esta alma caritativa que me recogió sin duda del campo de batalla, que me ha curado y asistido... ¡Señora, señora mía! La vida que usted ha ganado á la muerte vería con gusto el momento en que tuviera que volverse á perder por usted.

—Palabras hermosas, caballero Araceli—me dijo con acento solemne, sin acercarse á mí, mirándome pálida y triste y seria desde lejos, como una sibila sentenciosa que pronunciase las revelaciones de mi destino.— Palabras hermosas; pero no tanto que encubran la vulgaridad de vuestra alma vacía. Yo aparto esa hojarasca y no encuentro nada. Estáis compuesto de grandeza y pequeñez.

—Como todo, como todo lo creado, señora—interrumpí.

—No, no—dijo con viveza.— Yo conozco algo que no es así; yo conozco algo donde todo es grande. Habéis hecho en vuestra vida y aun en estos mismos días algunas cosas admirables. Pero el mismo pensamiento que concibió la muerte de lord Gray lo entregáis á una vulgar y prosaica ama de casa como un papel en blanco para que escriba las cuentas de la lavandera. Vuestro corazón, que tan bien sabe sentir en algunos momentos, no os sirve para nada y lo entregáis á las costureras para que hagan de él un cojincillo en que clavar sus alfileres. Caballero Araceli, me fastidio aquí.

—¡Señora, señora, por Dios, no me deje usted! Estoy muy enfermo todavía.

—¿Acaso no tengo yo rango más alto que el de enfermera? Soy muy orgullosa, caballero. El hermano hospitalario os cuidará.

—Usted bromea, apreciable amiga, encantadora Athenais; usted se burla del verdadero afecto, de la admiración que me ha inspirado. Siéntese usted á mi lado; hablaremos de cosas diversas: de la batalla; del pobre sir Thomas Parr, á quien ví morir...

—Todavía creo que valgo para algo más que para dar conversación á los ociosos y á los aburridos—me contestó con desdén.— Caballero, me tratáis con una familiaridad que me causa sorpresa.

—¡Oh! Recordaremos las proezas inauditas que hemos realizado juntos. ¿Se acuerda usted de Jean-Jean?

—En verdad, sois impertinente. Bastante os he asistido; bastantes horas he pasado junto á vos. Mientras delirábais, me he reído oyendo las necedades y graciosos absurdos que continuamente decíais; pero ya estáis en vuestro sano juicio, y de nuevo sois tonto.

—Pues bien, señora: deliraré, deliraré, y diré todas las majaderías que usted quiera, con tal que me acompañe—exclamé jovialmente.— No quiero que usted se marche enojada conmigo.

Miss Fly se apoyó en la pared para no caer. Advertí que la expresión de su rostro pasaba de una furia insensata á una emoción profunda. Sus ojos se inundaron de lágrimas, y como si no le pareciese que sus manos las ocultaban bien, corrió rápidamente hacia afuera. Su intención primera fué sin duda salir; mas se quedó junto á la puerta y en sitio donde difícilmente la veía. Con todo, bastaron á revelarme su presencia, ignoro si los suspiros que creí oir ó la sombra que se proyectaba en la pared y subía hasta el techo. Lo que sí no tiene duda alguna para mí es que después de estar largo tiempo sumergido en tristes cavilaciones, me sentí con sueño, y lentamente caí en uno profundísimo que duró hasta por la mañana. ¿Debo decir que cuando me hallaba próximo á perder completamente el uso de los sentidos se repitieron los fenómenos extraños que habían acompañado mi penoso regreso á la vida? ¿Debo decir que me pareció ver volar encima y alrededor de mi cabeza un insecto alado, que después vino á posar sobre mi frente sus dos alas blandas, pesadas y ardientes?

Esto no era más que repetición de lo que antes había soñado. El fenómeno más raro entre todos los de aquella rarísima noche vino después, poniendo digno remate á mis confusiones, y fué, señores míos, que no desvanecida aún mi confusión por aquello de la Pajarita, advertí que se cernía sobre mi frente una cosa negra, larga, no muy grande, aunque me era muy difícil precisar su tamaño, el cual objeto ó animalucho tenía dos largas piernas y dos picudas alas, que abría y cerraba alternativamente, todo negro, áspero, rígido y extremadamente feo. Aquel horrible crustáceo se replegaba, y entonces parecía un puñal negro; después abría sus patas y sus alas, y parecía un escorpión. Lentamente bajaba acercándose á mí, y cuando tocó mi frente sentí frío en todo mi cuerpo. Agitóse mucho; meneó las horribles extremidades repetidas veces, emitiendo un chillido estridente, seco, áspero, que estremecía los nervios, y después huyó.

Share on Twitter Share on Facebook