XXXV

El cuartel general retrocedió, diéronse órdenes, corrieron los oficiales de un lado para otro, resonó un murmullo elocuente en todo el ejército, avanzaron los cañones, piafaron los caballos. Sin esperar más, corrí al Arapil para anunciar que todo cambiaba. Veíanse oscilar las líneas de los regimientos, y los reflejos de las bayonetas figuraban movibles ondas luminosas; los cuerpos de ejército se estremecían conmovidos por las palpitaciones íntimas de ese miedo singular que precede siempre al heroísmo. La respiración y la emoción de tantos hombres daba á la atmósfera no sé qué extraño calor. El aire ardiente y pesado no bastaba para todos.

Las órdenes, transmitidas con rapidez inmensa, llevaban en sí el pensamiento del general en jefe. Todos lo adivinamos en virtud de la extraña solidaridad que en momentos dados se establece entre la voluntad y los miembros, entre el cerebro que piensa y las manos que ejecutan. El plan era precipitar el centro contra el claro de la línea enemiga, y al mismo tiempo arrojar sobre el Arapil Grande toda la fuerza de la derecha, que hasta entonces había permanecido en el llano en actitud expectativa.

Hallábame cerca del lugar de partida, cuando un estrépito horrible hirió mis oídos. Era la artillería de la izquierda enemiga, que tronaba contra el gran cerro. Le atacaba con empuje colosal. Nuestra derecha, compuesta de valientes cuerpos de ejército, subía en el mismo instante á sacar de su aprieto á los incomparables highlanders, 23 de línea y tercero de ligeros, cuyas proezas he descrito.

Pasé por entre la quinta división, al mando del general Leith, que desde el pueblo de los Arapiles marchaba al cerro; pasé por entre la tercera división, mandada por el mayor general Packenham; la caballería del general d’Urban y los dragones del decimocuarto regimiento, que iban en cuatro columnas á envolver la izquierda del enemigo en la famosa altura; y ví desde lejos la brigada del general Bradford, la de Cole y la caballería de Stapleton Cotton, que marchaban en otra dirección contra el centro enemigo; distinguí asimismo á lo lejos á mis compañeros de la división española formando parte de la reserva mandada por Hope.

La ermita antes nombrada no coronaba el Arapil Grande, pues había alturas mucho mayores. Era en realidad aquella eminencia regular y escalonada, y si desde lejos no lo parecía, al aventurarse en ella hallábanse grandes depresiones del terreno, ondulaciones, pendientes, ora suaves, ora ásperas, y suelo de tierra ligeramente pedregoso.

Los franceses, desde el momento en que creyeron oportuno no disimular su pensamiento, aparecieron por distintos puntos y ocuparon la parte más alta y sitios eminentes, amenazando de todos ellos las escasas fuerzas que operaban allí desde por la mañana. La primera división que rompió el fuego contra el enemigo fué la de Packenham, que intentó subir y subió por la vertiente que cae al pueblo. Sostúvole la caballería portuguesa de Urbán; pero sus progresos no fueron grandes, porque los franceses, que acababan de salir del bosque, habían tomado posiciones en lo más alto, y aunque la pendiente era suave, dábales bastante ventaja.

Cuando llegué á las inmediaciones de la ermita, el brigadier Pack no había perdido una línea de sus anteriores posiciones, pero sus bravos regimientos estaban reducidos á menos de la mitad. El general Leith acababa de llegar con la quinta división, y el aspecto de las cosas había cambiado completamente, porque si el enemigo enviaba numerosas fuerzas á la cumbre del cerro, nosotros no le íbamos en zaga en número ni en bravura.

Pero no había tiempo que perder. Era preciso arrojar hombres y más hombres sobre aquel montón de tierra, despreciando los fuegos de la artillería francesa, que nos cañoneaba desde el bosque, aunque sin hacernos gran daño. Era preciso echar á los franceses de Santa María de la Peña, y después seguir subiendo, subiendo hasta plantar los pabellones ingleses en lo más alto del Arapil Grande.

—El refuerzo ha venido casi antes que la contestación—dije al brigadier Pack.— ¿Qué debo hacer?

—Tomar el mando del 23 de línea, que ha quedado sin jefes. ¡Arriba, siempre arriba! Ya veo lo que tenemos que hacer. Sostenernos aquí, atraer el mayor número posible de tropas enemigas, para que Cole y Bradford no hallen gran resistencia en el centro. Esta es la llave de la batalla. ¡Arriba, siempre arriba!

Los franceses parecían no dar ya gran importancia á Santa María de la Peña, y coronaron la altura. Las columnas, escalonadas con gran arte, nos esperaban á pie firme. Allí no había posibilidad de destrozarlas con la caballería, ni de hacerles gran daño con los cañones, situados á mucha distancia. Era preciso subir á pecho descubierto y echarlos de allí como Dios nos diera á entender. El problema era difícil, la tarea inmensa, el peligro horrible.

Tocó al 23 de línea la gloria de avanzar el primero contra las inmóviles columnas francesas que ocupaban la altura. ¡Espantoso momento! La escalera, señores, era terrible, y en cada uno de sus fúnebres peldaños, el soldado se admiraba de encontrarse con vida. Si en vez de subir, bajase, aquella sería la escalera del infierno. Y, sin embargo, las tropas de Pack y de Leith subían. ¿Cómo? No lo sé. En virtud de un prodigio inexplicable. Aquellos ingleses no se parecían á los hombres que yo había visto. Se les mandaba una cosa, un absurdo, un imposible, y lo hacían, ó al menos, lo intentaban.

Al referir lo que allí pasó, no me es posible precisar los movimientos de cada batallón, ni las órdenes de cada jefe, ni lo que cada cual hacía dentro de su esfera. La imaginación conserva con caracteres indelebles y pavorosos lo principal; pero lo accesorio, no; y lo principal era entonces que subíamos empujados por una fuerza irresistible; por no sé qué manos poderosas que se agarraban á nuestra espalda. Veíamos la muerte delante, arriba; pero la misma muerte nos atraía. ¡Oh! Quien no ha subido nunca más que las escaleras de su casa, no comprenderá esto.

Como el terreno era desigual, había sitios en que la pendiente desaparecía. En aquellos escalones se trababan combates parciales de un encarnizamiento y ferocidad inauditos. Los valientes del mediodía, que conocen rara vez el heroísmo pasivo de dejarse matar antes que descomponer las filas separándose de ellas, no comprenderán aquella especie de locura imperturbable á que nos conducía la desesperación convertida en virtud. Fácil es á la alta cumbre desprenderse y precipitarse, aumentando su velocidad con el movimiento, y caer sobre el llano y arrollarlo é invadirlo; pero nosotros éramos el llano, empeñado en subir á la cumbre, y deseoso de aplastarla, y hundirla, y abollarla. En la guerra, como en la naturaleza, la altura domina y triunfa; es la superioridad material, y una forma simbólica de la victoria, porque la victoria es realmente algo que, con flamígera velocidad, baja rodando y atropellando, hendiendo y destruyendo. El que está arriba tiene la fuerza material y moral, y, por consiguiente, el pensamiento de la lucha, que puede dirigir á su antojo. Como la cabeza en el cuerpo humano, dispone de los sentidos y de la idea... Nosotros éramos pobres fuerzas rastreras que, arañando el suelo, estábamos á merced de los de arriba, y, sin embargo, queríamos destronarlos. Figuraos que los piés se empeñaran en arrojar la cabeza de los hombros para ponerse encima ellos; ¡estúpidos, que no saben más que andar!

Los primeros escalones no ofrecieron gran dificultad. Moría mucha gente; pero se subía. Después ya fué distinto. Creeríase que los franceses nos permitían el ascenso á fin de cogernos luégo más á mano. Las disposiciones de Pack para que sufriésemos lo menos posible eran admirables. Inútil es decir que todos los jefes habían dejado sus caballos, y unos detrás, otros á la cabeza de las líneas, llevaban, por decirlo así, de la mano á los obedientes soldados. Un orden preciso en medio de las muertes, un paso seguro, un aplomo sin igual regimentando la maniobra, impedían que los estragos fuesen excesivos. Con las armas modernas, aquel hecho hubiera sido imposible.

Era indispensable aprovechar los intervalos en que el enemigo cargaba los fusiles para correr nosotros á la bayoneta. Teníamos en contra nuestra el cansancio, pues si en algunos sitios la inclinación era poco más que rampa, era en otros regular cuesta. Los franceses, reposados, satisfechos y seguros de su posición, nos abrasaban á fuego certero y nos recibían á bayoneta limpia. A veces una columna nuestra lograba, con su constancia abrumadora, abrirse paso por encima de los cadáveres de los enemigos; mas para esto se necesitaba duplicar y triplicar los empujes, duplicar y triplicar los muertos, y el resultado no correspondía á la inmensidad del esfuerzo.

¡Qué espantosa ascensión! Cuando se empeñaban en algún descanso combates parciales, las voces, el tumulto, el hervidero de aquellos cráteres no son comparables á nada de cuanto la cólera de los hombres ha inventado para remedar la ferocidad de las bestias. Entre mil muertes se conquistaba el terreno palmo á palmo, y una vez que se le dominaba, se sostenía con encarnizamiento el pedazo de tierra necesario para poner los pies. Inglaterra no cedía el espacio en que fijaba las suelas de sus zapatos, y para quitárselo y vencer aquel prodigio de constancia, era preciso á los franceses desplegar todo su arrojo, favorecido por la altura. Aun así no lograban echar á los británicos por la pendiente abajo. ¡Ay del que rodase primero! Conociendo el peligro inmenso de un pasajero desmayo, de un retroceso, de una mirada atrás, los piés de aquellos hombres echaban raíces. Aun después de muertas, parecía que sus largas piernas se enclavaban en la tierra hasta las rodillas, como jalones que debían marcar eternamente la conquista del poderoso genio de la Inglaterra.

Mas al fin llegó un momento terrible; llegó un momento en que las columnas subían y morían; en que la mucha gente que se lanzaba por aquel talud, destrozada, abrasada, diezmada, sintiéndose mermar á cada paso, entendió que sus esfuerzos no traían gran ventaja. Tras las columnas francesas arrolladas, aparecían otras. Como en el espantoso bosque de Macbeth, en la cresta del Grande Arapil cada rama era un hombre. Nos acercábamos arriba, y aquel cráter superior vomitaba soldados. Se ignoraba de dónde podía salir tanta gente, y era que la meseta del cerro tenía cabida para un ejército. Llegó, pues, un momento en que los ingleses vieron venir sobre ellos la cima del cerro mismo, una monstruosidad horrenda que esgrimía mil bayonetas y apuntaba con miles de cañones de fusil. El pánico se apoderó de todos; no aquel pánico nervioso que obliga á correr, sino una angustia soberana y grave que quita toda esperanza, dando resignación. Era imposible, de todo punto imposible, seguir subiendo.

Pero bajar era el punto más difícil. Nada más fácil si se dejaban acuchillar por los franceses, resignándose á rodar sobre la tierra vivos ó muertos. Una retirada en declive paso á paso y dando al enemigo cada palmo de terreno con tanta parsimonia como se le quitó, es el colmo de la dificultad. Pack bramaba de ira, y la sangre agolpada en la carnaza encendida de su rostro parecía querer brotar por cada poro. Era hombre que tenía alma para plantarse solo en la cumbre del cerro. Daba órdenes con ronca voz; pero sus órdenes no se oían ya; esgrimía la espada acuchillando al cielo, porque el cielo tenía sin duda la culpa de que los ingleses no pudiesen continuar adelante.

Había llegado la ocasión de que muriese estoicamente uno para resguardar con su cuerpo al que daba un paso atrás. De este modo se salvaba la mitad de la carne. Una mala retirada arroja en las brasas todo cuanto hay en el asador. Las columnas se escalonaban con arte admirable; el fuego era más vivo, y cada vez que descendía de lo alto desgajándose uno de aquellos pesados aludes, creeríase que todo había concluido; pero la confusión momentánea desaparecía al instante, las masas inglesas aparecían de nuevo compactas y formidables, y la muerte tenía que contentarse con la mitad. Así se fué cediendo lentamente parte del terreno, hasta que los imperiales dejaron de atacarnos. Habían llegado á un punto en que el cañón inglés les molestaba mucho, y además los progresos de Packenham por el flanco del Grande Arapil les preocupaba bastante. Reconcentráronse y aguardaron.

En tanto, por otro lado, ocurrían sucesos admirables y gloriosos. Todo iba bien en todas partes menos en nuestro malhadado cerro. El general Cole destrozaba el centro francés. La caballería de Stapleton Cotton, penetrando por entre las descompuestas filas, daba una de las cargas más brillantes, más sublimes y al mismo tiempo más horrorosas que pueden verse. Desde la posición á que nos retiramos, no avergonzados, pero sí humillados, distinguíamos á lo lejos aquella admirable función que nos causaba envidia. Las columnas de dragones, las falanges de caballos, los más ligeros, los más vivos, los más guerreros que pueden verse, penetraban como inmensas culebras por entre la infantería francesa. Los golpes de los sables ofrecían á la vista un salpicar perenne de pequeños rayos, menuda lluvia de acero que destrozaba pechos, aniquilaba gente, atropellaba y deshacía como el huracán. Los gritos de los ginetes, el brillo de sus cascos, el relinchar de los caballos que regocijaban en aquella fiesta sangrienta sus brutales é imperfectas almas, ofrecían espectáculo aterrador. Indiferentes, como es natural, á las desdichas del enemigo, los corazones guerreros se endiosaban con aquel espectáculo. La confianza huye de los combates, deidad asustada y llorosa, conducida por el miedo; no queda más que la ira guerrera, que nada perdona, y el bárbaro instinto de la fuerza, que por misterioso enigma del espíritu se convierte en virtud admirable.

Los escuadrones de Stapleton Cotton, como he dicho, estaban realizando el gran prodigio de aquella batalla. En vano los franceses alcanzaban algunas ventajas por otro lado; en vano habían logrado apoderarse de algunas casas del pueblo de Arapiles. Creyendo que poseer la aldea era importante, tomaron briosamente los primeros edificios y los defendieron con bravura. Se agarraban á las paredes de tierra y se pegaban á ella como los moluscos á la piedra; se dejaban espachurrar contra las tapias antes que abandonarlas, barridos por la metralla inglesa. Precisamente cuando los franceses creían obtener gran ventaja poseyendo el pueblo, y cuando nosotros descendíamos del Arapil Grande, fué cuando la caballería de Cotton penetró como un gran puñal en el corazón del ejército imperial; vióse el gran cuerpo partido en dos, crujiendo y estallando al violento roce de la poderosa cuña. Todo cedía ante ella: fuerza, previsión, pericia, valor, arrojo, porque era una potencia admirable, una unidad abrumadora, compuesta de miles de piezas que obraban armónicamente sin que una sola discrepara. Las miles de corazas daban idea del testudo romano; pero aquella inmensa tortuga con conchas de acero tenía la ligereza del reptil, y millares de patas y millares de bocas para gritar y morder. Sus dentelladas ensanchaban el agujero en que se había metido; todo caía ante ella. Gimieron con espanto los batallones enemigos. Corrió Marmont á poner orden, y una bala de cañón le quitó el brazo derecho. Corrió luégo Bonnet á sustituirle, y cayó también. Ferey, Thomieres y Desgraviers, generales ilustres, perecieron con millares de soldados.

En la falda de nuestro cerro se había suspendido el fuego. Un oficial que había caído junto á mí al verificar el descenso era transportado por dos soldados. Le ví al pasar, y él, casi moribundo, me llamó con una seña. Era sir Thomas Parr. Puesto en el suelo, el cirujano, examinando su pecho destrozado, dió á entender que aquello no tenía remedio. Otros oficiales ingleses, la mayor parte heridos también, le rodeaban. El pobre Parr volvió hacia mí los ojos, en que se extinguían lentamente los últimos resplandores de la vida, y con voz débil me habló así:

—Me han dicho antes de la batalla que tenéis resentimientos contra mí y que os disponíais á pedirme satisfacción por no sé qué agravios.

—Amigo—exclamé conmovido,— en esta ocasión no puede quedar en mi pecho ni rastro de cólera. Lo perdono y lo olvido todo. La calumnia de que usted se ha hecho eco, seguramente sin malicia, no puede dañar á mi honor; es una ligereza de esas que todos cometemos.

—¿Quién no comete alguna, caballero Araceli?—dijo con voz grave.— Reconoced, sin embargo, que no he podido ofenderos. Muero sin la zozobra de ser odiado... ¿Decís que os calumnié? ¿Os referís al caso de miss Fly? ¿Y á eso llamáis calumnia? Yo he repetido lo que he oído.

—¿Miss Fly?

—Como se dice que forzosamente os casaréis con ella, nada tengo que echaros en cara. ¿Reconocéis que no os he ofendido?

—Lo reconozco—respondí sin saber lo que respondía.

Parr, volviéndose á sus compatriotas, dijo:

—Parece que perdemos la batalla.

—La batalla se ganará—le respondieron.

Sacó su reloj y lo entregó á uno de los presentes.

—¡Que la Inglaterra sepa que muero por ella! ¡Que no se olvide mi nombre!...—murmuró con voz que se iba apagando por grados.

Nombró á su mujer, á sus hijos; pronunció algunas palabras cariñosas, estrechando la mano de sus amigos.

—La batalla se ganará... ¡Muero por Inglaterra!...—dijo cerrando los ojos.

Algunos leves movimientos y ligeras oscilaciones de sus labios fueron las últimas señales de la vida en el cuerpo de aquel valiente y generoso soldado. Un momento después se añadía un número á la cifra espantosa de los muertos que se había tragado el Arapil Grande.

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