XXXIV

Ocupáronse al instante unas casas viejas y unos tejares que había como á sesenta varas á un lado y otro de la ermita, estableciéndose imaginaria línea defensiva, cuyo único apoyo material era una depresión del terreno, una especie de zanja sin profundidad que parecía marcar el linde entre dos heredades. Si yo hubiera mandado toda la fuerza del brigadier Pack, habría intentado jugar el todo por el todo y desconcertar al enemigo atacándole antes que embistiera; pero los ingleses no hacían nunca estas locuras, que salen bien una vez y veinte se malogran. Por el contrario, Pack dispuso sus fuerzas á la defensiva; con ojo admirable y rápido se hizo cargo de todos los accidentes del terreno, de las suaves ondulaciones del cerro por aquella parte, del peñón aislado, del árbol solitario, de la tapia ruinosa, y todo lo aprovechó.

Llegaron los franceses. Nos miraban desde lejos con recelo, nos olían, nos escuchaban.

¿Habéis visto á la cigüeña alargar el cuello á un lado y otro, de tal modo que no se sabe si mira ó si oye; sostenerse en un pie, alzando el otro con intento de no fijarlo en tierra hasta no hallar suelo seguro? Pues así se acercaban los franceses. Entre nosotros, algunos reían.

No puedo dar idea del silencio que reinaba en las filas en aquel momento. ¿Eran soldados en acecho ó monjes en oración?... Pero instantáneamente la cigüeña puso los dos piés en tierra. Estaba en terreno firme. Sonaron mil tiros á la vez, y se nos vino encima una oleada humana compuesta de bayonetas, de gritos, de patadas, de ferocidades sin nombre.

—¡Fuego! ¡Muerte! ¡Sangre! ¡Canallas!—tales son las palabras con que puedo indicar, por lo poco que entendía, aquella algazara de la indignación inglesa, que mugía en torno mío; un concierto de articulaciones guturales, un graznido al mismo tiempo discorde y sublime como de mil celestiales loros y cotorras charlando á la vez.

Yo había visto cosas admirables en soldados españoles y franceses, tratándose de atacar; pero no había visto nada comparable á los ingleses tratando de resistir. Yo no había visto que las columnas se dejaran acuchillar. El viejo tronco inerte no recibe con tanta paciencia el golpe de la segur que lo corta, como aquellos hombres la bayoneta que los destrozaba. Repetidas veces rechazaron á los franceses, haciéndoles correr mucho más allá de la ermita. Había gente para todo: para morir resistiendo y para matar empujando. Por momentos parecía que les rechazábamos definitivamente; pero el bosque, sacando de su plumaje nuevas empolladuras de gente, nos ponía en desventaja numérica, pues si bien del Arapil Chico venían á ayudarnos algunas compañías, no eran en número suficiente.

La mortandad era grande por un lado y por el otro, más por el nuestro, y á tanto llegó, que nos vimos en gran apuro para retirar los muchos muertos y heridos que imposibilitaban los movimientos. El combate se suspendía y se trababa en cortos intervalos. No retrocedíamos ni una línea, pero tampoco avanzábamos, y habíamos abandonado el patio de la ermita por ser imposible sostenerse allí. Las casas de labor y tejares sí eran nuestros, y no parecían los highlanders dispuestos á dejárselos quitar; pero esta serie de ventajas y desventajas que equilibraba las dos potencias enemigas; este contrapeso, sostenido á fuerza de arrojo, no podía durar mucho. Que los franceses enviasen gente; que, por el contrario, la enviase lord Wellington, y la cuestión había de decidirse pronto; que la enviasen los dos al mismo tiempo, y entonces... sólo Dios sabía el resultado.

El brigadier Pack me llamó, diciéndome:

—Corred al cuartel general y decid al lord lo que pasa.

Monté á caballo, y á todo escape me dirigí al cuartel general. Cuando bajaba la pendiente en dirección á las líneas del ejército aliado, distinguí muy bien las masas del ejército francés moviéndose sin cesar; pero entre el centro de uno y otro ejército no se disparaba aún ni un solo tiro. Todo el interés estaba todavía en aquella apartada escena del Arapil Grande; en aquello que parecía un detalle insignificante, un capricho del genio militar que á la sazón meditaba la gran batalla.

Cuando pasé junto á los diversos cuerpos de la línea aliada, llamó mi atención verles quietos y tranquilos, esperando órdenes mano sobre mano. No había batalla; es más: no parecía que iba á haber batalla, sino simulacro. Pero los jefes, todos en pie sobre las elevaciones del terreno, sobre los carros de municiones y aun sobre las cureñas, observaban, ayudados de sus anteojos, la peripecia del Arapil Grande, junto á la ermita.

—¿Por qué toda esta gente no corre á ayudar al brigadier Pack?—me preguntaba yo lleno de confusiones.

Era que ni Wellington ni Marmont querían aparentar gran deseo de ocupar el Arapil Grande, por lo mismo que uno y otro consideraban aquella posición como la clave de la batalla. Marmont fingía movimientos diversos para desconcertar á Wellington; amenazaba correr hacia el Tormes para que el ojo imperturbable del capitán inglés se apartase del Arapil; luégo afectaba retirarse como si no quisiera librar batalla, y en tanto, Wellington, quieto, inmutable, sereno, atento, vigilante, permanecía en su puesto observando las evoluciones del francés, y sostenía con poderosa mano las mil riendas de aquel ejército que quería lanzarse antes de tiempo.

Marmont quería engañar á Wellington; pero Wellington no sólo quería engañar, sino que estaba engañando á Marmont. Este se movía para desconcertar á su enemigo, y el inglés, atento á las correrías del otro, espiaba la más ligera falta del francés para caerle encima. Al mismo tiempo afectaba no hacer caso del Arapil Grande, y colocó bastantes tropas en la derecha del Tormes para hacer creer que allí quería poner todo el interés de la batalla. En tanto, tenía dispuestas fuerzas enormes para un caso de apuro en el gran cerro. Pero ese caso de apuro, según él, no había llegado todavía, ni llegaría mientras hubiera carne viva en Santa María de la Peña. Eran las diez de la mañana, y fuera de la breve acción que he descrito, los dos ejércitos no habían disparado un tiro.

Cuando atravesé las filas, muchos jefes, apostados en distintos puntos, me dirigían preguntas á que era imposible contestar, y cuando llegué al cuartel general, ví á Wellington á caballo, rodeado de multitud de generales.

Antes de acercarme á él, ya había dicho yo expresivamente con el gesto, con la mirada:

—No se puede.

—¿Qué no se puede?—exclamó con calma imperturbable después que verbalmente le manifesté lo que pasaba allá.

—Dominar el Arapil Grande.

—Yo no he mandado á Pack que dominara el Arapil Grande, porque es imposible—repuso.— Los franceses están muy cerca y desde ayer tienen hechos mil preparativos para disputarnos esa posición, aunque lo disimulan.

—Entonces...

—Yo no he mandado á Pack que dominase por completo el cerro, sino que impidiese á los franceses que se establecieran allí definitivamente. ¿Se establecerán? ¿No existen ya el 23 de línea, ni el 3.º de cazadores, ni el 7.º de highlanders?

—Existen... un poco todavía, mi general.

—Con las fuerzas que han ido después basta para el objeto, que es resistir, nada más que resistir. Basta con que ni un francés pise la vertiente que cae hacia acá. Si no se puede dominar la ermita, no creo que falte gente para entretener al enemigo unas cuantas horas.

—En efecto, mi general—dije.— Por muy aprisa que se muera, ochocientos cuerpos dan mucho de sí. Se puede conservar hasta el mediodía lo que poseemos.

Cuando esto decía, atendiendo más á las lejanas líneas enemigas que á mí, observé en él un movimiento súbito; volvióse al general Álava, que estaba á su lado, y dijo:

—Esto cambia de repente. Los franceses extienden demasiado su línea. Su derecha quiere envolverme...

Una formidable masa de franceses se extendía hacia el Tormes, dejando un claro bastante notable entre ella y Cavarrasa. Era necesario ser ciego para no comprender que por aquel claro, por aquella juntura iba á introducir su terrible espada hasta la empuñadura el genio del ejército aliado.

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