XXXVII

Dejadme descansar un instante, y luégo contestaré á las preguntas que se me dirigen. Yo no recobré el sentido por completo en un momento, sino que fuí entrando poco á poco en la misteriosa claridad del conocer; fuí renaciendo poco á poco con percepciones vagas; fuí recobrando el uso de algunos sentidos, y había dentro de mí una especie de aurora, pero muy lenta, sumamente lenta y penosa. Me dolía la nueva vida, me mortificaba como mortifica al ciego la luz que en mucho tiempo no ha visto. Pero todo era turbación. Veía algunos objetos, y no sabía lo que eran; oía voces y tampoco sabía lo que eran. Parecía haber perdido completamente la memoria.

Yo estaba en un sitio (porque indudablemente era un sitio del globo terráqueo); yo veía en torno á mí formas, pero no sabía que las paredes fueran paredes, ni que el techo fuese techo; oía los lamentos, pero desconocía aquellas vibraciones quejumbrosas que lastimaban mi oído. Delante, muy cerca, frente por frente á mí, ví una cara. Al verla, mi espíritu hizo un esfuerzo para apreciar la forma visible; pero no pudo. Yo no sabía qué cara era aquella; lo ignoraba como se ignora lo que piensa otro. Pero la cara tenía dos ojos hermosísimos que me miraban amorosamente. Todo esto se determinaba en mí por sentimiento, porque, ¿entender?... no entendía nada. Así es que, por sentimiento, adiviné en la persona que tenía delante una como tendencia compasiva y tierna y cariñosa hacia mí.

Pero lo más extraño es que aquel cariño que pendía sobre mí, y me protegía como un ángel de la guarda, tenía también voz, y la voz vibró en los espacios, agitando todas las partículas del aire, y con las partículas del aire, todos los átomos de mi ser, desde el centro del corazón hasta la punta del cabello. Oía la voz que decía:

—Estáis vivo, estáis vivo..., y estaréis también sano.

El hermoso semblante se puso tan alegre, que yo también me alegré.

—¿Me conocéis?—dijo la voz.

No debí de contestar nada, porque la voz repitió la pregunta. Mi sensibilidad era tan grande, que cada palabra, cual hoja acerada, me atravesaba el pecho. El dolor, la debilidad, me vencieron de nuevo, sin duda porque había hecho esfuerzos de atención superiores á mi estado, y recaí en el desvanecimiento. Cerrando los ojos, dejé de oir la voz. Entonces experimenté una molestia material. Un objeto extraño rozaba mi frente, cayéndome sobre los ojos. Como si el ángel protector lo adivinara, al punto noté que me quitaban aquel estorbo. Era el cabello en desorden que me caía sobre la frente y las cejas. Sentí una tibia suavidad cariñosa, que debía de ser una mano, la cual desembarazó mi frente del contacto enojoso.

Poco después (continuaba con los ojos cerrados) me pareció que por encima de mi cabeza revoloteaba una mariposa, y que después de trazar varias curvas y giros, en señal de indecisión, se posaba sobre mi frente. Sentí sus dos alas abatidas sobre mi piel; pero las alas eran calientes, pesadas y carnosas: estuvieron largo rato impresas en mí, y luégo se levantaron, produciendo cierto rumor, un suave estallido que me hizo abrir los ojos.

Si rápidamente los abrí, más rápidamente huyó el alado insecto. Pero la misma cara de antes estaba tan cerca de la mía, tan cerca, que su calor me molestaba un poco. Había en ella cierto rubor. Al verla, mi espíritu hizo un esfuerzo, un gran esfuerzo, y se dijo:— ¿Qué rostro es este? Creo que conozco este rostro.

Pero no habiendo resuelto el problema, se resignó á la ignorancia. La voz sonó entonces de nuevo, diciendo con acento patético:

—¡Vivid, vivid, por Dios!... ¿Me conocéis? ¿Qué tal os sentís? No tenéis heridas graves... Habéis contraído un ataque cerebral, pero la fiebre ha cedido... Viviréis, viviréis sin remedio, porque yo lo quiero... Si la voluntad humana no resucitara á los muertos, ¿de qué serviría?

En el fondo, allá en el fondo de mi ser, no sé qué facultad, saliendo entumecida de profundo sopor, emitió misteriosas voces de asentimiento.

—¿No me veis?—continuó ella (repito que no sabía quién era).— ¿Por qué no me habláis? ¿Estáis enfadado conmigo? Imposible, porque no os he ofendido... Si no os vi, si no os hablé con más frecuencia en los últimos días, fué porque no me lo permitían. Ha faltado poco para que me enviasen á mi país dentro de una jaula... Pero no me pueden impedir que cuide á los heridos, y estoy aquí velando por vos... ¡Cuánto he penado esperando á que abrieseis los ojos!

Sentí mi mano estrechada con fuerza. El rostro se apartó de mí.

—¿Tenéis sed?—dijo la voz.

Quise contestar con la lengua; pero el D. de la palabra me era negado todavía. De algún modo, empero, me expliqué afirmativamente, porque el ángel tutelar aplicó una taza á mis labios. Aquello me produjo un bienestar inmenso. Cuando bebía, apareció otra figura delante de mí. Tampoco sabía precisamente quién era; pero dentro, muy dentro de mí, bullía inquieta una chispa de memoria, esforzándose en explicarme con su indeciso resplandor el enigma de aquel otro ser flaco, escuálido, huesoso, triste, de cuyo esqueleto pendía negro traje talar semejante á una mortaja. Cruzando sus manos, me miró con lástima profunda. La mujer dijo entonces:

—Hermano, podéis retiraros á cuidar de los otros heridos y enfermos. Yo le velaré esta noche.

De dentro de aquella funda negra que envolvía los huesos vivos de un hombre salió otra voz, que dijo:

—¡Pobre Sr. D. Gabriel de Araceli! ¡En qué estado tan lastimoso se halla!

Al oir esto, mi espíritu experimentó un gran alborozo. Se regocijó, se conmovió todo, como debió de conmoverse el de Colón al descubrir el Nuevo Mundo. Gozándose en su gran conquista, pensó mi espíritu así:

—¿Con que yo me llamo Gabriel Araceli?... Luégo yo soy uno que se halló en la batalla de Trafalgar y en el 2 de Mayo... Luégo yo soy aquél que...

Este esfuerzo, el mayor de los que hasta entonces había hecho, me postró mucho. Sentime aletargado. Se extinguía la claridad; venía la noche. Luz rojiza, procedente de triste farol, iluminaba aquel hueco donde yo estaba. El hombre había desaparecido, y sólo quedó la hermosa mujer. Por largo rato me estuvo mirando sin decirme cosa alguna. Su imagen muda, triste y fija delante de mí, cual si estuviese pintada en un lienzo, fué borrándose y desvaneciéndose á medida que yo me sumergía de nuevo en aquella noche obscura de mi alma, de cuyo seno sin fondo poco antes saliera. Dormí no sé cuánto tiempo, y al volver en mi acuerdo, había ganado poco en la claridad de mis facultades. El estupor seguía, aunque no tan denso. El deshielo iba muy despacio.

Mi protectora angelical no se había apartado de mí, y después de darme de beber una sustancia que me causara gran alivio y reanimación, acomodó mi cabeza en la almohada, y me dijo:

—¿Os sentís mejor?

Un soplo corrió de mi cerebro á mis labios, que articularon:—Sí.

—Ya se conoce—añadió la voz.— Vuestra cara es otra. Creo que va desapareciendo la fiebre.

Contesté segunda vez que sí. En la estupidez que me dominaba no sabía decir otra cosa, y me deleitaba el usar constantemente el único tesoro adquirido hasta entonces en los inmensos dominios de la palabra. El es vocabulario completo de los idiotas. Para contestar á todo que sí, para dar asentimiento á cuanto existe, no es necesario raciocinio, ni comparación, ni juicio siquiera. Otro ha hecho antes el trabajo. En cambio, para decir no es preciso oponer un razonamiento nuevo al de aquel que pregunta, y esto exige cierto grado de inteligencia. Como yo me encontraba en los albores del raciocinio, contestar negativamente habría sido un portento de genio, de precocidad, de inspiración.

—Esta noche habéis dormido muy tranquilo—dijo la voz de mi enfermera.— Pronto estaréis bien. Dadme vuestras manos, que están algo frías: os las calentaré.

Cuando lo hacía, un rayó pasó por mi mente, pero tan débil, tan rápido, que no era todavía certeza, sino un presentimiento, una esperanza de conocer, un aviso precursor. En mi cerebro se desembrollaba la madeja; pero tan despacio, tan despacio...

—Me debéis la vida...—continuó la voz perteneciente á la persona cuyas manos apretaban y calentaban las mías,— me debéis la vida.

La madeja de mi cerebro agitó sus hilos; tal esfuerzo hacía por desenredarlos, que estuvo á punto de romperlos.

—En vuestro delirio—prosiguió—se os han escapado palabras muy lisonjeras para mí. El alma, cuando se ve libre del imperio de la razón, se presenta desnuda y sin mordaza; enseña todas sus bellezas y dice todo lo que sabe. Así la vuestra no me ha ocultado nada... ¿Por qué me miráis con esos ojos fijos, negros y tristes como noches? Si con ellos me suplicáis que lo diga, lo diré, aunque atropelle la ley de las conveniencias. Sabed que os amo.

La madeja entonces tiró tan fuertemente de sus hilos, que se iba á romper, se rompía sin remedio.

—No necesitaría decíroslo, porque ya lo sabéis—continuó después de larga pausa.— Lo que no sabéis es que os amaba antes de conoceros... Yo tenía una hermana gemela más hermosa y más pura que los ángeles. Apuesto á que no sabéis nada de esto... Pues bien: un libertino la engañó, la sedujo, la robó á Dios y á su familia, y mi pobrecita, mi adorada, mi idolatrada Lillian, tuvo un momento de desesperación y se dió á sí propia la muerte. El mayor de mis hermanos persiguió al malvado, autor de nuestra vergüenza: ambos fueron una noche á orillas del mar, se batieron, y mi pobre Carlos cayó para no levantarse más. Poco después, mi madre, trastornada por el dolor, se fué desprendiendo de la tierra, y en una mañana del mes de Mayo nos dijo adiós y huyó al cielo. Seguramente nada sabíais de esto.

Continuaba siendo idiota, y contesté que sí.

—Después de estos acontecimientos, sobre la haz de la tierra existía un hombre más aborrecido que Satanás. Para mí su sólo nombre era una execración. Le odiaba de tal modo, que si le viera arrepentido y caminando al cielo, mis labios no hubieran pronunciado para él una palabra de perdón. Figurándomelo cadáver, lo pisoteaba...

La madeja daba unas vueltas, unos giros y hacía tales enredos y embrollos, que me dolía el cerebro vivamente. Allí había un hilo tirante y rígido, el cual, doliéndome más que los demás. me hizo decir:

—Soy Araceli, el mismo que se halló en Trafalgar, y naufragó en el Rayo, y vivió en Cádiz... En Cádiz hay una taberna, de que es amo el Sr. Poenco.

—Un día—prosiguió,— hallándome en España, adonde vine siguiendo á mi segundo hermano, dijéronme que aquel hombre había sido muerto por otro en duelo de honor. Pregunté con tanta ansiedad, con tan profunda curiosidad, el nombre del vencedor, que casi lo supe antes que me lo revelaran. Me dijeron vuestro nombre; me refirieron algunos pormenores del caso, y desde aquel momento, ¿por qué ocultarlo?, os adoré.

Mi espíritu hizo inexplicables equilibrios sobre dos imágenes grotescas, y puestos en una balanza dos figurones llamados Poenco y D. Pedro del Congosto, el uno subía mientras el otro bajaba. En aquel instante debí de decir algo más sustancioso que los primitivos sis, porque ella (yo continuaba ignorando quién era) puso la mano sobre mi frente, y habló así:

—Me adivinábais sin duda, me veíais desde lejos con los ojos del corazón. Yo os busqué durante muchos meses. Tanto tardasteis en aparecer, que llegué á creeros desprovisto de existencia real. Yo leía romances, y los aplicaba todos á vos. Erais el Cid, Bernardo del Carpio, Zaide, Abenamar, Celindos, Lanzarote del Lago, Fernán González y Pedro Ansúrez... Tomábais cuerpo en mi fantasía, y yo cuidaba de haceros crecer en ella; pero mis ojos registraban la tierra y no podían encontraros. Cuando os encontré, me pareció que ibais á achicaros; pero os ví subir de pronto y tocar el altísimo punto de talla con que yo os había medido. Hasta entonces, cuantos hombres traté, ó se burlaban de mí ó no me comprendían. Vos tan sólo me mirasteis cara á cara y afrontasteis las excelsas temeridades de mi pensamiento sin asustaros. Os ví espontáneamente inclinado á la realización de acciones no comunes. Asocieme á ellas, quise llevaros más adelante todavía, y me seguisteis ciegamente. Vuestra alma y la mía se dieron la mano y tocaron su frente la una con la otra, para convencerse de que eran las dos de un mismo tamaño. La luz de entrambos se confundía en una sola.

La madeja de mi conocimiento se revolvió de un modo extraordinario. Los hilos entraban, salían los unos por entre los otros y culebreaban para separarse y ponerse en orden. Ya aparecían en grupos de distintos colores, y aunque harto enmarañados todavía, muchos de ellos, si no todos, parecían haber encontrado su puesto.

—Vos amábais á otra—prosiguió aquella que empezaba ya á no serme desconocida.— La ví y la observé. Quise tratarla por algún tiempo, y la traté y la conocí; la hallé tan indigna de vos, que desde luégo me consideré vencedora. Es imposible que me equivoque.

Al oir esto, el corazón mío, que hasta entonces había permanecido quieto y mudo, y dormido como un niño en su cuna, empezó á dar unos saltitos tan vivarachos y á llamarme con una vocecita tan dulce, que realmente me hacía daño. Dentro de mí se fué levantando no sé si diré un vapor, una onda que fué primero tibia y después ardiente, y me subía desde el fondo á la superficie del ser, despertando á su paso todo lo que dormía; una oleada invasora, dominante, que poseía el D. de la palabra, y al ascender por mí iba diciendo: «Arriba, arriba todo».

—¿Qué tenéis?—continuó aquella mujer.— Estáis agitado. Vuestro rostro se enciende...; ahora palidece... ¿Vais á llorar? Yo también lloro. La salud vuelve á vuestro cuerpo, como la sensibilidad á vuestra noble alma. ¿Será posible que os haya conmovido la revelación que he hecho? No juzguéis mi atrevimiento con criterio vulgar, creyendo que falto al decoro, á las conveniencias y al pudor diciendo á un hombre que le amo. Yo, al mismo tiempo, soy pura como los ángeles y libre como el aire. Los necios que me rodean podrán calumniarme y calumniaros; pero no mancharán mi honra, como no la mancha un amor ideal y celeste al pasar del pensamiento á la palabra... Si durante mucho tiempo he disimulado y aparentado huir de vos, no ha sido por temor á los tontos, sino por provecho de entrambos. Cuando os he visto casi muerto, cuando os he recogido en mis brazos del campo de batalla, cuando os traje aquí y os atendí y os cuidé, tratando de devolveros la vida, tenía gran pena de que murieseis ignorando mi secreto.

El estupor mío tocaba á su fin. Pensamiento y corazón recobraban su prístino ser; pero la palabra tardaba; vaya si tardaba...

—Dios me ha escuchado—añadió ella.— No sólo podéis oirme, sino que vivís; y podréis hablarme y contestarme. Decidme que me amáis, y si morís después, siempre me quedará algo vuestro.

Una figura celestial, tan celestial que no parecía de este mundo, se entró dentro de mí, agasajándome y plegándose toda para que no hubiese en mi interior un solo hueco que no estuviese lleno con ella.

—No me contestáis una sola palabra—dijo la voz de mi enfermera.— Ni siquiera me miráis. ¿Por qué cerráis los ojos?... ¿Así se contesta, caballero?... Sabed que no sólo tengo dudas, sino también celos. ¿Os habré desagradado en lo que últimamente he hecho? No os lo ocultaré, porque jamás he mentido. Mi lengua nació para la verdad... ¿Ignoráis tal vez que vuestra princesa encantada y el bribón de su padre estaban en Salamanca? Quien los trajo, es cosa que ignoro. El desgraciado masón anhelaba la libertad y se la he dado con el mayor gusto, consiguiendo del general un salvoconducto para que saliese de aquí y pudiese atravesar toda España sin ser molestado.

Al oir esto, razón, memoria, sentimientos, palabra, todo volvió súbito á mí con violencia, con ímpetu, con estrépito, como una catarata despeñándose de las alturas del cielo. Di un grito, me incorporé en el lecho, agité los brazos, arrojé lejos de mí con instintiva brutalidad aquella hermosa figura que tenía delante, y prorrumpí en exclamaciones de ira. Miré á la dama y la nombré, porque ya la había conocido.

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