V

23 de Noviembre.

Ayer estuvo Augusta en la tribuna del Congreso. Fué con las de Trujillo, la marquesa de Monte-Cármenes y otras damas ilustres. Por cierto que las infelices pasaron una tarde cruel, prensadas, estrujadas, y lo que es peor, aburridas como quien va á un baile y se encuentra en un duelo. Desde los escaños, varios amigos y yo las mirábamos con piedad, deplorando no poder dar á los debates un carácter divertido y sainetesco para aliviar la tristísima situación de aquellas desgraciadas. Nosotros, al menos, podíamos confortar nuestros decaídos espíritus contemplando aquella batería de mujeres, entre las cuales las había muy guapas. Pero ellas, ¿qué iban ganando con mirar calvas, presenciar una votación, el barullo de los que entran y salen, y el acto de encender el gas? Figúrate que fueron á oir á Castelar, á Cánovas y á todas las primeras partes, atraídas por el cartel parlamentario de aquel día, publicado en los periódicos de la mañana. Como habían madrugado por coger la delantera, al abrirse la sesión, á las dos y cuarto, ya estaban las pobrecillas medio fritas. La parte de la sesión destinada á preguntas las entretuvo un poco y aun las hizo reir, porque tuvimos discurso de chascarrillos. Hombre hubo, además, que, al hacer su preguntita, parecía que la brindaba á las señoras de la tribuna, mirándolas, como si la defensa del Ayuntamiento de Valderrediles de Abajo no fuese más que fórmula enigmática de una declaración amorosa. Todo esto aliviaba las angustias del plantón, y lo demás se llevaba con paciencia esperando la orden del día. Pero á nuestro Presidente le dió la mala idea, sugerida sin duda por algún espíritu maligno, de meter el embuchado de una enmienda pendiente, con cuya discusión creía despachar en breve tiempo el artículo último de la ley de Jurisdicciones administrativas. Total: que la discusión se enzarzó cuando menos se creía, y he aquí, mi buen Equis, que entre la general consternación se levanta, decidido á explicar su actitud en aquel asunto, un orador de los que hablan á cántaros, excelente persona por otra parte, pero que tiene la desgracia de no acertar á exponer la cosa más sencilla sin consumir un par de horitas, más bien más que menos. Bien examinado todo lo que mi hombre dijo, era de lo que no le interesa á nadie. Que si en 1870 opinó ó dejó de opinar esto ó aquello; que si, al poner su firma en la proposición tal, lo hizo simplemente por autorizar la lectura, con todo lo demás que es de cajón, y aquello de si se me permite recordar lo que tuve el honor de exponer ante el Congreso en la tarde de ayer, me será fácil demostrar que al poner de manifiesto en la tarde de hoy las deficiencias del proyecto que se discute, no dije nada, no expuse nada y no expresé nada, ni de cerca ni de lejos, que no estuviese en perfecto acuerdo, en perfecta consonancia, en perfecta conformidad con lo que salió de mis labios en la tarde de anteayer.

Pasó una hora, dos horas, dos horas y media, y la salmodia no tenía fin. Las toses y murmullos parecía que le animaban cual si fuesen aplausos, y su voz sin matices caía sobre el cerebro del auditorio como lluvia menuda y persistente sobre un techo de cristales. Á ratos molestaba como el ruido del andar isócrono de un reloj de pared, cuando luchamos con el insomnio, dando vueltas en la cama; á ratos me hacía el efecto de uno de esos cantorrios con que las nodrizas duermen á los niños. Los bancos rojos se despoblaban, como país empobrecido por las malas cosechas, en el cual se propaga la fiebre de la emigración de un modo alarmante. La gente se iba á fumar y á murmurar á los pasillos ó á la cantina, y en el salón no quedaban sino unos cuantos amigos del orador, y los que se entretenían timándose con las señoras de arriba.

Estas pobrecitas mártires de la curiosidad me infundían tanta lástima, que subí á consolarlas. Observé en todos y cada uno de los rostros la consternación y el desaliento. Charlaban criticando acerbamente el régimen, y poniendo de oro y azul al Presidente, por habar alterado los números del programa, echando aquella murga insufrible antes del gran quinteto clásico que esperaban oir y gozar. Les llevé dulces y caramelos, y les dí esperanza de que pronto concluiría la terrible lata que aquel buen patricio nos estaba dando á todos. «Sí, buenas trazas tiene de acabar—me dijo mi prima.—Ahora ha dicho que esto es grave, gravísimo, y que se ha traído los datos para probarlo. Mira, mira el rimero de papeles que tiene en el banco. ¿Ves? Se prepara á leernos media docena de Gacetas

Pasó todavía una hora más, una de esas horas negras, tediosas, que se estiran languideciendo, y al desperezarse juntan la cabeza con la cola, imitando el emblema de la eternidad, y entonces el orador dijo: Voy á concluir, señores... Las tribunas le hicieron una ovación; y el muy tunante ¿creerás que lo agradeció? En vez de abreviar el epílogo, lo alargó media hora más, regalándonos, por vía de resumen, una nueva paráfrasis de lo que ya había dicho. Las cinco y media serían cuando la Mesa decidió que el debate gordo se quedara para el lunes siguiente. Subí á comunicar la noticia á las pobres mártires, medio muertas ya de calor, estrechez é inmovilidad. Algunas no tenían ni fuerzas para levantarse; otras estaban en pie para salir, y todas maldecían las Jurisdicciones administrativas y al perro que las inventó. Augusta salió con jaqueca, y cuando la bajaba del brazo, me dijo que no volvería á la tribuna hasta que yo no hablase.

Creo que lloverá bastante de aquí á ese día, porque me siento sin ninguna aptitud para la oratoria, y cuando me figuro que tengo que hablar y que me levanto y empiezo, me parece que el pavor me ha de suspender las ideas y paralizarme la lengua. El afán de Augusta porque yo hable es ya verdadera manía, y siempre que me coge á tiro, me vuelve loco. Anoche me dijo que si no me arranco pronto, hasta me negará el saludo, y que todos mis progresos en el arte de la cortesanía no valen nada, si no suelto el último pelo de lugareño lanzándome á usar de la palabra en público. Y puesto que entre tú y yo no ha de haber nunca misterios, según lo convenido, te diré sin rodeos que mi prima me gusta cada día más, y que siento hacia ella una inclinación que me ha ocasionado no pocas horas de tristeza. No había querido contártelo, esperando que pasase esto, que me parecía una fugaz indisposición del alma, semejante á los resfriados en el orden físico. Pero hace días que me encuentro sorprendido con invencible tendencia á pensar en ella, á figurármela delante de mí, á recordar sus gestos y palabras, y á suponer y anticiparme las que me ha de decir la primera vez que nos veamos. Al propio tiempo, nace en mi espíritu una admiración irreflexiva hacia ella, y me sorprendo á mí mismo en la tarea ideal de adornarla con las más excelentes cualidades que jamás embellecieron á criatura alguna. De aquí nace mi mayor pena, pues precisamente las cualidades que le atribuyo ponen una barrera moral entre ella y yo. Para imaginar que esta aspiración mía, incierta y tímida, pueda satisfacerse alguna vez, tengo que destruir mi propia obra, y exonerar á la señora de mis pensamientos, quitándole aquellas mismas perfecciones que le supuse. Aquí tienes la brega que traigo en mi mente estos días, y que viene á ser como una enfermedad que me ha cogido de súbito.

Apuesto á que te reirás de mí al leerme, pues no caen bien, en hombres de nuestra edad descreída, el misticismo amoroso de un Petrarca, ni la fiebre de un Werther. No: todavía disto mucho de llegar á tales extremos. Lo que te cuento no tiene valor más que como presagio. También te diré que se me ha ocurrido visitarla lo menos posible, huir de su trato, apartar de mis ojos su hermosura y gracia incomparables, su donaire y suprema elegancia... Sí, no te rías. Te veo haciendo garatusas y dudando de estas honradas disposiciones mías. Pues sí, querido Equis: la delicadeza me inspira el propósito de evitar su compañía, y te aseguro que he podido cumplirlo, dejando de ir repetidas noches á su palco y á su casa. Pero el demonio, que en todo se mete, ha hecho sin duda juramento de impedir los virtuosos planes de tu amigo; el demonio, ¡asómbrate! toma la figura de mi buen padrino para perseguirme y llevarse mi alma, pues Cisneros me obliga á almorzar con él casi todos los días, y su hija ha dado en la flor de ir también, y allí me vuelve loco con su cháchara, sus monerías, su amabilidad y demás seducciones. De modo que el terreno que gano de noche alejándome de la montaña, lo pierdo por el día viendo venir la montaña hacia mí; y no me vale huir del abismo, porque se me pone delante cuando menos lo pienso. De todo lo cual deduzco que... Vete al diablo, que no tengo ganas de hacer deducciones ni de continuar esta deslavazada epístola. Estoy fatigado y de malísimo humor. ¿Te sabe á poco ésta? ¿Te deja á media miel? Pues fastídiate, y aguántate, y revienta.

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