VIII

3 de Diciembre.

Sin esperar tu contestación, te encajo ésta. Mira que me escarba en el magín, y más aún en la voluntad, la portentosa oración que ha de sacarme de la sosa esfera de la nulidad parlamentaria; mira que me disparo el mejor día y te avergüenzo, porque saben que eres mi mentor, y los dislates del discípulo recaerán sobre el maestro.

Consulté con mi padrino lo que á tí te consulto, y me dió un abrazo muy apretado, felicitándome por mi sabia resolución. Incitóme á hablar contra el Gobierno, sin reparar que éste me apoyó á rajatabla en la elección, sacándome por los cabellos de aquella misteriosa urna. Díjome que haciéndolo así prestaba un servicio á la sociedad, y favorecía los principios eternos contra lo transitorio y accidental; que nada es tan útil como los cambios de mandarines, para que el telón de esta comedia suba y baje muchas veces, hasta ver si el público se aburre y prorrumpe en la gran pita final. Augusta, que tales cosas oía, se indignó y tuvo una fuerte agarrada con su padre, diciéndole: «Hubieras sido ministro, serías por lo menos senador vitalicio si tuvieras más juicio, papá.» Él lo tomaba con calma, recalcando la extravagancia como siempre que se le contradice. De palabra en palabra, en la tertulia de sobremesa, la conversación pasó de la política al arte, y Cisneros se despachó á su gusto, sosteniendo delante de su hija, de Villalonga (el célebre Villalonga, ¡qué tipo!) y de mí, que no puede existir el Arte verdadero en los países organizados, donde hay Justicia y Policía, instituciones esencialmente enemigas del numen artístico. Pon atención á esto: «El genio de Shakespeare floreció en medio de la dramática barbarie inglesa del siglo XVI, como las artes italianas en medio del elegante desconcierto de las repúblicas florentina y genovesa, y de las guerras civiles desde el XIV al XVI, en aquellos tiempos pintorescos, anárquicos, de pasiones sin freno, igualmente propicios á la santidad y al crimen, al ascetismo y al homicidio; tiempos en que el derecho público llegó á tener por ley el veneno y el dogal, y se creó la diplomacia de la traición. La frecuencia del asesinato fomentaba en el pueblo la idea del desnudo; la Iglesia protegía las humanidades, y el paganismo resucitaba en el propio regazo de los Papas. César Borgia personifica esa época gloriosa, y cierra el período de florecimiento artístico, en el cual caben todas las ideas activas que pueden inflamar la mente de los pueblos. Entre la moral austera de Dante y las licencias de Bocaccio, hay una extensión, un campo inmenso y fecundo en que nacen las flores más bellas de la vida humana. Entre el místico Giotto y el aventurero Benvenuto Cellini, se encierran todos los desarrollos de la belleza corporal, base del arte pictórico.» Y por aquí siguió deslumbrándonos y confundiéndonos. Su hija le rebatía, como si dijéramos, á puñados, y aunque no estaba muy fuerte en la historia de César Borgia, sostuvo que era un sinvergüenza. Luego soltó varias herejías, hablando pestes del Giotto, de fra Angélico y de todos los pre-rafaelistas, y diciendo que no daría dos pesetas por ninguna de las tablas del siglo XV ni por la mayor parte de los cuadránganos religiosos que llenan aquella casa. Cisneros llamó á su hija tonta é ignorante, y le dió muchos besos. Así acaban siempre sus reyertas.

En esto entró Malibrán. (Si esto fuera novela pondría: Aparición de un nuevo personaje.) Adivino tu gesto de sorpresa al leer este nombre. No sabes quién es, mejor dicho, no le conoces por su apellido, aunque le has visto y le has hablado. Te ayudaré á hacer memoria, ¿Recuerdas que yendo los dos una tarde de París á Enghien, nos encontramos á un señor á quien teníamos por extranjero, y de pronto nos habló correcto español, y estuvo muy fino y obsequioso con nosotros al despedirse, ofreciéndonos su casa, que señaló extendiendo la mano hacia un techo gris cercano á la estación? ¿Recuerdas que, visitando algún tiempo después el Salón, nos le encontramos acompañando á un amigo nuestro, Pepe Díez, y éste nos le presentó? Al poco rato nos acompañaba en el examen de algunos cuadros, oficiando de crítico, y mostrándose muy severo con la mayor parte de las obras que vimos. Tú no tienes tan buena memoria como yo: no recordarás que al salir dimos una vuelta por los Campos, y el tal habló pestes de España y de los españoles; nos dijo que su residencia habitual era Italia, que había reunido algunos cuadros antiguos de grandísimo mérito, y que se hallaba en París gestionando la venta de un estupendo Mantegna, por el cual le ofrecía el Louvre cien mil francos y Rotschild un poco más; pero que no pensaba darlo en menos de doscientos mil. ¿No se te ha quedado presente ese detalle del Mantegna? Después de separarnos de él y del amigo con quien iba, hicimos la observación de que nos parecía uno de esos tipos de nacionalidad equívoca que en París tan á menudo se encuentran. Su fisonomía, como su apellido y la facilidad con que se expresa en diferentes idiomas, daban lugar á que se le creyese oriundo de todas las fronteras europeas. Al mismo tiempo notamos su atildada educación, su finura, la elegancia de su vestir.

Pues bien: este sujeto que entonces pasó ante nuestra vista como un cometa y de quien hablamos como se habla de aquello que no se espera volver á ver más, llámase Cornelio Malibrán y Orsini, es español y nacido en Madrid, hijo de un antiguo empleado de Palacio, y nieto de un coronel de guardias walonas. Su madre es italiana, hija de no sé qué militar extranjero al servicio de España. De modo que en nuestro don Cornelio se juntan y mezclan todas las sangres europeas, y en su progenie por ambas líneas, según nos explicaba la otra noche, hay una señora holandesa de la familia de Riperdá, y un caballero portugués, y un emigrado polaco, y qué sé yo qué más.

Te presento con tantos pelos y señales á este prójimo, porque presumo he de tener que ocuparme de él más de lo que quisiera. Ha servido en la diplomacia; estuvo algún tiempo cesante, residiendo en Italia y en Francia, y ahora ha logrado pasar al Ministerio. Es célibe, y vive con su madre, señora mayor, según he oído, bastante instruída y que sabe muchas y buenas historias de interioridades palatinas y aristocráticas... Un poco de paciencia, querido Equis, y acabaré el retrato. El origen de la amistad de este don Cornelio con mi padrino hay que buscarlo en la contagiosa chifladura de ambos en materias de arte pictórico. Cisneros es inteligente (al menos él lo dice, y yo lo creo bajo su palabra) en tablas españolas del siglo XV; pero en pintura italiana me parece á mí que no da pie con bola, y precisamente las escuelas italianas anteriores á Rafael son el fuerte de Malibrán. En cualquier sombrajo negro y ahumado, donde nosotros apenas vemos algún torso indefinible, señala él un Boticelli, un Sodoma, un Signorelli ó un fra Bartolomeo, nombres que rara vez sonaron en mis profanos oídos. Mi tío y él se pasan largas horas discutiendo sobre los inciertos caracteres que separan la escuela paduana de la veneciana, ó acerca de otro problema pictórico tan obscuro como éste.

De la intimidad con Cisneros vino la introducción de Malibrán en la casa de Orozco, donde le tienes todas, todas las noches. Su finísimo trato, su conocimiento del mundo, le ponen en primera línea en toda sociedad, sin que él necesite esforzarse por alcanzar aquel puesto. Descuella naturalmente y por la propia virtud de sus modales, que son la misma perfección, pues hay en ellos el grado exacto de rigidez compatible con la soltura. Sabe combinar como nadie la cortesía respetuosa con esas licencias que hoy agradan tanto, usadas discretamente, como la sal y los picantes en la culinaria. No conozco otro que sepa entretener y divertir á las damas como él las entretiene; es la única persona á quien he oído sostener largas conversaciones sobre vestidos, mostrando en ello la espiritual erudición que al asunto corresponde. Las señoras le consultan acerca de sus trajes, del adorno de sus casas, y, sobre todo, las asesora con maestría. Al propio tiempo, si le hablas de política extranjera, te pasmas oyéndole, querido Equis, porque la conoce al dedillo, tan bien como podríamos apreciar nosotros la nuestra.

Pues bien: presentado el tipo, me falta expresarte, para concluir, un sentimiento mío con respecto á él. Allá va, y no te asustes. Este hombre me es profundamente antipático, tanto que mi antipatía traspasa los límites que separan este sentimiento del odio verdadero. Te oigo preguntarme: «¿por qué?» Te asombrarás si te digo que no me es fácil definir la causa. Malibrán me considera mucho; parece estimarme, y aun quererme. Jamás ha tenido palabra ni acto, con respecto á mí, que puedan molestarme. Hasta se digna elogiar lo que digo, y oirme con afable atención. Pero ello es que no le puedo ver. Te muestro este fenómeno de mi alma, como le mostraría al médico una llaga que nadie ha visto y que sólo el médico debe ver. Yo mismo me asombro de llevar en mí un afecto depresivo que no me favorece; me sondeo, y trato de analizarlo para encontrar su origen. ¿Es envidia, es más bien intuición? ¿Es que penetro, sin darme cuenta de ello, el carácter de este individuo, y adivino que es una mala persona revestida de brillantes adornos sociales? ¿Es que...?

Pero estoy fatigado, aturdido, y presumo que en mi próxima, después de pensar un poco en este peregrino caso, te podré decir algo más concreto.

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