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13 de Diciembre.

He dejado pasar ocho días desde mi última carta, y tanto me he serenado en este tiempo, que si pudiera retirar lo en ella escrito, como retiran y anulan estos oradores las palabras ofensivas que en el fuego de la discusión se escapan de sus labios imprudentes, lo haría, ¡oh Equis de mis pecados! porque hallándome en aquellos días bajo la influencia de una exaltación insana, casi no soy responsable de las bobadas que pensé y te escribí. ¡Bendita sea mil veces la política, digo otra vez, ese arte supremo de la vida colectiva; benditos sean Sagasta, Cánovas, Castelar y demás sacerdotes de esta religión consoladora, cuyo culto produce en nuestro ánimo el efecto de las friegas en el organismo, llamando á la epidermis la irritación interior! Has de saber que la jarana parlamentaria de estos días, el temor de que el Gabinete se derrumbara y la situación con él, las alarmas, el disputar, el choque terrible de las ambiciones que se defienden con las ambiciones que embisten, han producido en mí un mareo reparador, una embriaguez que me ha hecho mucho bien. Si te digo que estos azarosos días lo han sido para mí de entretenimiento, no expreso la verdad, pues también he llegado á apasionarme y á tomar con calor un asunto que nunca llegué á entender. Cuando nos encontramos dentro de una colectividad activa, un sentimiento parecido al espíritu militar nos arrastra, y corremos ciegos al disparate y á la sinrazón, como los pelotones se lanzan á la trinchera donde han de encontrar la muerte. En fin, querido amigo, estoy contento otra vez, y me parece que te oigo decir: «bien venida sea la paz si dura.» Porque como tengo estas bruscas intermitencias, temerás que salte mañana otra vez con la murria y el lloriqueo.

Y á propósito de intermitencias: no sólo no las niego, sino que he de presentarte otras versatilidades de mi espíritu, de que hasta ahora no te he dado cuenta, para que las estudies y me las expliques si puedes, que de fijo no podrás.

Desde que estoy en Madrid, es tal la movilidad de mis ideas, que me produce alarma. Recuerdo que te has reído mucho de mí oyéndome contar que en Orbajosa me levantaba algunas veces religioso y otras descreído. Pues aquí, hay días que me despierto con las ilusiones democráticas más risueñas y angelicales que imaginarte puedes, y al siguiente cátame con sentimientos tan autoritarios, que me dan ganas de mirar como una bendición el palo del absolutismo. Tengo mis mañanas de popular entusiasmo, en las cuales creo que debemos dar á la plebe todos los derechos, para que se gobierne sola y haga su santa voluntad, y mañanas en que se me representan mis conciudadanos como la tropa más ingobernable y aviesa del mundo. Esta falta de aplomo proviene sin duda de la atmósfera de controversia febril en que vivimos, de la rapidez con que se suceden hechos y fenómenos de carácter opuesto. Nuestra sociedad está elaborándose. Nos hallamos en pleno estado de formación geológica. Las masas del planeta político están en parte blandas, en parte enteramente líquidas; por aquí hay demasiadas corrientes de agua, por allí demasiado fuego.

Pues oye otra observación: tengo mañanas, y si quieres, tardes ó noches, en que siento verdadera ansia de leer mucho é instruirme, y agrandar todo lo posible la esfera de mis conocimientos. Pues se pone el sol, ó sale el sol, y ya me tienes pensando que la mayor de las locuras es enviciarse con los libros, y el más molesto de los empachos la erudición. Se me ocurre que la única ciencia digna del alma humana es vivir, amar, relacionarse, observar los hechos, hojear y repasar el gran libro de la existencia. Lo demás es perder el tiempo, tarea de catedráticos que tienen por oficio retribuido extractar el saber anterior para dárselo en tomas digeribles á la niñez.

Nada quiero decirte de mis intermitencias de religiosidad ó descreimiento, que raya en ateísmo. Estamos en eso lo mismo que antes. Pero hay más, querido Equis, y es que también en cuestiones de moral tengo mis caprichitos, pues hay días en que me enamoro como un bobo de los principios, y no concibo que podamos ni respirar sin ellos, y otras veces veo y palpo que los principios huelgan, que sólo tienen valor las formas. Nada, nada: que vivimos en un mundo deshecho ó por hacer; que somos ó los grandes demoledores, ó los grandes arquitectos de una sociedad.

Pues en el orden afectivo, aquella impresionabilidad que tantas censuras y chanzas me ha valido de tí, también se ha recrudecido en vez de corregirse. No olvidaré lo que te ha dado que reir esta facilidad mía para prendarme locamente de una mujer cualquiera, apenas vista y tratada. Cierto que la exaltación dura poco; pero reconozco que es peligrosísima. El caso se ha repetido en esta época, no sólo con respecto á mi prima (aquí la cosa es algo más seria), sino con personal de menor cuantía. Omito la relación de mis súbitos incendios para evitar tus burlas.

Hace tiempo me recomendabas el trabajo mental, no precisamente la erudición, sino la labor literaria, y veo que en tu última carta insistes en la receta, como norma de disciplina contra la versatilidad y el repentinismo. No hay quien te apee de esto, y sostienes que soy ante todo hombre de imaginación, y que sólo en el terreno del trabajo artístico he de poder fundar algo. ¡Qué disparates se te ocurren! ¡Yo imaginar, yo que me he pasado cinco años haciendo cuentas, ordenando papeles, destruyendo embustes y aclarando derechos! La idoneidad que revelé entonces para la aritmética práctica y para las menudencias vulgares de la vida; la paciencia de laborioso insecto que entonces mostré, prueban mi ineptitud para empresas de vuelo más alto. Quien trabaja en la obscuridad como la carcoma, no sabe remontarse á las nubes como el águila. Si yo intentara lo que me recomiendas, verías qué engendros miserables y enfermizos saldrían de padre tan estéril.

Y á otra cosa. Hace dos noches tuve una conversación muy interesante con Augusta. Parecióme que ella misma la había buscado, con habilidad suma, como se busca y provoca una explicación Preguntóme no sé qué... estábamos solos en su casa... respondíle lo que me pareció bien, y ella pasó discretamente una especie de revista á casi todas las personas que habitualmente componen su tertulia. Al llegar á Malibrán bajó la voz, como quien revela un secreto, y me dijo: «Tengo que advertirte que Cornelio es persona muy solapada y de muchas conchas, y hay que tener cuidado con él.» Como yo le dijera que pensaba lo mismo, ella añadió: «Á mí, personalmente, no me ha hecho ninguna mala pasada; pero sé de él, por referencia, cosas que me le pintan de cuerpo entero.»

Esta breve monografía, hecha con acento de profundísima verdad, me consoló mucho. Era como una satisfacción, y la agradecí con toda mi alma. En aquel momento se me disiparon de la mente las frasecillas que había preparado días antes para echárselas á la cara si ocasión propicia se me presentaba para ello. Y aun recordándolas no las hubiera proferido. ¿Qué era? Ya lo adivinarás. Una declaración habilidosa y galante, con su poco de hipocresía. Yo había pensado decirle: «Augusta, aspiro ser el primero de tus amigos, nada más que amigo; pero el primero. Y si algún día quiere Dios que ames á alguien, aunque sea poco, pido el ascenso inmediato, ó sea pasar del primer puesto de la amistad al escalafón del amor.» De esta sutileza estaba yo muy satisfecho. Pues has de saber que después del diálogo que he referido, infundíame la mujer aquélla tanto respeto, que no hubiera osado traspasar la línea por nada de este mando. Y aun hubo algo que me contuvo más dentro del terreno de las conveniencias, porque me habló de su marido, á propósito de un asunto que trataré á tiempo; y tales elogios hizo de él y con tanta sinceridad ensalzó sus grandes prendas, que admiré sin rebozo aquella exaltada demostración de cariño conyugal. Acabó por decirme: «Ni tú ni nadie que no le trate con la mayor intimidad, puede saber todo lo bueno que es Tomás. Es como una mina inagotable, y mientras más se ahonda en ella, más oro se encuentra. Ya ves la fama que tiene de honradez, y lo que se cuenta de su nobleza de carácter, de cómo practica la caridad y todas las virtudes. Pues la fama se queda corta. Créelo, no tiene semejante, y esta sociedad no se lo merece.»

Lo decía con tanto entusiasmo, que me anonadó, Equis amigo. La impresión que saqué de este diálogo fué altamente favorable á la hija de Cisneros. Se me representó como un sér á quien se ofende sólo con la sospecha de impureza, y ante quien no debemos ni podemos sentir más que un delicado y caballeroso acatamiento. ¡Y qué mona estaba aquella tarde! que luego se hizo noche, pues si la ví al principio á la luz del crepúsculo, pronto su cara y su elegante traje se me presentaron vivamente iluminados por la luz artificial. El vestido era de seda, rayas blancas sobre azul turquí, y no olvidaré su indolente postura en uno de esos blandos muebles que llaman puff, torcido el cuerpo de modo que á veces presentaba hacia mí la cara, el costado y las rodillas. Doblaba los brazos de un modo que parecía enroscárselos en el cuerpo, y en un cambio de actitud ví una mano, con brazalete en la muñeca, que asomaba por la espalda. No te exagero. No vayas á creer que esta flexibilidad desengonzada que te pinto acusa falta de señorío ó dignidad. Es que... verás... no sé cómo decírtelo. No hay mujer que, como mi prima, parezca en ocasiones tan formada de pedazos mal unidos, ni figura que se desbarate más, para componerse y ajustarse luego en términos que resulta airosa por todo extremo.

El encargo que me haces de que te describa la casa de Orozco, con todo lo que hay en ella, fondo y forma, añadiendo un croquis de los tipos diversos que la frecuentan, no lo puedo desempeñar en esta carta. ¿Sabes la hora que es, hijito? Las doce de la noche. Llenas están ya de mis garabatos seis carillas, y economizo las dos restantes para no acostumbrarte mal y curarte de malos vicios. Duerme si puedes, que yo me acuesto y voy á soñar con las espirituales bellezas de la Rectificación de listas electorales. ¡Dichosa enmienda, y quién me habrá metido á mí á proponerte y apoyarte!...

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