XI

15 de Diciembre.

¿Sobre qué quieres que te escriba hoy, animal? Vamos, decídete pronto, porque si insistes en que te mande la fotografía de la casa de Orozco, te privarás de otro regalo que te tengo preparado y verdadera golosina que ha de saberte á gloria. ¿No adivinas lo que es? Tonto, mi discurso apoyando la famosa enmienda. Vamos, apuesto mi cabeza á que, entre la relación de aquel gran suceso parlamentario y la pintura de una familia, has de optar por lo primero, pues un discursazo como el mío es cosa nueva en la historia del mundo, y sabe Dios cuándo nos veremos en otra.

Ya sabes el sentido de la enmienda, la cual sólo ha sido un pretexto para lanzarme. Nada más cómodo para un ensayito fácil de la palabra. Se prepara uno bien; se pone de acuerdo con el individuo de la Comisión que ha de contestarle, y esta connivencia permite hacer una rectificación lucida. Á pesar de lo bien dispuesto que estaba, era tal mi temor, que minutos antes de comenzar habría dado mi investidura de diputado por verme libre de tan angustiosa incertidumbre. La idea de que pronto tendría que levantarme delante de tanta gente guasona, y romper á hablar, me ponía carne de gallina. «¿Cómo sonará mi voz aquí—me decía yo, lleno de perplejidad,—y de qué manera moveré estos malditos brazos, que no sé para qué han de servirme?» En vano quería consolarme, pensando que la mayor parte de los que allí hablan lo hacen bastante mal, sin que á nadie choque su falta de medios oratorios, y que es preciso llegar al colmo de lo extravagante y mamarracho para señalarse y provocar la risa.

Cuando llegó el instante fatal y oí la voz del Presidente concediéndome la palabra, tuve ganas de echar á correr, diciendo: «Si yo no he pedido palabra ninguna, ni me hace falta para nada.» Me levanté, no obstante, con un arranque de firmeza, sostenido por la idea del honor, como quien va á batirse; y mirando yo no sé para dónde, y moviendo los brazos yo no sé de qué manera, dije que era difícil por todo extremo mi situación en aquel momento, y luego no sé qué más, y... ¡otra! que no iba á hacer un discurso. Pasado un momento angustioso, durante el cual creí notar cierta curiosidad en las caras de los que estaban cerca de mí, parecióme que mi exordio caía en la Cámara en medio de la mayor indiferencia. Era todo lo que yo podía desear; y esto, lejos de desanimarme, dióme cierto aplomo. Pero la palabra se me rebelaba. Los conceptos que estudiados llevó se me trabucaron, y el hilo de la sintaxis se me enmarañó de tal manera, que hube de cortarlo repetidas veces para poder seguir. Observé que muchos padres de la patria cogían el sombrero y se marchaban. Mejor: mientras menos fueran á oirme, con más desembarazo me desenvolvería yo. Allí enjareté mis argumentos como Dios me dió á entender. Véase la clase: «Yo no traigo á este debate ninguna idea nueva; traigo una convicción profunda, traigo la rectitud de mis intenciones, traigo el firme deseo del bien general, traigo... (No recuerdo bien qué más cosas traía.) Si no llevo la convicción á vuestro ánimo, cúlpese á mi falta de medios oratorios, no á la idea que sustento; idea patriótica, señores; idea justa, idea práctica.»

Pero, por más que intentaba dar calor á mi acento, no advertí en ninguna cara señales de convicción, ni aun de que dieran importancia á lo que yo decía. Mi voz no debía oirse desde una distancia regular, porque al principio me dijeron: más alto, y tuve que esforzar la voz. Como mis dignos compañeros, salvo los amigos que me rodeaban, preferían oirme desde los pasillos, me dirigí á los taquígrafos para que tomaran bien el discurso y no perdieran sílaba. Daba también, de tiempo en tiempo, mis palmetazos en el pupitre, para expresar mi indignación contra el pícaro artículo que enmendar quería. En las paradas, y cuando me refrescaba el gaznate con un sorbo de agua y vino, los amigos que estaban detrás me decían: «Va usted muy bien, pero muy bien.» Y yo, deseando concluir, volvíame con disimulo para consultarles. «¡Qué mal lo estoy haciendo! ¡Qué plancha me estoy tirando!» La bondad de aquellos leales colegas me envolvía, para confortarme, en nubes de incienso. Detrás de mí sonaba sin cesar esta frase: «Admirable... pero muy bien...» Por último, los amigos colmaron su benevolencia diciéndome: «Acabe usted ya; redondee, redondee... Basta, basta ya...» En efecto: ya había dicho toda la substancia y me estaba repitiendo. Pero no acertaba con una conclusión airosa. La que había pensado se me escapó del magín y subídose al techo, y yo, por más que miraba para arriba, no la podía pillar. Por fin, Equis de mi alma, dando tropezones y recordando confusamente que mi olvidado final era cosa de la patria, echó mano de esta idea, como el nadador que envuelto por las olas ve un palo á que agarrarse, y salí... Salí diciendo que no podría rechazarse la enmienda sin dar una bofetada, á la patria. No, no fué así: dije que... en fin, no sé lo que dije; sólo sé que me senté y que todos los que estaban á mi lado y detrás de mí me felicitaron con efusión, apretándome la mano. «Muy bien, muy bien. Á poco que usted se ejercite, será un gran orador. Ha estado usted intencionado, intencionadísimo y contundente.»

El de la Comisión que me contestó hizo su exordio felicitándome y felicitando al Congreso por la gallarda prueba que yo había hecho de mis facultades oratorias, y á renglón seguido refutó mi elocuentísimo discurso, diciendo que yo había explanado con extraordinario talento y con pasmosa erudición una teoría inadmisible. Echóme la mar de flores llamándome su particular amigo, y una de las personalidades más conspicuas de la Cámara. Rectifiqué, según lo convenido, y estuve bastante más sereno y despabilado en la rectificación que en el discurso: le devolví sus flores con creces; nos estuvimos incensando un gran rato, conviniendo los dos en que éramos muy grandes oradores y que nos inflamaba el más ardiente patriotismo; retiré mi enmienda, y á vivir. En los pasillos me felicitaron todos calurosamente, aun aquéllos que se habían largado de los escaños apenas empecé á hablar. «Ha estado usted muy bien... Yo no le oí todo el discurso, porque tuve que salir... ¡Caramba, que hay buenas explicaderas...! Tiene usted grandes facultades, y es lástima que no las ejercite... Muy bien, amigo Infante... Venga un abrazo. Me han dicho que estuvo usted acertadísimo y muy lógico, sobre todo muy lógico.» Sin pagarme mucho de estas alabanzas, que yo he prodigado mil veces á varios Demóstenes de pega, fuí al Diario de las Sesiones á corregir mi discurso, mejor dicho, á rehacerlo, y lo dejé como una seda, tan diáfano y con una sintaxis tan redondeada, que si algún día se me antoja leerlo, tendré que decir: «Mascarita, no te conozco.» En todos los periódicos ministeriales, y aun en los de oposición, leerás que he revelado no comunes condiciones oratorias. La noticia me ha cogido muy de sorpresa; pero te aseguro que no caeré en este lazo que tiende á mi vanidad la adulación. Sigo creyendo que lo hice muy mal, y que la única elocuencia que debo cultivar es la del silencio.

Mi prima no fué á la tribuna, porque tuve buen cuidado de engañarla respecto al día de mi estreno. Por ningún caso quería que me oyese, temeroso de que su presencia me hiciera perder pie. Pero tan á mal ha llevado el quiebro que dí á su curiosidad, que no quiere perdonármelo. Anoche, cuando todos en su casa me felicitaban, empeñóse en chafarme el triunfo, asegurando saber, por conducto de un ministerial, que no dije más que vulgaridades; que mis movimientos eran torpes y desmañados, y que los pocos que se resignaron á oirme se durmieron... Con estas bromas me estuvo asaeteando toda la noche, y noté en ella algo de ira ó despecho por no haber oído mi speech.

Ya que la tengo otra vez en el pico de mi pluma, voy á referirte algunas particularidades suyas para que, desde ese escondite donde estás, la conozcas y la veas tan claramente como la veo y la conozco yo. No sé si te he dicho ya (y si lo dije lo repito ahora, porque es muy importante), que mi prima se aparta bastante de las ideas y de los gustos de su dichoso papá. Se le parece en que tira siempre á sacrificar la verdad al ingenio, y á despreciar los dictados del sentido común, prefiriendo la originalidad á la certeza, y poniendo el chiste por cima de toda idea de justicia. Pero fuera de esto, nada hay de común entre hija y padre. Augusta profesa á las tablas del siglo XV un odio casi africano, y hace de ellas graciosas caricaturas habladas y aun dibujadas, pues cuando está de vena, coge un lápiz y te parodia con cuatro rasgos aquellos santos rígidos, con las caras afligidas, las manos como palmetas, las posturas imposibles, los paños duros, aquellos fondos arquitectónicos sin perspectiva ni proporciones, aquellos animales toscos como los que pintan los chicos. Dice que de la colección de su padre apartaría dos docenas de cuadros, y lo demás lo haría astillas, si la estolidez humana no le diera un precio convencional.

Aun tratándose de pintura buena, se permite atrevidas salvedades: sostiene, sin temor á los aspavientos de Malibrán, que la aburren los cuadros de santos, la poca variedad de los asuntos, el amaneramiento de la idea, el convencionalismo de las composiciones, que vienen á ser como un estribillo que se ha oído centenares de veces. Hace gala, siempre que sale á cuento, de sus doctrinas iconoclastas en materias de arte; gusta de verse sola defendiendo contra todos la originalidad de sus opiniones, y se declara partidaria ardiente de la pintura moderna, asegurando que prefiere un buen cuadrito de género intencionado y vivo, un buen estudio realista y jugoso, á las cacareadas obras maestras de la pintura religiosa. De lo que llamamos clásico, le gusta más un retrato de Moro que todas las visiones celestiales de fra Angélico, y más un dedo de cualquier figura de Velázquez que todo Rafael. Esta independencia, un tanto afectada, del gusto, le habría ocasionado algunas desazones con su padre, si no cuidara de atenuarla ante él. Disimula, pues, por respeto y cariño; pero con los amigos pone cátedra de heterodoxia, ¡y qué cátedra, Equisillo!

En la casa de Orozco están representadas visiblemente las ideas de su ingeniosa dueña, y fuera de dos ó tres retratos anónimos atribuidos á Pantoja, y un Murillo (Malibrán dice que es Tobar), no hay en ella un cuadro antiguo ni para un remedio. Allí no verás más que pinturas frescas, nuevecitas, de buena mano, firmadas por García Ramos, Jiménez Aranda, Mélida, Martín Rico, Domínguez, Román Ribera, Sala, Beruete, Plasencia y otros muchos; escenas andaluzas ó madrileñas, tipos gitanescos, militares, marítimos, cabezas elegantísimas, grupos parisienses, majas, y además paisajes muy lindos, imagen exacta de la Naturaleza. Declarándome previamente sin ninguna autoridad, y reconociendo mi ignorancia, te declaro, con la rudeza de un bruto, que me entretiene mucho más la colección de mi prima que la de Cisneros.

Tengo que añadir un perfil á la figura, diciéndote que es muy apasionada del estilo Luis XV y del barroquismo como arte decorativo. Posee un sin fin de cacharros de gran precio, cornucopias y marcos de talla dorada muy hermosos. Cierto que el Luis XV no tiene sustitución posible para decorado de salones elegantes; pero Augusta extrema su preferencia, afectando no entender las bellezas de la ornamentación arábiga, detestando lo gótico, y sosteniendo que todo lo griego está muy bueno para cementerios.

Algo más tengo que decirte, que sería como ampliación de estas ideas y gustos de mi prima en terreno muy distante del artístico; pero las guardo para mejor ocasión, y acabo esta dándote las buenas noches.

¡Ah! se me olvidaba un perfil; pero te prometo empezar con él mi próxima.

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