XIX

8 de Enero.

¿Pero es broma ó qué es? Dices que vas á dar mis cartas para el folletín de El Impulsor Orbajosense, ¡arre! ilustrado periódico de esa localidad, órgano de los intereses materiales y morales, etc. ¿Sabes que tendría gracia? Pero aun variando los nombres, la broma sería tan pesada, que no habría más remedio que retarte en duelo á tí, y poner las peras á cuarto al cojo ese que dirige el papel, y que me tiene tan mala voluntad desde que le quité la Administración de Loterías para dársela al marido del ama que me crió á sus castos pechos. Basta de guasas, Equisín; no me irrites, no me cosquillees con tus chirigotas maleantes; mira que estoy echando chispas, y si llego á estallar... ¡Dios mío, cómo me he puesto! Si me pica una pulga, creo que me ha mordido un perro rabioso; si tengo que cerrar una puerta, doy con ella tan fuerte golpe, que se estremece todo el Hotel; si la pluma con que te escribo saca un pelo, ¡zas! la estrello contra la mesa; si tengo que llamar, echo abajo la campanilla y se me enredan en el cuello cuatro varas de alambre; en fin, estoy hecho una fiera. Me muerdo á mí mismo, y por no poderme soportar, me mando á paseo, dándome de puntapiés.

Y lo que me pasa no es para menos. Tú, con esa flema que Dios te ha dado, estarías tan fresco. No truenes contra mi repentinismo: cada uno es cada uno. Mis afectos propenden á la amplificación, y cuando gozo ó padezco paréceme que en toda la anchura del mundo no caben mi placer ó mi martirio. No me enfado nunca á medias. Si riño con un amigo, despídome de él para siempre. Siéntome niño en mis dolores y en mis alegrías. La ligera ofensa se me hace mortal agravio. Tengo miedo á enamorarme, porque fáltame asiento en la voluntad, y voy como buque sin lastre en un mar agitado: á cada tumbo me parece que veo el abismo abierto á mis pies. ¡Por qué no nacería yo en tiempo de los frailes para meterme á motilón y vivir en dulce uniformidad, sin pasiones, sin estímulos, hecho un honesto marmolillo y un mano inconsciente!

Como esto siga así, ya puedes encomendarme á Dios. Esa cruel nereida, perdona el clasicismo, va á acabar con tu infeliz amigo. Sigue en sus severidades, echando cada día sobre lo que llama mi capricho, jarros y más jarros de agua frapée, moral pura de la más cargante y trasnochada, de la de catecismo con preguntas y respuestas. Á veces creo que me ha tomado á mí por cabeza de turco, para ensayar la fuerza y empuje de su virtud, y hacer gala de ella ante el mundo. Estas virtuosas me fastidian. Paréceme que no son virtuosas por la satisfacción de serlo, sino por ganarse un premio en el Derby de la honestidad.

La resistencia ha redoblado mis anhelos hasta un punto de que no tienes idea. Muéstrome exaltado, y nada: calabazas más gordas que la primera vez. Hágome el desdeñoso, y en seguida me conoce el juego: calabazas como la copa de un pino. Le ruego que me permita besarle una mano, ósculo de amistad, puro como la caricia de un niño, y me despide con una displicencia que anonada. Cuando trata en solfa mis pretensiones, menos mal: lo llevo con paciencia. Pero cuando me pone el hociquillo de virtud, créelo, le pegaría... Despedido, me voy y vuelvo con cualquier pretexto, y entonces me presenta á la preciosa Estefanía, como un santero presenta la reliquia para que la adoren los beatos. Esta niña es hija de Calderón, y Augusta la tiene casi siempre en casa, y la mima y agasaja como si fuera suya. La chiquilla es monísima: marido y mujer se consuelan con ella de la pena de no tener sucesión. Pues, como te digo, me la pone delante, sentándola sobre sus rodillas, y con la crueldad más salerosa del mundo, dice: «Bésame á ésta, bésamela todo lo que quieras.» Y yo me la como; la beso tanto, que la hago llorar. Adoro el santo; pero lo que á mí me gusta es la peana. ¡Ay, qué peana!

No tengo ganas de escribir más esta noche. Vete á los infiernos, tonto, majadero, á quien por vivir en Orbajosa debo llamar harto de ajos.

Sigo la que empecé. Hay novedades, amigo Equis, pero grandes novedades. Trátase de un caso extrañísimo, que por su calidad y transcendencia merece tu examen. Anoche tuve una revelación. ¿Crees tú en las revelaciones? ¿Crees tú que cuando dormimos, ó cuando nos hallamos en ese estado psicológico fronterizo entre el sueño y la vigilia, estado en que se confunden la estupidez y la perspicacia, puede venir un espíritu á ingerirnos en el cerebro una idea, ó á murmurar en nuestro oído palabras que son la cifra de un misterioso enigma? De fijo no lo crees. Yo tampoco lo creía, y ahora sí: creo en el Ángel de la Guarda, ese bondadoso, invisible amigo que velaba nuestra cuna cuando éramos nenes, y que, de hombres, nos visita alguna vez para resolvernos un grave problema de la vida, para señalarnos un sendero en la intrincada selva donde nuestra insegura voluntad se ha perdido. ¿No recibiste alguna vez ese soplo sobrenatural, revelación que por la claridad con que se te hace no puedes tener por obra de tu propio espíritu, sino por aviso de alguien superior y externo?

Pues verás: acostéme caviloso y con el cerebro lleno de nieblas. Dormí no sé cuánto tiempo sin soñar nada. Desperté de súbito, cual si me clavaran un aguijón; desperté con una idea que había brotado en mi mente como el fulminante que estalla. La idea era ésta: «Augusta no es honrada; Augusta tiene un amante.» ¡Ay! lo sentí bajo mi cráneo, no como pensado, sino como sugerido, casi casi escuchado. Me alucinó hasta el punto de creer que alguien estaba allí, y de sentir el calor de una cara junto á la mía. Encendí la luz; temblando, revolví mis miradas por la alcoba. Excuso decirte que no había alma viviente. Llama á esto, si quieres, fenómeno cerebral; pero confiésame que la idea que produjo no es una idea mía, sino partícula del saber total, venida á mí por medios que no están á mi alcance. Hay que distinguir cuándo funciona nuestro cerebro de por sí, y cuándo engranado en la máquina inmensa del conocimiento universal. ¿Qué? ¿te parece esto una sutileza? No puedes juzgarlo, porque no has experimentado como yo el choque inenarrable del rayo celeste al horadar el hueso en que se encierra nuestra mente. La recepción de la verdad no puede confundirse nunca con la emisión de una idea propia. Desconoces el lúcido entusiasmo que el fenómeno produce, la fe tenaz que enciende en nuestra alma. Puedo asegurarte que desde aquel instante mi convencimiento fué tal, que la evidencia y la comprobación no lo habrían producido mayor. Ni me hacen falta testimonios para creer y sustentar lo que sustento y creo á puño cerrado, como afirmamos nuestra propia existencia. Excuso decirte que no volví á pegar los ojos en toda la noche. Me la pasé recordando pormenores y trayéndolos á la corroboración del hecho, no porque éste, á juicio mío, necesitase pruebas, sino por puro entretenimiento de la mente, que se recrea en la lógica como los ojos gozan en la claridad de un hermoso día. ¡Ay, Equisillo! ¡qué amarga satisfacción la de hallar la conformidad entre el hecho revelado y las menudencias que acudían á mi memoria, como testigos impacientes por declarar en un proceso! Cosas que antes me parecieron raras, parécenme ahora lo más natural del mundo.

Te conozco bien, y porque te conozco, recelo que mis psicologías no te resulten sensatas; pero no me importa. Crees que estoy febril cuando esto escribo, y no es verdad. Esta madrugada sí lo estuve, y también parte del día, y un buen rato de esta noche; pero me he serenado como por ensalmo, y escribo ahora con relativa frialdad. Te contaré todo lo que me ha pasado hoy, para que veas cuánto se emprende en término de un día.

Vamos despacio. Almorcé solo; esquivé antes y después del almuerzo ocuparme de asuntos del distrito. Estuvo aquí una Comisión, que ha venido de ese inmundo poblacho á gestionar la consabida rebaja de los consumos, y no quise recibirla pretextando enfermedad. No fuí á Gobernación, á donde me llamaba un asunto de muchísimo interés... para los de Orbajosa. ¡Figúrate tú qué me importará á mí ni á nadie que sea nombrado don Juan Tafetán secretario del Juzgado municipal, en vez de serlo don Paco Cebollino, de la noble familia de los Licurgos! ¿Crees que la armonía del Cosmos se alterará porque la fuente de los Chorrillos corra ó deje de correr, ó porque la carretera de Valdegañanes pase ó deje de pasar por la finca de don Cayetano Polentinos? En medio del desdén que estos problemas locales me inspiraban, ocurrióseme visitar á Cisneros. Tres días hacía que no pasaba por allí, y el buen señor no se conforma con estar tanto tiempo sin verme. Yo también echaba ya de menos el recreo de su charla, la saludable expansión que en su casa tiene siempre mi ánimo, con aquellas teorías tan chuscas y originales. Envuelto en su bata roja, mi padrino estaba aquel día entregado á la administración, y trabajaba con el escribiente, tirándole de las orejas á cada descuido, y encontrando siempre muy mal todo lo que el pobre muchacho hacía. Hablóme de lo que goza ordenando sus cuentas; quejóse de las contribuciones; puso de vuelta y media al Gobierno porque no las reduce; díjome que pocos propietarios pagan al Fisco tan puntualmente como él, y que lo más sensible es que, pagando tanto, los servicios del Estado sean tan perros. De los municipales no hay que hablar. Duélese de que tributa enormemente por su propiedad urbana, y... «mira qué calles, qué gas tan malo, qué policía tan detestable. ¿Querrás creer que por no satisfacerme el servicio de seguridad, tengo yo un sereno mío que me custodia la finca? Si así no fuera, no podría dormir tranquilo en este barrio tan próximo á los del Sur, infestado de ladrones.»

Tú dirás que á qué viene esto. Creerás que es para señalarte la contradicción entre el proceder eminentemente conservador de don Carlos y sus ideas disolventes. No, no es eso: ya hemos convenido en que la palingenesia política de mi tío es pura fanfarria, un papel para recitarlo y hacerse aplaudir en sociedad. Cuéntote estas cosas por otra razón. Verás á dónde fué á parar el ingenioso Cisneros. «El hombre más feliz—me dijo al fin,—y estoy por decir que el más sabio de España, es nuestro amigo Federico Viera, que no paga contribución y vive como un príncipe; que no tiene nada que administrar, ni hace jamás un número, y con sólo mirar una carta y ver lo que sale, ha sabido arreglarse su modo de vivir. No necesita tener ninguna clase de moralidad para que el mundo le aprecie y le mime, porque su talento, su buena figura, su educación, lo suplen todo. Come en las mesas de éste y el otro, que todavía le agradecen que acepte un puesto en ellas. Sus acreedores no se atreven á molestarle, porque saben que les saldría peor la cuenta. Va á todos los teatros sin comprar localidad; y para colmo de ventura, el ramo de mujeres no le cuesta un maravedí, porque siempre habrá, entre las de sus amigos, alguna que le ofrezca platito sabroso y gratis en el festín del amor. Es mucho hombre el amigo Viera. Yo se lo digo siempre: Eres el ciudadano del siglo XXI, de ese siglo en que todo será común, hasta las mujeres.»

Oí á mi padrino, y quedéme aturdido como quien recibe un fuerte golpe en la cabeza. ¡Otra revelación teníamos! Te reirás de mí todo lo que quieras; pero yo no me vuelvo atrás de lo dicho. Mensaje superior fué aquello, complemento del que recibí de madrugada, al despertar de un sueño profundo. Oirlo y creer, como creo en la luz, que el amigo Viera es... Ya habrás comprendido: me repugna tanto la idea, que hasta me resisto á escribirla. Sí, bien claro estaba. ¡Qué estupidez no haberlo comprendido antes!... Pero así, por súbitas, inesperadas referencias, se nos revelan las verdades que se ocultan al conocimiento general. La casualidad, una voz, una cita, un nombre, son el rayo de luz que esclarece todos los misterios.

Tanta fué mi inquietud, que no supe ni encontrar un pretexto para despedirme bruscamente de mi padrino y echar á correr. No recuerdo bien lo que le dije, y salí como alma que lleva el diablo. Una resolución súbita me enardeció el ánimo, y había que ponerla en ejecución al instante. Tomé un coche y me planté en casa de Federico. Yo no sabía cómo decírselo; pero sí que se lo tenía que decir, y que si no se lo decía reventaba.

Encontréle en la cama, y le acometí sin preparación, diciéndole: «Federico, tengo que comunicarte una idea; tengo que hacerte una pregunta... Vengo á que me saques de cierta duda... No, no es duda, es evidencia: necesito que corrobores... que corrobores...» Mirábame con asombro y susto. Nunca me había visto descompuesto y agitado como hoy lo estaba. Su sorpresa le hizo enmudecer algún tiempo. Yo me expliqué mejor. Te referiré en dos palabras el diálogo aquél, que bien merecería lo escribieras tú, porque, francamente, fué dramático hasta no más. No anduve con rodeos para confiarle la pasión que me hacía infeliz y el fracaso de mis anhelos. Él dudaba que la pasión fuese tan honda como dije, y en cuanto al fiasco, no vaciló en tenerlo por natural. Cuando le expresé mi convicción contraria á la honradez de Augusta, parecióme que se nublaba su frente, que le ofendían mis palabras, y que se violentaba para no obligarme á una retractación. «Ceguedad tuya—me dijo,—monomanía, locura razonante.» Yo no podía probar lo que tan vivamente creía, y falto de argumentos fundados en hechos, tenía que emplear los de mi fe, incomunicable sin duda. Nuestro diálogo se acaloraba, y de improviso le apreté un brazo diciéndole con voz descompuesta: «Tú eres, tú eres...» Y no sé qué más dije, no sé qué sarta de palabras salió de mi boca; frases violentas, injuriosas quizás, inflamadas por la convicción. Pero no pude menos de sentirme cortado ante la frialdad con que Federico me oía. Observé su rostro perfectamente tranquilo, inmutable, y en sus ojos no brilló ni el más leve destello que delatara una conciencia intranquila. Soltando después una risa franca, no enteramente burlona, más bien compasiva, díjome estas cariñosas palabras: «Es preciso que te pongas en cura, pero pronto, antes que el mal te coja toda la cabeza... Manolo, tú estás muy malo. Te aconsejo la rusticación. Vete á Orbajosa por una quincena, y sanarás. Eso no es pasión verdadera, es una crisis de voluntad contrariada, y una chafadura del amor propio, males ambos que en las grandes poblaciones son una verdadera epidemia. Unos días de campo te pondrán como nuevo.»

Á pesar de su humorismo, y de la perfecta tranquilidad, superior á todo disimulo, que su semblante revelaba, insistí; y él entonces, poniéndose muy serio, me dijo: «Si una declaración mía formal no te basta, no sé qué puedo hacer. Te juro que estás en un error. Y aunque los juramentos estén pasados de moda, me veo en el caso de jurar, por lo que valga. Te juro que no hay nada de lo que sospechas. ¿Lo crees? Bueno. ¿No lo crees? Allá tú.» Y después de otras cosas que no han persistido tan claramente en mi memoria, añadió esto: «Todo lo que hay en aquella casa es sagrado para mí.»

Y ahora, Equis mío, no te alborotes si te digo que Viera me convenció. Toda esta tarde, mientras estuve en su compañía, viéndole lavarse y vestirse, mi espíritu no cesó un instante de machacar en la misma idea, como herrero en la forja. La segunda revelación parecíame fallida; pero la primera, la del despertar, aquélla no había quien me la quitase. Federico lo intentó con hábil dialéctica; pero nada pudo conseguir. Yo discurría así: «Lo que es éste no es; pero será otro, y ese otro, ¡vive Dios! yo lo he de encontrar.»

Salimos y paseamos juntos. Federico se permitió darme bromas sobre aquel caso; yo me sentí un tanto ridículo, fingíme aliviado del mal de amores, y aun me burlé un poco de mi desvarío, atribuyéndolo á mi carácter impresionable. No comimos juntos aquella noche. El se fué no sé á dónde, y yo al hotel de Cícero. Luego fuí á casa de Orozco y me encontré á éste con un fuerte catarro, por lo cual su mujer no quería ir á la reunión de San Salomó; él la instaba para que fuese, y me suplicó que la acompañara. Por fin se decidió. Vistióse en un momento, y salimos. Al entrar en la berlina, yo no me encontraba muy satisfecho, porque, de no ser amante, el papel de sigisbeo, aunque en el mundo sea un papel envidiable, á mí no me agrada.

«Me ha contado papá que hoy estuviste en su casa—díjome Augusta cuando la berlina echó á andar,—y que parecías medio loco.»

La contestación en el próximo número. Ya no veo lo que escribo, de cansado que estoy. Buenas y santas.

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