XX

10 de Enero.

¿Qué tal? ¿Te resulta esto divertido, ó te parece extravagante, empalagoso, digno sólo de figurar en el folletín de El Impulsor Orbajosense? Vamos, me ha hecho reir tu idea de que podría publicarse, trocando los nombres por otros extranjeros, suponiendo la acción en Varsovia y anunciando á la cabeza que es traducción del francés... Cállate la boca, ó te estrello. ¡Publicar esto... vamos, ni aun con tales disfraces! Además, si como representación de hechos positivos pudiera tener algún interés para los conocedores de las personas que andan en el ajo, como obra de arte resultaría deslucido, por carecer de invención, de intriga y de todos los demás perendengues que las obras de entretenimiento requieren.

Quedamos en que nos metimos ella y yo en la berlina. Bueno. Nunca me había parecido tan guapa como aquella noche. Vestía... Aquí de mis apuros. Soy tan torpe para describir trajes de señoras, que cuando lo intento digo los mayores disparates. No sólo ignoro los nombres de ésta y la otra prenda, y de las distintas formas de toilette, sino que confundo los nombres de las telas. Está visto que para revistero de salones no sirvo yo. Sólo te diré que estaba elegantísima, que llevaba abrigo de pieles, que el peinado... ¿Cómo lo diré si no doy pie con bola en estas quisicosas? Pues llevaba el pelo recogido hacia arriba formando un pico, y en éste una joya, algo que echaba chispas cuando mi ingrata movía la sin par cabeza. ¡Ah!... se me olvidó: el pelo ligeramente empolvado. Los guantes eran claros, de muchísimos botones; eso, eso, la mar de botones. Cuando entré, ya los llevaba puestos. Yo habría deseado que no, para ayudarle en la operación de abrochárselos. En el pecho una flor, rosa... no diré que amarilla; pero amarillenta, sí. Nada de escote, chico. Y en la fisonomía, ¡oh, desventura! en el resalado hociquito, nada que me alentara, nada que me significara una promesa. Á lo que dije, contestóme severa, indiferente. Comprendí que mi juego era mostrarme tranquilamente resignado, y así lo hice, diciéndole poco más ó menos: «Descuida, que ya no te molesto más. Me he convencido de que es una insensatez pretenderte... Cuando se llega tarde, no hay más remedio que tener paciencia. Y mi sino es llegar siempre tarde. Otro más feliz que yo ha merecido lo que á mí se me niega...»

Creí notar inquietud en su mirada. Fué como un relámpago. Volvió la cara para mirar hacia fuera, y después de una enfadosa pausa me contestó así:

«Hay que dejarte. Estás insufrible de tonto, de loco y de no sé qué.»

El coche había recorrido la calle Ancha, y atravesaba Chamberí para bajar á la Castellana por las casas de Indo. Densa niebla luminosa y blanca se aplanaba sobre Madrid. No se veían las casas ni los árboles. Las luces de gas, desvaneciéndose en la claridad lechosa, formaban discos, en algunos puntos teñidos de un viso rosado, en otros de verde. Augusta y yo observamos aquel fenómeno, y alguna observación hicimos acerca de él; pero en realidad lo que decíamos era un pretexto para ocultar nuestra turbación. No era yo solo el intranquilo y preocupado; ella también lo estaba. Me miró y me dijo: «No creí yo que fueras tan mala persona.

—Yo seré todo lo mala persona que quieras, Augusta; pero ello es que tú no te atreves á negar lo que he dicho, y aunque lo negaras, de nada te valdría, porque lo que sé de tí, lo sé, fíjate bien, como si lo hubiera visto.»

Observé en su boca y en sus ojos esa expresión particular de quien se esfuerza por tomar á risa lo que no es para reir. Mientras más contraía sus labios, más seriedad resultaba en aquel semblante.

«No me llames malo—le dije, estrechándole una mano, que no se atrevió á retirar de las mías,—ni temas que de mí pueda venirte ningún sinsabor. Si algo sé que tú quieres que ignore todo el mundo, hazte cuenta que soy como un muerto. No temas nada.»

¡Qué bien leí en su alma en aquel momento, aun sin verle la cara que hacia el cristal volvía! Su voz resonaba con timbre extraño al decirme: «¡Qué tontería!... ¡Si no te hago caso!»

Y hasta me pareció que su mano temblaba. Al través del guante, no sé qué estremecimiento de la epidermis me revelaba que la señora de Orozco me había cogido miedo. Y su miedo me permitió lo que nunca me había permitido su confianza: besarle la mano. «Augusta, yo estoy loco por tí. Me has hecho desgraciado para toda la vida...»

Y ella seguía observando la neblina, en la cual los discos luminosos, formados por la llama al desleírse en la humedad, crecían ó menguaban al paso del coche.

«Augusta, yo soy y seré siempre el primero de tus amigos, fervoroso, leal, dispuesto á sacrificarlo todo por tí, á evitarte cualquier pena. No me conoces, si supones que de mí, de mi indiscreción, motivada por el despecho ó los celos, te puede sobrevenir algún mal.»

Volví á besarle el guante. El miedo empezaba á disiparse en su alma, ó á ser vencido por otro sentimiento. Retiró su mano, diciéndome: «Paciencia necesito para oirte.

—Paciencia necesitamos todos—le contesté.—Seamos indulgentes unos con otros. La tolerancia es la norma de la vida. No te asustes porque me veas poseedor de tu secreto.»

Vuelta á mirar para fuera. Otra vez me tenía miedo.

«Te digo que no te asustes; no temas al mejor de tus amigos, al que se dejaría matar antes que hacer nada que te perjudique.»

Quiso sobreponerse á la zozobra que la dominaba, y me amenazó con su abanico.

«Mira que te pego.

—Pega, pero escucha.

—Estás cargante.

—No estoy sino sumiso. Te obedezco; no tengo más voluntad que la tuya. Soy tu esclavo. Algo más te pudiera decir; pero hemos llegado, y se acabó la función...»

Al volver á mi casa, desde la de San Salomó, me he puesto á escribirte. Son las tres de la mañana. En mi mente hay un gran barullo. Nada ví ni observé en aquella reunión que me dé la luz que necesito. Toda la noche me he sentido desorientado, estúpido á veces, á ratos tan excesivamente sutil, que he imaginado los mayores absurdos. Mi suplicio consiste en una interrogación que me causa ardores semejantes á los de la sed: «¿Quién será?» Porque Federico no es. Me lo juró en un tono tal de sinceridad, que no es posible creer que representara una comedia. ¿Será Malibrán? ¿Tendré que admitir ahora la hipótesis que antes deseché? El diplomático es hombre que debe poseer en grado supino la aptitud de seducir. Á la expresión delicada y soñadora de su rostro, corresponde lo agudo de un ingenio puramente florentino. Tiene, por su madre, sangre italiana; sabe fingir, adular, hacerse grato, componer su rostro. ¿Será Malibrán, Dios mío, y al arte de enamorar une el del disimulo con toda la perfección diplomática y maquiavélica?

Cuando perdía terreno en mi ánimo la candidatura, digámoslo así, de Malibrán, lo ganaban otras. Hasta se me ocurrió si será Calderón de la Barca, el pegajoso amigo de la casa, el papá de Estefanía. No: esto es inadmisible. Á Calderón le miran marido y mujer como un hermano... Sin embargo, podría ser... Al fin desecho á Calderón, y me fijo en otros: en un oficial de artillería, sobrino de las de Trujillo, muy buen muchacho; me fijo también en Villalonga... ¡Quiá! ¡Villalonga, gastado, lleno de canas... y tan poco apreciable moralmente!... Imposible, imposible. Busco otros; paso revista, analizo...

¡Qué problema, querido Equis! Pero yo digo que estos enigmas podrá no descifrarlos un investigador que se auxilia de la razón y la paciencia, pero un enamorado los descifra siempre. Yo lo haré sin que nadie me ayude, yo solo. Y no faltará, como en las sumarias de los crímenes, la feliz casualidad que, en un punto y hora, rasgue el velo de este endiablado tapujo.

Convengo contigo en que mi cabeza no está del todo buena. Lo confieso, hombre, si te empeñas en ello. Pero no me juzgues por lo que esta noche te escribo. Espera más noticias, y, sobre todo, espera la solución del acertijo, que no puede tardar. Abur.

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