XXX

5 de Febrero.

Asistí á la autopsia. ¡La de cosas que hay dentro de este mísero cuerpo humano! ¡Espantosa lección de anatomía! No la olvidaré mientras viva. El cadáver tenía varias contusiones y dos heridas de revólver: una en la frente, y otra en el costado izquierdo. En la primera, la bala atravesó el cerebro y fué á salir por la región occipital. Era mortal de necesidad. La segunda, que interesaba el hígado, también era mortal, aunque no de muerte inmediata. La bala había ido á incrustarse en una vértebra. Además, se observó una fuerte erosión en el brazo izquierdo, y los dedos de ambas manos desollados. Hubo, pues, lucha. Creo que no hay datos suficientes para probar el suicidio; pero veo al juez inclinado á admitirlo como un hecho. Ha tomado declaración á los habitantes de las covachas, y no resulta nada preciso. Es un cúmulo de testimonios vagos y contradictorios, que más bien sirve para confundirnos que para iluminarnos. La indagatoria de los porteros de las casas próximas tampoco ha dado luz. ¡Esto es morir!... Las lentitudes de la justicia y la falta de policía me desesperan. Se me ocurren mil recursos probatorios que de seguro darían resultado; pero ese juez, ¿en qué piensa?... Obraré por cuenta propia. De los pasos que he dado y que pienso dar para conocer la verdad por mí mismo, sin auxilio de polizontes, te enteraré oportunamente.

Déjame ahora seguir contándote. Cuando fuimos á la autopsia, el 3 por la mañana, nos encontramos á la Peri, sentada al pie del mismo árbol en que la habíamos visto el día anterior. Su cara descolorida y ojerosa revelaba cansancio y falta de sueño. Como que había pasado allí toda la noche la infeliz. Contónos que al fin había tenido valor para penetrar en el Depósito, pasito á pasito, procurando quitarse el miedo de un modo gradual. Acercóse despacio á la puerta; alargó la cabeza hasta que pudo distinguir un pie de Federico; después fué avanzando lentamente, viendo más, más á cada instante... hasta que su ánimo se robusteció y pudo arrostrar el espectáculo del cadáver completo, de pies á cabeza. Aun con estas precauciones, no pudo evitar una súbita emoción dolorosísima al verle la cara... y se cayó con un poquitín de síncope, y el guarda la tuvo que levantar. Mientras se lo permitieron, estuvo allí, rezando, según dice; después mojó un pañuelo en la sangre que destilaba del cráneo del difunto, y cortándole mechones de pelo, los guardó en otro pañuelo. Mostrábame estas reliquias mientras lo refería. Cuando el guarda la hizo salir, porque ya era tarde, sentóse junto al árbol, decidida á quedarse allí toda la noche, velando á su amigo de su alma. ¡El pobrecito estaba tan solo en aquel muladar, olvidado de todo el mundo! Daba dolor ver arrojado sobre aquella mesa, compuesta de una losa de mármol sobre cuatro patas de hierro, el cuerpo del hombre que había sido alegría y encanto de la sociedad. No lo dijo así la Peri, pero tal fué su idea. Recuerdo esta frase: «¡Y los otros allá, divirtiéndose, y quizás alegrándose de haberle quitado de en medio! ¡Canallas!»

Pues, como te digo, la noche entera pasó Leonor en campo raso, al amparo del olmo sin follaje, arrebujadita en su mantón. Á la madrugada, diéronle albergue los habitantes de un ventorrillo cercano; tomó un trago de aguardiente, después buñuelos y encima otro poquito de aguardiente. Con esto se entonó, y vuelta á la guardia. Al amanecer, no podía con su alma, de sueño, cansancio y pesadumbre. Todo esto nos lo contaba con ingenua naturalidad, sin dar importancia al plantón ni á las molestias del mal dormir en cama tan dura; y como el forense, á quien acompañábamos, se permitiese decirle alguna cuchufleta sobre la soledad en que se habían quedado sus amigos de Madrid aquella noche, contestó con gran desembarazo: que se fastidien, agregando á la frase un gesto sumamente expresivo. Enterada de que iba á verificarse la autopsia, se horrorizaba de pensar cómo le pondrían el cuerpo y la cabeza á su pobre amigo. «¿Y para qué semejante carnicería?—Más vale que te vayas—le dije yo,—que estas cosas son muy tristes.» Pero ella, haciendo propósito de no presenciar el desmoche, aunque se lo permitieran, dijo que no se retiraría á su casa hasta no dejar el cuerpo de su amigo en tierra sagrada, y echarle encima un buen Padre Nuestro.

Al salir del terrible acto médico-legal, la encontré en el propio sitio, llorando. Suplicóme que le contara los horrores que yo había visto; pero hallábame tan impresionado, que apenas pude complacerla. Su curiosidad me estimulaba á hablar, y hacíame preguntas que me dejaban frío. ¿Le abrieron la cabeza? ¿Qué tenía dentro? ¿Se había visto bien claro que era el mejor caballero del mundo?—No, mujer, eso no se puede ver.» Preguntaba luego si le habían sacado el corazón, y cómo era. Debía de ser, según ella, un corazón grandísimo, tan grande que no le cabía dentro... Me lastimaban tanto las candorosas interrogaciones de aquella mujer, como si sintiera en mis carnes las cuchillas del forense haciendo mi propia autopsia. Admiré en Leonor aquella fidelidad de perro, y la pobre mujer se engrandecía á mis ojos.

El entierro se verificó en el cementerio de San Justo. Fué Santanita representando á la familia, y con él dos personas á quienes yo no había visto nunca. Eran el marido de Claudia y el de Bárbara, ambos de catadura humilde. Habían dispuesto lo necesario para que el entierro fuera decoroso, y trajeron, en un coche de la Funeraria, todo lo que hacía falta para el caso. Por no ser posible vestir de nuevo el cadáver, le envolvieron en sábanas, dejándole descubierto el rostro, y nada más se hizo, ni había para qué. Cuando ya salíamos del Depósito, llegaron el marqués de Cícero, Villalonga y otros amigos. El cortejo fúnebre no excedía de quince personas y de seis ó siete coches. Recorrimos en breve tiempo y á paso regular el camino del campo-santo. Nos apeamos. Seguimos tras el ataúd por aquellos tristísimos patios rodeados de nichos. Leonor y yo íbamos á la cola del reducido acompañamiento; pero en el acto del sepelio me aproximé, y ella se quedó á cierta distancia, llorando. Era la única persona, entre todos los presentes, que mostraba un dolor vivo, hondo, inconsolable; pues los demás, incluso Santanita, sólo expresaban duelo de etiqueta, y en algunas caras se podía leer esa conmiseración oficial, mezclada de una crítica severa, que si se tradujese en palabras resultaría así: «¡Pobre perdis! no podías tener otro fin que el que has tenido. Dios te haya perdonado.»

Nada te diré de lo triste del acto. Puedes figurártelo y comprenderlo, conocidas las circunstancias del difunto y su desastrada muerte. Ni te hablaré de las ideas que se agolpaban á mi mente, ni del lúgubre sonido de la caja al caer en el fondo de la fosa. Todo esto, aunque es verdad, no te expresaría bien lo que yo sentía. Además de la pena de ver desaparecer para siempre á un amigo simpático y amable, me afligía el considerar que con él enterrábamos el indescifrado enigma de su fin lastimoso; que Federico, al caer dentro de la sepultura y recibir encima la tierra, echaba la llave al secreto, y nos daba las buenas noches de la eternidad con cierto humorismo lúgubre que me helaba la sangre: «Adiós, tontos. La solución en el valle de Josafat.»

Salimos de allí hablando del muerto en los términos trillados, fríos, casi indiferentes que es costumbre usar. Unos á otros nos preguntábamos por nuestra preciosa salud, quejándonos del mal tiempo que hacía, voluble y desigual, impropio de la estación, y echándole la culpa de nuestros achaques. Nos distrajimos viendo llegar más entierros, con bastantes coches, y en ellos algunas personas conocidas, á quienes saludamos, alegrándonos de verlas vivas. Por las rondas descendían largos rosarios de carruajes en dirección á los distintos cementerios. Á lo lejos se nos presentaba, como invitándonos á vivir un poquito más, la loma de Madrid con cien cupulillas, bajo un cielo claro, transparente, bruñido. El sol lucía espléndido, y picaba bastante. De los árboles secos y desnudos no te diré que me parecieron esqueletos, ni que choqueteaban sus ramas con lúgubre son, porque faltaría á la verdad. El día era de los más bonitos que se ven aquí, frío á la sombra, ardiente al sol; día que amenazaba la existencia con dos espadas paralelas: la pulmonía y el tabardillo.

Nos metimos en nuestros carruajes, y á Madrid. Mira tú lo que son las cosas: la imagen del pobre Federico, envuelto en la sábana y metido bajo tanta tierra, no se apartaba de mi pensamiento; pero se iba quedando lejos, muy lejos, desvaneciéndose un poco á cada vuelta de las ruedas del coche. En el mío traje á Calderón y á la pobre Peri, que se había secado las lágrimas y parecía más tranquila. Calderón es hombre indelicado é inoportuno, y creía sin duda que la mala reputación de Leonor le autorizaba para hacer burla de sus sentimientos, permitiéndose dirigirle chirigotas de mal gusto en ocasión tan triste. «Dime, ¿estás todavía con el malagueño, ó has vuelto con Guillermón?» Contestóle ella con desprecio, y á mí, francamente, me indignaba la grosería de mi amigo y su falta de respeto hacia lo que siempre es respetable, hállese donde se hallare. Poco hablamos durante el trayecto. Yo no hacía más que mirar á la Peri, contemplando con arrobamiento su rostro dolorido dentro del pañuelo atado á la chulesca. El insomnio y la tristeza la hacían más bella, ó á mí al menos me lo parecía. No te oculto nada de lo que siento, aun sabiendo que tal vez te burlarás de mí. Por eso te digo que la mujer aquélla me pareció interesantísima, y que me gustaba, sí, me gustaba; sentía en mí una propulsión misteriosa que hacia ella de la manera más espiritual me lanzaba. Mi dichosa impresionabilidad me iba armando ya una de esas tremolinas pasionales que tan comunes son en mí. No paraba mientes en la clase de mujer que es; no quise ver más que el sentimiento noble, puro y acendrado que mostrado había, sin mezcla alguna de afectación, y la admiraba con toda mi alma. Tras la admiración vino no sé qué respeto; sí, respeto, no te hagas cruces. ¿Por qué no hemos de dar á las cosas su nombre? Yo veía en ella un calor de sentimientos que me era muy simpático, y entráronme ganas de arrimar á aquel rescoldo mi existencia espiritualmente solitaria y aterida. «Leonor—le dije, cuando nos aproximábamos á su casa, en la calle de Preciados, después de haber dejado á Calderón en la suya,—yo tengo que hablar contigo, y si me lo permites, ha de ser hoy mismo, ahora mismo. Te convido á almorzar. Iremos á donde tú quieras.»

No sé si el móvil que me impulsaba á hablarle así era un vivo deseo de estar á su lado, ó el propósito de interrogarla sobre ciertos hechos, referentes á Federico, que deseaba esclarecer, á fin de instruir con buenos fundamentos mi sumario. Creo que serían ambos móviles á la vez los que determinaron mi aproximación á aquella mujer. Aún le dije más: «Tú eres muy buena, Leonorilla, y yo necesito entenderme contigo sin tardanza; te necesito como amiga y como reveladora de ciertas cosas que deseo saber.

—No sé si podré—replicó sonriendo.—Ese debe de estar quemado, esperándome.—Suba usted y almorzaremos juntos... ó nos iremos á donde usted quiera... con tal que me dejen.»

Subimos. En la casa no había ningún hombre, lo que á ella pareció contrariarla, y á mí me fué muy grato. La criada enteró á Leonor de todo lo ocurrido en su ausencia, y creí entender que alguien estaba hecho un veneno por ausencia tan larga. Habían salido en su busca... habían dado parte al alcalde de barrio. Leonor se reía. Quedéme solo en la sala, y desde allí la sentí trasteando en su gabinete; oí rumor de lavatorio, criada y ama rezongando. Pronto entró la chavala transformada en mujer elegante, con una bata preciosa y chinelas rojas.

«Supongo—me dijo,—que usted desea saber algo de ese pobrecito...»

Se le humedecieron de nuevo los ojos, y sentándose junto á mí en la actitud más honesta, añadió: «Era, me lo puede usted creer, el primer caballero del mundo, y la persona más decente que había en Madrid.»

Apoyé sus afirmaciones con un movimiento de cabeza. Después me sonreí al oirle esto: «El día antes sabía yo lo que iba á pasar. Eché las cartas, y en lo que esperas, salió el siete de espadas, muerte segura, con el dos de copas, sorpresa, por causa de la mujer de buen color...

—¿Pero es posible que tengas fe en esas paparruchas?

—No me han fallado nunca. Sale siempre clavadito todo lo que rezan las cartas. Aquí estuvo el infeliz el día mismo del caso. No sé si debo contarle á usted lo que habló conmigo, que fué muy poco. Cuando el juez me cite, saldré del paso con cuatro papas; pero con usted, si me da palabra de callarse, seré más franca. Federico y yo éramos amigos, pero amigos... no sé cómo explicárselo... vamos, que no teníamos nada, que no había nada entre él y yo... En otro tiempo, sí, nos quisimos; pero ya... Eramos lo mismo que los matrimonios viejos... Como ilusión, no la había... Le juro á usted que no me tocaba. Pero nos teníamos mucha ley, nos apreciábamos, y yo me aconsejaba de él, siempre que me veía en alguna situación mala, y él de mí.

—¡El se aconsejaba de tí, de tí! ¿Cómo?... Explícame eso... Pero vamos por partes y no nos aturrullemos. Claridad, orden ante todo. Lo primero que deseo saber, y tú podrás decírmelo, es si Federico tuvo grandes pérdidas en el juego estos últimos días.

—No, no: todo lo contrario. La noche antes ganó muchísimo dinero, pero muchísimo... Al juez le diré sobre esto lo que me parezca, lo que no comprometa el buen nombre del pobre difunto.

—Sí; pero á mí me dirás cuanto sepas, todo absolutamente. Yo te guardaré el secreto, Leonor, y seré tu amigo... amigo, como lo fué él.

—Dificilillo es eso—me dijo sonriendo con tristeza, y mirándose las uñas.—Habrían de reunirse muchos perendengues. Esto viene de muy lejos, señor mío. Yo podré, en un abrir y cerrar de ojos, prendarme de un hombre y él de mí, y querernos más ó menos tiempo; pero una amistad como la que teníamos aquél y yo no es cosa de tres ni de cuatro días.

—Pues todo has de contármelo—repetí, devorado por la curiosidad,—y pronto.

—No vaya usted tan de prisa... Y además, hay cosas que no sé si debo decirlas. Son muy delicadas, y si usted no las entiende bien, podría pensar mal de nuestro amigo. No todos comprenden bien lo que pasa. Hay cosas... cosas, ¿eh? que parecen muy malas, y no lo son.

—Cierto; pero se me figura que yo entenderé todo lo que tú me confíes, y que la buena memoria de mi amigo no perderá nada por eso. Ahora, lo primero que has de decirme, y en ello sí que no puede haber aplazamiento, es lo que piensas tú de esta desgracia... ¿Qué ha sido? ¿Cuándo la supiste? ¿Qué dijiste al saberla? Nadie como tú le conocía á él; nadie como tú estaba al tanto de sus trapisondas... Tu opinión sobre esta muerte es de grandísima importancia, Leonor.»

Al hacerle la pregunta, interrogaba yo también la expresión de su rostro. La ví compungirse y llorar de nuevo. Enjugándose las lágrimas, me respondió con voz entrecortada:

«No sé, no sé... pero para mí... Á Federico le han matado... Eso de que se mató él... qué sé yo... me parece invención de la justicia para tapar la verdad. ¡Pobrecito de mi alma, tan bueno, tan leal, tan persona decente! ¡Maldita sea la muy pilonga que tiene la culpa!

—¿Luego tú crees que aquí hay mano de mujer, ó influencia de mujer?

—Crea usted que sí la hay... Si el juez me pregunta sobre esto, me haré la tonta; pero yo tengo acá mi idea, y no hay quien me la quite.

—¿Cuál es tu idea?... Yo quiero saberla...

—Hay mujeres muy remalas.

—Eso es verdad; pero lo que falta saber es qué remala mujer ha andado en esto.»

Leonor dió un gran suspiro; se miró otra vez las uñas, lo que hacía siempre que meditaba, y por fin me dijo en voz queda:

«¿Para qué me lo pregunta, si usted la conoce mejor que yo?»

No quise pronunciar el nombre que flotaba en la confluencia de nuestras palabras. Tan sólo dije: «¿Federico te habló de esa mujer alguna vez, te dió cuenta de sus amores con ella?

—Nunca, nunca—declaró la Peri con cierta dignidad.—Le juro á usted que nunca me dijo nada. Era tan delicado, que en esta casa jamás pronunció el nombre de las señoras que se chiflaron por él. Y cuando yo quería tirarle de la lengua, me lo negaba, crea usted que me lo negaba...

—¿Entonces, cómo sabías tú...?

—Lo sabía por otro lado; lo sabía... porque sí... como se saben muchas cosas.

—Bueno. Dejemos el origen de tu conocimiento. ¿Y en qué te fundas para creer que le mataron?

—Es corazonada... pero que no me engaño—respondió con acento convencido y picaresco.—Tan cierto es lo que pienso como éste es día... Yo me guardaré mi idea. No quiero confiársela á nadie.

—¿Ni á mí tampoco?

—¿Para qué? No hemos de poder probarlo. Si hablo de esto, podrían vengarse de mí.

—Bueno, pues dime una sola cosa, una sola, y no te pregunto más. ¿Crees tú que Federico murió á mano de hombre?

—Claro: de hombre...

—Me basta.»

Te refiero este diálogo, del cual poca substancia sacarás, para que comprendas la confusión de mis ideas. No quise insistir en mi interrogatorio; y como las necesidades corporales, por lo avanzado de la mañana, se nos impusieran, á entrambos se nos ocurrió que nada es tan inconveniente para los altos fines humanos como pasarse todo un día sin almorzar. Nuestra pena misma exigía la reparación orgánica, y hasta el intrincado problema que nos inquietaba pedía fuerzas materiales para ser tratado con la debida entereza y formalidad. Porfiaba ella en que almorzáramos allí; yo que en el restaurant. Venció por fin el sexo débil, y pasamos al comedor. ¿Acabaré de ser sincero contigo? Pues sí, ¿por qué no? Aquella mujer me tenía fascinado: ante mí se agigantaba, no sólo por su belleza, sino también, y más quizás, por no sé qué aureola moral que mi mente voluntariosa veía ó quería ver en ella. Nada, hijo de mi alma, que estaba yo enamorado... no retiro la palabra, enamorado de la Peri, y deseando manifestárselo; y has de saber también que lo que en mí sentía era muy por lo fino, algo de galantería caballeresca y sentimental que me andaba por dentro como lucida procesión, y... no sé qué más decirte.

Dejo la conclusión para otra carta, porque estoy fatigadísimo, y no puedo concluir sin llenar un pliego más. Hasta mañana.

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